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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

El imperio eres tú (43 page)

Sin embargo, quienes la odiaban eran portugueses que, por una razón u otra, se habían infiltrado en la vida de palacio y la habían contaminado con sus vicios y su ignorancia. La pequeña princesa se había contagiado de ese ambiente enrarecido.
«Maria da Gloria pegaba a los negritos, les daba patadas, era capaz de abofetear a una compañera blanca, pequeña y tímida, con la energía y el ánimo de una tirana»,
escribió Maria en su libro
A Voyage to Brazil
. Habló con la madre de esa niña solicitando su cooperación, y se quedó boquiabierta cuando la señora le contestó:

—Daría la muerte a una hija que no juzgase un honor recibir una bofetada de una princesa.

Ante una mentalidad así, ¿qué podía hacer Maria Graham? Cualquiera de sus iniciativas era sistemáticamente criticada en los pasillos. Si animaba a la niña a correr por los jardines y a observar los insectos, como quería su madre, las portuguesas de palacio ponían el grito en el cielo porque la pequeña se ensuciaba el trajecito. El juego de herramientas que la emperatriz había regalado a su hija con la idea de educarla un poco «a la europea» había desaparecido sin apenas usarse. Según las damas, no quedaba bien que la princesa estuviese revolviendo la tierra sucia como los negros. Consideraban que las herramientas eran «una pillería europea de la emperatriz que no sabía lo que convenía ni al clima de Brasil ni a la dignidad de los Braganza».

67

Leopoldina ni siquiera podía contar con el apoyo de su padre, Francisco II. Aunque éste se negaba, según el principio de legitimidad, a reconocer a Brasil hasta que don Juan lo hiciese, por otra parte se veía obligado a defender la monarquía brasileña porque era un freno a la ola de republicanismo que azotaba el resto del continente. De manera que Leopoldina no podía contar con que su familia presionase a Pedro. La política dictaba las relaciones, por encima de su felicidad personal. Ése era su destino. Su padre sólo se manifestó cuando escribió a su yerno diciéndole que consideraba el respeto a la religión y a las buenas costumbres superiores a una Constitución. Era una manera sutil de combinar en una frase su condena al comportamiento inmoral de Pedro con su hija y a su tendencia demasiado «democrática» y liberal. A Pedro no le afectó en absoluto. Ni en lo uno ni en lo otro estaba dispuesto a cambiar.

Pedro y Leopoldina tenían sus esperanzas puestas en que Gran Bretaña, cuya política había jugado a favor de la independencia de las ex colonias españolas, reconociese a Brasil. Los ingleses, sin embargo, pusieron una condición imposible de cumplir, al menos en un futuro próximo: que Brasil aboliese el comercio de esclavos. En cuanto a las demás potencias, no se atrevían a dar el paso y reconocer a Brasil por el mismo problema que se lo impedía al emperador de Austria, esto es, el de la legitimidad de la monarquía portuguesa. Había que ganarse a Portugal a la causa, y luego los demás países caerían como las fichas de un dominó. ¡Si pudiese convencer a don Juan!…, se decía Pedro. Pero ¿cómo reanudar el diálogo si todos los puentes estaban rotos y si hacerlo conllevaba el riesgo de ser percibido como traidor por sus propios súbditos brasileños?

La oportunidad le llegó de Lisboa el 25 de abril de 1825, día del cumpleaños de su madre Carlota Joaquina. Ese día, Miguel, nombrado generalísimo del ejército portugués por sus secuaces absolutistas, dio otro golpe contra su padre con la intención de arrebatarle el poder. Lo que no había conseguido en la
Vilafrancada
menos de un año antes pensó lograrlo entonces en lo que se dio en llamar la
Abrilada
. Durante una semana Miguel y sus huestes mantuvieron a don Juan encerrado en su palacio, presionándole para que abdicara a su favor. Mientras, sus hombres hacían reinar el terror en Lisboa, arrestando a personalidades civiles y militares a las que acusaban de ser partidarias del liberalismo. De no haber sido por la intervención del cuerpo diplomático, Miguel y su madre hubieran conseguido hacerse con el poder. Sin embargo, el azar quiso que William Carr Beresford, el almirante que había gobernado Portugal después de la invasión francesa y que había ido a Río a intentar convencer a don Juan de que regresara a Portugal, estuviera en aquel momento en el palacio de Bemposta. Él y su colega, el embajador francés, salvaron la situación y pusieron al rey a salvo en el
HMS Windsor Castle
, que estaba fondeado en el Tajo. Desde la seguridad de ese refugio frente a la ciudad, y con el apoyo militar británico, don Juan recuperó el control sobre su propio ejército y tomó una serie de medidas: cesó a su hijo Miguel de su cargo de generalísimo del ejército, ordenó la captura de sus simpatizantes y la liberación de todos los que habían sido arrestados por los absolutistas. En esas circunstancias, Miguel no tuvo más remedio que acudir a la convocatoria que le hizo su padre a bordo del barco británico. Se abalanzó a besarle la mano en un gesto de sumisión que contrastaba con el comportamiento levantisco que acababa de demostrar.

—Has visto que gracias al apoyo de las naciones amigas, siempre dispuestas a restituir la legitimidad que pretendías robar, tu intentona no ha prosperado —le dijo don Juan.

Miguel no se atrevía a mirarle a los ojos. Nunca había tenido mucha relación con su padre, y el hecho de que le hablase cara a cara, con esa solemnidad propia de un rey, le amedrentaba.

—¿Quieres morir por un disparo británico? —le preguntó don Juan—. Yo preferiría que eso no ocurriese porque eres mi hijo, y sé que actúas movido por el odio que me tiene tu madre. Pero tu actitud es indigna. La traición de una esposa se puede soportar, la de un hijo es fuente de un dolor sin fin.

Miguel seguía en silencio. Parecía que el feroz golpista se había convertido en un cordero, pero era experto en aparentar docilidad, pues no en vano había tenido a su madre de maestra. Don Juan prosiguió:

—Tienes el mundo en contra: los ingleses, los franceses, la Santa Alianza. Te pido que desmovilices públicamente a todos tus seguidores…

Un rictus de frialdad se apoderó del rostro de Miguel, quien alzó la mirada desafiante:

—¿Y si no lo hago?

—Serás el causante de mucho dolor, de muchas víctimas que caerán bajo el fuego de nuestro legítimo ejército.

—Nuestros seguidores son muchos y…

—¿Me sigues desafiando? —interrumpió el rey—. Si persistes en tu actitud, no sólo serás responsable ante Dios de lo que ocurra a vuestros seguidores, sino que no puedo responder de tu seguridad personal. Ni de tu seguridad, ni de tu vida… Serás castigado como te mereces. Tú verás.

Este último argumento, salvar su propia piel, hizo más efecto sobre el hijo rebelde que el de evitar represalias contra los suyos.

—Está bien, padre. Os obedeceré.

—Si lo hacéis, os prometo indulgencia.

Viendo que no tenía salida, Miguel capituló poniendo fin a la sublevación de los miguelistas, ante el gran disgusto de su madre. Fiel a sí mismo, don Juan fue benevolente a la hora de castigarle. Lo mandó al exilio a Austria por un tiempo indeterminado. Se trataba de un exilio dorado, entre bailes y cacerías, donde tendría que expiar el pecado de no haber sabido poner coto a la ambición de su madre.

El gran problema, como siempre, era Carlota, la instigadora, la autora intelectual de la sedición. ¿Qué hacer con ella? A don Juan le embargaba una desagradable sensación de
déjà vu
. Sabía que Carlota alegaría estar enferma, como en el pasado, o utilizaría cualquier argucia con tal de no abandonar Portugal, donde tenía su núcleo de seguidores. Al rey se le ocurrió pedir ayuda a su cuñado Fernando VII y le envió una carta:
«Lo que más amargura me produce es ver que los atentados contra mí emanan de personas con quienes me unen los más estrechos vínculos y considero a la reina, mi mujer y hermana de su majestad, la más culpable… Sin perjuicio de adoptar las medidas que en mi calidad de rey y marido serían lícitas, me atrevo a pedir a su majestad que, si así lo juzga conveniente, escriba a su hermana para proponerle la necesidad de ir a vivir a alguna provincia de su reino, para ahorrarme así tener que recurrir a cualquier otra resolución más severa…»

Fernando atendió el ruego de don Juan y mandó una larga carta a Carlota Joaquina:
«Cuando las cosas llegan a cierto punto, el único recurso para disipar recelos y evitar desconfianzas es alejarse algún tiempo del foco que las alimenta…»
Pero, tal y como temía don Juan, Carlota no hizo caso y no dio la más mínima señal de querer salir de Portugal. Al contrario, se mostró desafiante para que la arrestasen y hacerse la víctima, lo que siempre le había dado buen rédito político. No estaba dispuesta a desperdiciar una oportunidad de espolear a sus simpatizantes para que la divinizasen aún más en el altar del absolutismo.

De modo que don Juan, decidido a condenarla a la penumbra política, la obligó a trasladarse de la Quinta de Ramalhão al palacio de Queluz para poder vigilarla mejor. La reina tenía orden de no salir de aquella jaula dorada que, según decían, tenía más espejos que Versalles. «¡Ojalá sirvan para que pueda ver el reflejo de su perversa conciencia!», confesó don Juan a un fraile. La mayoría de los criados eran policías disfrazados, encargados de espiar los pasos de la reina. También debían informar de todas las entradas y salidas de palacio y de lo que se hablaba sobre el señor infante y su madre.

Privada de la compañía de su hijo del alma y rodeada de informadores, Carlota Joaquina entró en una decadencia física y psicológica que se reflejaba en una forma de vestir todavía más desaliñada que de costumbre. El cabello hirsuto, desharrapada y sucia, iba de luto «por la pérdida de la monarquía», como decía irónicamente, pero de un luto esperpéntico, con ropa vieja de algodón estampado, sombrero de fieltro y dos escarcelas en la cintura llenas de reliquias que sonaban como cascabeles cuando se desplazaba.

En Río de Janeiro, Pedro estaba indignado con «los desatinos del hermano Miguel».
«Si es cierto que, como se dice, él ha sido un traidor a su majestad, en este momento deja de ser mi hermano…»
, escribió a su padre. En cambio Leopoldina respiró aliviada: el destino de Maria da Gloria había dado un brusco giro, ya no habría boda entre tío y sobrina y madre e hija se quitaban un buen peso de encima.

En sucesivas cartas, Pedro intentó convencer a su padre de que más valía acabar con el estado de hostilidad permanente que reinaba entre sus dos países reconociendo la independencia de Brasil «por vuestro propio interés». La independencia de Brasil era, según Pedro, la verdadera salvación del reino luso.
«Sin un Brasil amigo, Portugal no tiene comercio; y sin comercio no tiene nada»,
concluía. Tenía mucha razón el joven emperador, pero don Juan estaba receloso de sus hijos. Uno de ellos se había arrogado la mayor colonia de su antiguo imperio y otro le intentaba destronar a intervalos regulares… Desconfiado como era, se enrocó y no contestó.

El cariño y la dulzura de Leopoldina pudieron más que los argumentos políticos de Pedro. La mujer estaba feliz de reanudar el contacto con su suegro; de pronto, aunque estuvieran separados por un océano, se sentía menos sola. Las respuestas que recibió a sus cartas estaban llenas de afecto paterno: don Juan le decía lo mucho que sentía la separación, lo mucho que la extrañaba, lo mucho que la quería. Estas palabras eran un bálsamo para el corazón herido de Leopoldina. Entre ellos existía la complicidad de los que saben lo que significa sufrir el desamor, el abandono, la traición de los seres queridos. Esa solidaridad ante el dolor íntimo era un vínculo más poderoso que la propia sangre. Entre ellos pasaba una corriente de calor y confianza que Leopoldina aprovechó para conseguir lo que estimaba era su misión: apuntalar la monarquía en su país de adopción.
«Augusto padre
—le escribió a don Juan—,
me falta rogar a vuestra majestad que sea un ángel de paz firmando el reconocimiento de Brasil…
»

Don Juan se lo pensó, consultó con sus asesores y mandó a Río al embajador Charles Stuart a negociar un tratado. Pedro fue generoso a la hora de fijar la indemnización personal que su padre debía cobrar por las expropiaciones de sus bienes en Río. Pero don Juan le pedía lo imposible: le exigía el pago de las cantidades adelantadas por Gran Bretaña a Portugal para costear la expedición militar con la que las Cortes quisieron reconquistar Brasil. ¿Cómo conseguiría que los brasileños aceptasen semejante condición? Pedro no lo veía posible y se negó. Entonces el embajador británico fue a visitar a Domitila a su casa de Mataporcos. Allí, entre copas de alcohol de caña y dulces de frutas tropicales, le puso al corriente del bloqueo en la negociación y solicitó su ayuda. Domitila intervino y convenció a Pedro: ¿no era ineludible y urgente la necesidad de reconocimiento internacional para dar vida e ímpetu a este nuevo imperio?

—Pídele al inglés que se mantenga esa cláusula en secreto, y ya está —acabó diciéndole Domitila.

Pedro claudicó. Poco después, el embajador escribía a su ministro de Asuntos Exteriores, lord Canning:
«Debemos a la influencia de la señora Domitila de Castro la remoción de un obstáculo que hubiera podido malograr toda la negociación.»

Aquel reconocimiento público a la amante supuso una nueva humillación para Leopoldina, porque el ejemplo del británico fue seguido por otros extranjeros deseosos de conseguir algo del emperador. La austriaca perdía relevancia, a pesar de ser ella quien estaba en el origen de toda la negociación, de haber sido clave en todo el proceso de independencia. A partir de ese momento, Pedro hizo mayor ostentación de su amante en sociedad.

Aunque la cláusula más dura se mantuvo en secreto, Pedro fue muy criticado por republicanos y liberales que juzgaban el tratado inaceptable. Sus adversarios denunciaron también «riesgo de recolonización» porque el tratado omitía cualquier mención a la sucesión del Reino de Portugal y temían que Pedro pudiese asumirlo algún día. En consecuencia le pidieron que renunciase formalmente a ese trono, lo que significaba, después de la
Abrilada,
dejar a Miguel de heredero. Y Pedro no veía con malos ojos la idea de don Juan de dejar abierta la puerta a la posibilidad de que, a su muerte, Pedro le sucediese también como rey de Portugal. Al fin y al cabo, tenía veintiséis años y mucha vida por delante, o por lo menos eso pensaba en aquel momento. ¿Por qué limitarse a ser emperador de Brasil si también podía ser rey de Portugal? El escollo a su ambición estaba en la Constitución brasileña, que impedía que el emperador llevase dos coronas. Pero había tiempo para lidiar con aquello.

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