El imperio eres tú (60 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Después de recibir la enhorabuena de los miembros del cuerpo diplomático, fueron al antiguo palacio real, allí donde había vivido los primeros días de su llegada a Río, y anunció ante la multitud de funcionarios y cortesanos congregados que, en homenaje a la nueva emperatriz, había creado la Orden de la Rosa…

—… Cuya divisa es: amor y fidelidad —apostilló muy serio el emperador.

Amelia no percibió la mueca de ironía que pusieron muchos de los que conocían a su marido, incluidos el Chalaza y Mareschal. Su atención se centraba en la siguiente ceremonia, por la que Pedro otorgaba a su cuñado Augusto el título de duque de Santa Cruz con tratamiento de alteza real. En la mente del emperador, su cuñado Augusto merecía ampliamente esa medalla porque, al contribuir a su felicidad, había contribuido también a la del pueblo entero. Prueba de la devoción popular era el ambiente en las calles. El apogeo de los múltiples festejos fueron unos fuegos artificiales que dos soldados del regimiento alemán prendieron después de escalar las abruptas paredes del Pan de Azúcar. Los reflejos multicolores inundaron la bahía de luz.

88

El palacio de San Cristóbal había sido objeto de mejoras y reformas, por orden del emperador. Los plafones y los frescos románticos se habían pintado de nuevo y la fuente a la entrada estaba ahora iluminada por lámparas de aceite. Los nuevos cascos de la guardia de honor imitaban a los bávaros, un detalle que no pasó desapercibido a Amelia. Al subir la escalera para conducirla a sus aposentos, tan atronador era el ruido de su propio corazón que Pedro temía que su mujer lo oyese. El seductor por antonomasia que no sabía disfrutar de otros placeres que no fueran el sexo, el conquistador que pensaba que la monogamia era el resultado de una libido disminuida o claramente de una enfermedad mental, estaba ahora hecho un flan. Curiosamente, estaba mucho más alterado que ella, virgen y casta.

—¿Y ese palacete? ¿Quién vive allí? —preguntó la joven señalando a través de las rendijas de las persianas de su dormitorio la antigua casa de Domitila.

—Ésa es la casa de Maria da Gloria. Sirve también de sede del gobierno portugués en el exilio.

Pedro había decidido darle ese uso al edificio, que ahora rebosaba de exiliados intrigando para reconquistar el poder en la lejana madre patria. Cerró las persianas con suavidad y apretó a Amelia contra su pecho. Luego la atrajo hasta la cama y rodaron entre las sábanas, besándose y acariciándose. Sus dedos expertos soltaban botones, desataban nudos, deslizaban medias, apartaban enaguas hasta que pudo contemplarla desnuda, iluminada por la luz plateada de la luna. Estaba maravillado ante ese cuerpo blanco y terso, suave y con perlitas de sudor, que yacía de medio lado y que desprendía un olor a panecillo recién horneado. Le acarició el costado y la tripa, y luego el vello púbico, que no era encrespado como el de Domitila, sino escaso y lacio. Se acordó fugazmente de Noémie; desde entonces no había vuelto a sentir ese estremecimiento, más parecido al éxtasis que a la urgencia del deseo. Ella tuvo la audacia de tocarle para ir descubriendo las posibilidades del placer, pero se encontró con un hombre paralizado. «¡Dios mío! ¿Cómo me ocurre esto a mí ahora?», se dijo él, mortificado. No era la primera vez que le ocurría; últimamente había notado un bajón en su apetencia sexual, pero nunca pensó que podría fallar del todo. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no sentía ese volcán de excitación que en otras ocasiones le nublaba el entendimiento? ¿Se estaba haciendo viejo? ¿O «su cosa» había dejado de funcionar de tanto como la había maltratado? Si había hecho hijos a mujeres de paso, ¿no iba a poder hacerle uno a su legítima esposa, a la nueva emperatriz? Para un recién casado con una mujer tan joven y tan guapa, aquel fallo de la virilidad era lo más desmoralizador que podía ocurrir. ¿Era un castigo divino por todas las mujeres que había penetrado sin el más mínimo miramiento? En todo caso, fue una lección de humildad que acabó tomándose con sentido del humor. La última frase de una carta de Pedro a su amigo el marqués de Resende decía:
«… Si ella no me deja preñado a mí, que es la única desgracia que me falta sufrir.»

De día, durante casi un mes, los recién casados fueron homenajeados en todo tipo de festejos. Acudieron a funciones de teatro, óperas de Rossini, bailes, recepciones, desfiles militares, un picnic en la isla del otro lado de la bahía regado con vino de Burdeos, etcétera. Al igual que había hecho con Leopoldina, Pedro, tomando las riendas del cochero, enseñaba a su esposa y a su hermano los alrededores de la ciudad: pasearon por el bosque de Tijuca, por el río de Laranjeiras a cuyas orillas las lavanderas criollas, cantando, batían la ropa contra las piedras, por los parques floridos de Botafogo, por el jardín botánico… Por las noches, el matrimonio imperial se recluía en San Cristóbal a disfrutar, si el cansancio lo permitía, de los gozos del amor. Para entonces, el gatillazo no era más que un mal recuerdo y Pedro había retomado algo de su energía habitual, aunque nunca con el brío de antaño, cuando Domitila le volvía loco de amor. Deseaba ardientemente dejar embarazada a su mujer, pero la «visita», ahora que no la quería, llegaba con insolente puntualidad.

Al regresar de uno de sus paseos, acompañado de su hija, la emperatriz y su hermano, y viendo que el cielo se cubría de nubes panzudas, Pedro hizo restallar el látigo y puso los caballos al galope para llegar al palacio antes de que se pusiera a llover. La mala suerte quiso que uno de los caballos resbalase sobre los adoquines, y, al caer, uno de los arneses se rompió con un fuerte chasquido. El emperador intentó controlar la situación sujetando con fuerza las riendas, pero los caballos, presas del pánico, partieron al galope. El carruaje se salió de la carretera y volcó en una curva. Pedro, que estaba de pie, fue proyectado a varios metros de distancia y su cuerpo quedó tendido en el suelo. Estaba inconsciente. Augusto tenía un brazo roto, Maria da Gloria, magulladuras y algún corte. Amelia salió ilesa, pero temblaba como una hoja. Se tranquilizó cuando, al cabo de cinco minutos, Pedro recuperó la conciencia. Estaba tremendamente dolorido. La joven emperatriz, con gran presencia de espíritu, mandó llamar a los médicos del palacio y decidió que los heridos fuesen transportados al caserón más próximo, que pertenecía a un noble cortesano. Los médicos confirmaron que Pedro tenía dos costillas rotas e insistieron en operarle para quitarle un «tumor» consecuencia del accidente. A pesar del diagnóstico benigno, Pedro pidió que hiciesen venir a su confesor. Desde hacía algún tiempo, tenía miedo a la muerte. Antes nunca pensaba en ello, pero ahora era una idea recurrente cada vez que le ocurría un percance o se encontraba mal.

La emperatriz permaneció todo el tiempo junto a su esposo, animándole y cuidándole con cariño. «Es la enfermera más inteligente que he podido encontrar», dijo el emperador. Aquel accidente sacó a la luz el verdadero temperamento de Amelia, cuyo comportamiento ejemplar y responsable fue loado por todos. A partir de entonces, según Barbacena,
«estuvieron tan ocupados el uno del otro que parecían enamorados de toda la vida».

Tres semanas más tarde, ya estaba suficientemente recuperado como para ser trasladado al palacio de San Cristóbal. Nada más llegar, recibió una visita inesperada. Después de seis años de un duro exilio, José Bonifacio había vuelto. Desde hacía varios meses vivía retirado en la isla de Paquetá, llevando el duelo por su mujer, que había fallecido en el viaje de vuelta. Se había decidido a cruzar la bahía y hacer esa visita sólo después de enterarse de otro exilio forzoso, el de la marquesa de Santos. Tenía cierta aprensión porque no sabía cómo iba a recibirle Pedro.

Sin embargo, el emperador lo hizo con los brazos abiertos. Se había arrepentido mil veces de haber cedido a su impulsividad y haberle forzado al exilio. ¡Cómo lo había echado de menos desde entonces! No tenerlo cerca le hizo darse cuenta de que nunca había lidiado con un hombre comparable en el panorama político. Le guardaba un profundo afecto, secreto hasta ese día:

—Amelia, os presento a mi mejor amigo —le dijo tumbado en la cama.

José Bonifacio, sorprendido por tanta efusividad, se relajó y empezó a charlar animadamente con el matrimonio. Disfrutaba hablando en francés con la nueva emperatriz. Le gustó que no tuviese la pasividad angelical ni la sumisión de Leopoldina y pensó que con su carácter podría ejercer una influencia más beneficiosa sobre el emperador. Como siempre, seguía sin tener pelos en la lengua:

—No vengo como agitador, tranquilizaos, majestad, no quiero poner el trono en peligro.

Pedro recordaba con nostalgia los heroicos días de la independencia.

—Os ofrezco el puesto que deseéis… Escoged.

—Oh, no, majestad, de ninguna manera. No quiero ningún puesto. Sólo quiero servir de abogado del diablo, sin emolumentos ni obligaciones. Quiero ser libre de hablar de la manera más franca posible y, si me lo permitís, mostraros los errores y las faltas que cometéis, porque eso es de interés de vuestra majestad, de vuestros hijos y de todos nosotros.

Se rieron de buena gana. Ocurría lo que suele pasar con las amistades forjadas por una intensa vivencia común. Si se consigue olvidar los agravios, se retoman en el punto en que se dejaron.

A continuación Bonifacio expuso su idea de la situación en Brasil. Según él, las tensiones cada vez mayores entre el gobierno de Pedro y las Cámaras de Diputados amenazaban la supervivencia del sistema monárquico. Era urgente establecer pautas de comportamiento, definir bien las respectivas áreas de poder y hacer cumplir la Constitución a rajatabla. Recomendó a Pedro que sustituyese al actual jefe de gobierno por Barbacena, buen diplomático y más capacitado para contentar a las Cámaras. Pedro le escuchó con la máxima atención. Al final, Bonifacio se dirigió a la emperatriz:

—Ayudadme a que el emperador se reconcilie con la nación, os lo ruego.

Amelia y Bonifacio quedaron favorablemente impresionados el uno del otro. Tanto como en su día el viejo sabio lo había estado de Leopoldina.

89

Una vez terminada la convalecencia de Pedro, se estableció la rutina en San Cristóbal. La nueva emperatriz no parecía dispuesta a adaptarse a la desidia brasileña, como lo había hecho Leopoldina, y se mostró tan exigente con los asuntos de casa como con las costumbres y el ceremonial de la corte. En un afán de borrar cualquier recuerdo que hubiera podido quedar de la marquesa de Santos, convertida ahora en símbolo borroso del frenesí lujurioso de su marido, decidió redecorar el palacio por completo al tiempo que despedía a la camarilla formada por Plácido y los sirvientes más antiguos y corruptos. A Amelia no le temblaba el pulso, era luchadora. Ella no provenía de una corte poderosa y rica, como su predecesora, y su infancia había estado marcada por el infortunio de su padre y las vicisitudes de la ruina familiar. De nobleza secundaria, era burguesa en sus gustos y actitudes; no era una intelectual proclive a retraerse, ni se derretía de amor por su marido llegando a perder la dignidad. Con ella al mando, el hogar imperial se hizo convencional, respetuoso de las tradiciones y un dechado de virtudes.

En la misma línea, Pedro, siguiendo al pie de la letra los consejos de su médico, abandonó todo tipo de correría fuera del matrimonio:
«He hecho el propósito firme de no hacer nada sino en casa
—escribió a su amigo el marqués de Resende
— no sólo por motivos de religión, sino porque me escasea la capacidad ahora que vamos yendo los pies por delante a encontrarnos en el valle de Josafat donde cabemos todos, según dicen las escrituras
.» El marqués le contestó a vuelta de correo:
«Pido licencia para dudar de las pocas fuerzas que me dice que tiene.»

Aparentemente, Pedro tenía todo para ser feliz, y sin embargo había un poso de inquietud que le impedía disfrutar de su nueva situación como merecía. No había asimilado la traición de Miguel y, a pesar del tiempo transcurrido, su deseo más persistente seguía siendo el de vengar a su hija de aquella afrenta. La herida provocada por esa espina que tenía clavada en el corazón supuraba. Aquella traición de su hermano le había unido más a Portugal. No conseguía desinteresarse de lo que allí pasaba y su postura era contraria a la mayoría de los que le rodeaban, que no querían ver a Brasil mezclado en esos asuntos. Pero cuantos más percances y mayor era la adversidad, más se aferraba a la lucha. Ocupado en sus deberes imperiales, espoleado por la opinión pública que a través de la prensa y el Parlamento le vigilaban de manera crítica, no veía cómo podría sacar tiempo y restituir los derechos de su hija, y aquello le exasperaba. Cuando se enteró de que su hermano estaba intentando que Gran Bretaña, Francia y Austria reconociesen su régimen, escribió de su puño y letra un artículo ditirámbico en el
Diario Fluminense
:
«Para ver cuán infame y abominable es Miguel basta decir que es mal tío, peor hermano y pésimo hijo, que intentó atentar contra la vida de su padre hasta que al final lo mató a disgustos, y según dicen con veneno…»
Los políticos brasileños se sentían molestos ante tanta vehemencia, pues no entendían por qué su emperador no se olvidaba de aquel mundo distante y se concentraba en el aquí y ahora.

Además, el hecho de estar casado con una mujer tan joven, algo que en un principio le había proporcionado una alegría inconmensurable, le hacía sentir doblemente el peso de sus treinta años de vida tan intensos. Era consciente de que la edad de Amelia se aproximaba más a la de su hija Maria da Gloria que a la suya. Cuando en el gran baile ofrecido por la corte en el palacio del Senado la vio bailar un vals con su hermano Augusto, tan ligera y vivaracha, Pedro se sintió fuera de lugar. Estaba preso en su mundo opresivo poblado de recuerdos, de lutos, de querellas políticas y, sobre todo, de preocupaciones dinásticas que le quitaban el sueño. Sus recientes problemas de salud exacerbaban su ansiedad. Había empezado a notar que sus piernas tendían a hincharse, lo que le recordaba a su padre y a aquella pierna que ponía en remojo todos los días en la bañera colgada del mar. ¿No decían que uno de los primeros síntomas de la vejez era empezar a parecerse al progenitor? Además, su sentido de la virilidad se vio afectado por los últimos escozores de la uretra, el fallo fatal de la noche de bodas, y la disminución general de su libido. Todo contribuía a provocarle pensamientos melancólicos que le hacían darse cuenta de que el tiempo que tenía para hacer justicia a su hija y a su difunto padre no era ilimitado.

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