El imperio eres tú (28 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

La tropa que Pedro y sus militares fieles consiguieron reunir en el Campo de Santana formaba un ejército muy dispar, una mezcla de individuos de todas las etnias y condiciones sociales, motivados pero mal pertrechados. Había frailes a caballo con la sotana arremangada, jóvenes armados de pistolas rotas, de machetes oxidados o de simples palos, mezclados con negros que cargaban heno para los caballos y mulatos que llevaban sobre la cabeza dulces y refrescos para los soldados. De los alrededores llegaban milicias locales y la multitud crecía por momentos. Lo importante era que los efectivos brasileños contaban con unos diez mil hombres, mientras los portugueses no pasaban de dos mil, aunque éstos estaban mucho mejor entrenados y equipados y ocupaban una buena posición desde el punto de vista estratégico. Aunque, sin reservas de agua, les sería imposible sostener un sitio.

Pero Pedro, si por un lado mostraba sus dotes de estratega y alentaba a la tropa, por otro deseaba fervientemente evitar el enfrentamiento. A pesar de haber tomado la decisión de desobedecer a las Cortes y quedarse, no lo había asumido del todo. La lucha que se anunciaba tocaba su fibra más íntima y era una metáfora de su propia contradicción. ¿Cómo podía, siendo portugués, siendo el primogénito del rey de Portugal y Brasil, librar batalla contra sus propios soldados? Era algo que no concebía.

Al verse rodeado por soldados brasileños, en lo alto del Morro del Castillo, sin agua ni víveres, Avilez se dio cuenta de que había perdido la partida, por lo menos momentáneamente. Sus tropas podrían abrir una brecha entre el enemigo, pero también a él le repugnaba la idea de luchar contra los que hacía poco eran sus leales soldados. Su única esperanza estaba en ganar tiempo hasta la llegada de los refuerzos que las Cortes habían enviado desde Portugal y que estarían a punto de arribar. Por eso, cuando al día siguiente, después de tantas horas de amenazas entre ambos bandos que seguían sin enfrentarse, llegaron a su campamento dos emisarios de Pedro para convocarle a una reunión y desbloquear la situación, Avilez, que también sospechaba de la reticencia del príncipe a provocar un enfrentamiento armado, aceptó sin dudarlo. Su idea consistía en trasladar a sus tropas a Niteroi, la isla del otro lado de la bahía, donde sus soldados podrían acampar y ser abastecidos hasta la llegada de los portugueses. Para lograrlo, necesitaba una tregua.

El príncipe le recibió en San Cristóbal, rodeado de sus oficiales, muchos de los cuales eran compañeros de armas del general. No se anduvo con contemplaciones. Le abroncó delante de todos, le reprochó su falta de disciplina, criticó el comportamiento vandálico de sus hombres, anunció solemnemente que estaba cesado en sus funciones de general jefe de la plaza de Río de Janeiro, y por último le ordenó salir del país.

—Me acusáis de indisciplina, alteza, pero ¿quién está desobedeciendo el orden constitucional?

—Constitucionales somos todos, brasileños y portugueses. Ser constitucional es escuchar la voz del pueblo. Y el pueblo se ha pronunciado.

Avilez, siempre altivo, quiso replicar, pero Pedro se adelantó:

—Además soy el hijo del rey, general. Soy vuestro príncipe y aunque sólo fuera por eso, me debéis lealtad. Si accedo a la tregua que me pedís, es para que acatéis la orden de abandonar Brasil cuanto antes.

—Bien, saldré del país, pero con una condición: que pueda llevarme a mis hombres y sus armas.

—No estáis en situación de poner condiciones, Avilez.

Pedro contenía su ira apretando los puños. ¿No había oído a su padre decir a menudo que la deslealtad de los allegados era lo que producía mayor desaliento en un ser humano justo? Ahora entendía plenamente aquellas palabras. Sin embargo, por encima del sentimiento personal estaba el interés en conseguir la paz. Aunque le costaba porque era una lucha consigo mismo, consiguió sobreponerse:

—Sin embargo, como quiero que vuestros hombres abandonen inmediatamente la ciudad, consiento en dejaros acampar en Niteroi, del otro lado de la bahía, como proponéis. Pondremos a vuestra disposición una fragata para el transporte de la tropa. Allí podéis esperar la llegada de los barcos de Portugal, pero os advierto que esos buques no serán autorizados a atracar de este lado. Serán expulsados nada más llegar, con vos y vuestros hombres a bordo.

Avilez le miraba desafiante. Pensaba que los buques portugueses se llevarían a ese príncipe soberbio y a su familia, porque seguramente vendrían bien armados. Quizá había perdido una batalla, pero no había perdido la guerra.

—Está bien, alteza, empezaremos el traslado en cuanto vuelva con mis hombres.

—Avilez, es mi deseo que cualquiera de vuestros soldados que desee permanecer en Brasil sea separado de vuestra división y le sea permitido quedarse.

—No puedo consentir esto, alteza —dijo mirándole a los ojos.

—Insisto, general.

—Mis hombres van conmigo, allá donde les ordene.

Pedro le lanzó una mirada llena de rabia; en ese momento le hubiera gustado reventar a puñetazos la cara de ese antiguo aliado que le desafiaba abiertamente, pero pensó que la concordia entre portugueses y brasileños bien valía comerse el orgullo y los deseos de poner en su sitio a ese hijo de la grandísima.

44

La ciudad recuperó la normalidad con el traslado de la división portuguesa a la isla de Niteroi. El general no pudo evitar la deserción de varios centenares de sus soldados, y al final apenas le quedaron mil quinientos. Pedro publicó un bando en el que celebraba la victoria por «la unión y la tranquilidad». Los comercios reabrieron las puertas, el mercado de esclavos volvió a funcionar, el teatro anunció su próxima programación y la vida en general retomó su curso normal, sin ruidos de sables ni de tiros.

Sólo entonces pudo el príncipe concentrarse en la tarea más urgente, la formación de su gobierno. Mantuvo a dos de sus antiguos ministros y nombró a otros, pero la gran novedad fue designar a José Bonifacio como ministro principal del reino, un cargo equivalente a jefe de gobierno. A pesar de su carácter desinhibido, no era un hombre sospechoso de albergar tendencias radicales o separatistas. Se le consideraba más bien un «portugués castizo», un buen monárquico. Pedro tomó la decisión sobre la base del prestigio del científico y de lo que contaban de él el resto de sus asesores. Sería el primer portugués nacido en Brasil que ejercería como jefe de gobierno, en un momento que exigía decisiones de estadista y no de mera rutina administrativa. El único inconveniente era que nadie había preguntado a Bonifacio su parecer, aunque estaba de camino a Río, donde era esperado con ansia, para entregar al príncipe regente la representación de su gobierno, el de São Paulo.

Pedro quiso que todas estas informaciones le fuesen transmitidas a Leopoldina, que estaba en la hacienda Santa Cruz, lugar por donde tenía que pasar Bonifacio en su viaje. Le pidió que fuese a recibirle al cercano puerto de Sepetiba, y volviese con él a Río. Tenía curiosidad por conocer la opinión de su mujer sobre tan renombrado personaje. Pedro valoraba mucho el criterio de Leopoldina. La admiración que sentía por ella, por su formación, sus conocimientos y su punto de vista había crecido en estos años. Su intuición le decía que no encontraría consejera más fiel en toda su vida. La necesitaba a su lado, más como asesora y amiga que como amante, para desdicha de la austriaca.

El viaje forzado de Leopoldina, que empezó de noche después de la alterada función del teatro cuando fue a por sus hijos a San Cristóbal, había sido un auténtico calvario de más de doce horas. Bajo el gobierno de don Juan, sólo se habían adoquinado los primeros kilómetros; el resto era un camino polvoriento de día e impracticable cuando llovía. No sólo temió perder el bebé que esperaba debido a los baches, sino que la salud de su hijo, ya debilitada por el calor intenso típico de final de enero, acabó resintiéndose. Aparte de una pequeña escolta, iba acompañada únicamente de su hija Maria da Gloria y de una criada, porque no pudieron localizar, en la premura de la partida, ni a su ayuda de cámara ni a ninguna dama de compañía disponible. Leopoldina sospechaba que se habían esfumado por temor a verse comprometidos en aquellas horas de incertidumbre. Nunca se hizo ilusiones sobre la sinceridad de los sentimientos de los cortesanos portugueses. Llegó extenuada, con la ropa y el polvo pegados al cuerpo, sin saber si su hijo era víctima de un golpe de calor o, como decía la criada, de un mal del hígado. Se instaló en el antiguo monasterio jesuita convertido en residencia veraniega de la familia real. Los primeros días se encontró bastante desamparada porque no recibió ninguna visita, hasta que por fin apareció un emisario de San Cristóbal con las instrucciones de Pedro.

Leopoldina mandó tres caballos a Sepetiba, más su escolta que se componía de dos soldados y un cabo, que Bonifacio, rodeado de sus compañeros, encontró nada más desembarcar. Cuando se dirigían a Santa Cruz, se cruzaron con la princesa que, impaciente, había acudido a recibirles en su carruaje.

—Don José —le dijo Leopoldina después de los saludos de rigor—, os ruego que tengáis la bondad de acompañarme en mi carruaje hasta la villa real. Quiero presentaros a mis niños, luego podréis seguir rumbo a Río…

Bonifacio abandonó a sus acompañantes durante el resto del trayecto. Leopoldina estaba gratamente sorprendida de dar con un portugués de Brasil que hablaba tan bien alemán y aprovechó para comunicarle que su marido le había nombrado jefe del gobierno. Los ojillos de Bonifacio se abrieron de golpe:

—Alteza, eso es demasiada responsabilidad para mis hombros ya cansados… No puedo aceptar.

—Tenéis que hacerlo, dejad que os explique…

Alternaron el alemán con el francés, que Bonifacio hablaba sin acento. A pesar de su legendaria tenacidad, la austriaca no consiguió sacarle ningún compromiso. Pero entablaron una larga conversación que versó sobre los negocios políticos, la educación de los niños y la vida intelectual. Estaba fascinada porque por primera vez se encontraba ante un brasileño que era un gran pensador. Un ser admirable que le parecía contradictorio por su reputación de libertino, ateo y progresista, pero eso mismo la obligaba a cuestionar la rigidez de sus propios principios. A la fuerza Leopoldina debía abrirse a las tendencias liberales de su marido, y alguien como Bonifacio le servía para entenderlas. En el fondo buscaba una justificación científica y religiosa que le ayudase a adaptarse al mundo de los valores modernos, que era el de su marido. Quedó tan encantada con Bonifacio que envió un mensaje a Río en el que decía que el paulista era «un hombre muy capaz y auténtico». La simpatía fue mutua. Aparte del placer de poder practicar en esos idiomas, él también quedó seducido por la sensibilidad y la cultura de la princesa. En Santa Cruz, Leopoldina le presentó a sus hijos. El pequeño Juan Carlos no acababa de sanar.

—Estos dos brasileñitos, y éste que está a punto de llegar —dijo señalando a su vientre— son sus compatriotas y os ruego que les tratéis siempre con amor de padre.

Bonifacio estaba conmovido. Le aconsejó no mover al niño, por lo menos hasta que recuperase un poco más las fuerzas. No harían el final del viaje juntos, pero quedaron en verse pronto en Río.

Pedro tenía tantas ganas de conocer a Bonifacio y a sus diputados paulistas que, nada más enterarse de su llegada, mandó llamarlos a San Cristóbal. Eran las diez de la noche cuando los recibió por una puerta privada. No habían tenido tiempo de cambiarse de ropa y entraron sacudiéndose el polvo de sus levitas, chaquetas y sombreros, mientras miraban apocados los objetos, muebles y cuadros de aquel despacho señorial. En seguida la afabilidad del príncipe, su calidez en el trato, su aplomo y su campechanería les hizo sentirse a gusto. Trataron del nombramiento del científico, no sólo como ministro principal del reino, sino también como responsable de Asuntos Exteriores. Pedro explicó que era una elección lógica, habida cuenta de la experiencia adquirida en Europa. Sin embargo, Bonifacio había vivido mucho como para dejarse deslumbrar por un fogoso príncipe de veintitrés años, y se opuso con energía. Dudaba que pudiese trabajar con alguien tan distinto por edad, cultura, formación, origen, todo. Pedro era católico y practicante —rara vez se perdía la misa de los domingos en la pequeña iglesia de Gloria—, Bonifacio era masón y ateo; Pedro era impulsivo, Bonifacio meditaba sus decisiones. Tampoco estaba seguro de que la adhesión del príncipe a las ideas progresistas no fuese mero oportunismo. Además, al paulista, hombre poco influenciable, no le interesaba el poder por el poder; su ambición se limitaba a luchar por sus ideas y, si era posible, llevarlas a buen puerto. Soñaba con un Brasil con amplio grado de autonomía, una monarquía constitucional y libertades garantizadas por una autoridad estable. Le interesaba el poder para reformar profundamente la estructura social y económica con el fin, en última instancia, de abolir la esclavitud. Su imaginación de viejo sabio se perdía entre sus grandiosos planes.

Pedro, que tenía problemas urgentes y concretos que solucionar, no estaba acostumbrado a esa independencia de espíritu, pero como era listo, al momento notó que no podía tratar a Bonifacio como a cualquiera de los que había conocido hasta entonces, ni esperar a ser tratado por él como si fuese un cortesano ilustrado. Este hombre era distinto a todos. Pedro supo reconocer en él una cualidad superior, muy lejos de la mediocridad servil a la que estaba acostumbrado; algo que no sabía identificar, una cierta altura de espíritu, un saber profundo y ecléctico, y al mismo tiempo un carácter franco y curioso que le hacía parecer más joven de lo que era. Por primera vez se encontraba ante una persona que no se deshacía en súplicas y disculpas a la hora de rechazarle un nombramiento (y no cualquiera). Estaba frente a un hombre que se había contagiado del espíritu de modernidad que recorría Europa, y que Pedro también reivindicaba como suyo.

—Estoy dispuesto a servir a su alteza en cualquier otro ámbito, pero no encabezando vuestro gobierno —le matizó.

A estas alturas, Pedro no podía permitirse prescindir del paulista. Sentía que era una pieza clave para aunar fuerzas y sacar el país adelante. Sería más valioso de lo que había sido el conde de Arcos en su anterior gobierno, antes de la asonada. Lo necesitaba imperiosamente.

—Decidme cuáles son vuestras condiciones, señor Andrada. De antemano y antes de conocerlas, os digo que las acepto todas.

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