El imperio eres tú (32 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

La ceremonia de iniciación tuvo lugar en la sede de la logia en Río. Rodeado de miembros encapuchados y portando largas togas, fue iniciado con el seudónimo de «Rómulo» y elegido arcano-rey. Firmó su adhesión con los cuatro puntos en cuadrado y uno en medio de los masones, jurando obediencia a los fines superiores de la organización, que incluían «promover con todas las fuerzas y a costa de la propia vida la hacienda, la integridad, la independencia y la felicidad de Brasil como reino constitucional, oponiéndose al despotismo y a la anarquía». Todo aquel ritual de sociedad secreta encandilaba la imaginación de Pedro, quien ante Leopoldina justificaba su ingreso porque así tendría la certeza de que nada escaparía a su dirección. Ella era más crítica, veía con recelo a los masones que tachaba de radicales. Al igual que Bonifacio, con cuyas ideas concordaba ampliamente, temía que los acontecimientos acabasen desbocándose, con un resultado parecido al de la Revolución francesa, que había visto rodar la cabeza de su tía María Antonieta. Seguía pensando que su marido se entusiasmaba exageradamente por todo lo nuevo, y que de esta forma perdía la distancia y el criterio necesarios para tomar decisiones acertadas.

Sin embargo, era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de la injusticia que las Cortes de Lisboa se obstinaban en perpetrar contra su país de adopción. ¿Cómo aceptar la reciente decisión de Lisboa de mandar más tropas para dominar Brasil? ¿O la orden dada a los cónsules portugueses en los países europeos de impedir la exportación de armas a la colonia? Sobre todo… ¿Cómo ceder ante la prohibición de importar objetos de manufactura extranjera a menos que fuesen enviados desde Portugal? Lisboa seguía en su empeño de retroceder, de conseguir que la economía de Brasil volviese a depender de Portugal. Era un sinsentido que mostraba la obcecada negativa de Lisboa a tratar a los brasileños como iguales. Sin contar el desacato y la falta de respeto de los diputados que habían tildado públicamente a Pedro de «desgraciado y miserable rapaz», y hasta de tirano. Otro había llegado a amenazarle con encerrarle entre las cuatro paredes del palacio de Queluz «para instruirle en el oficio de verdadero constitucional». ¿No se habían burlado de la carta que Pedro había enviado a su padre jurándole fidelidad y firmada con su propia sangre? Aquel gesto romántico y pasional, que ciertamente pertenecía a otra época, había provocado la hilaridad de la asamblea. A la luz de tanta prepotencia, tanto Bonifacio como la princesa dejaron de creer en la viabilidad del proyecto de Pedro, que continuaba, fiel a su padre, creyendo en la unión de la nación portuguesa, un concepto parecido a lo que en el siglo xx sería la
Commonwealth
británica, bajo la égida de la monarquía. Un día, Leopoldina desenrolló un mapa de Brasil en el despacho de Pedro:

—Mira, aquí arriba está el Amazonas y aquí abajo el río de La Plata. ¿Quién con un mínimo de sentido común quisiera abandonar una región tan extensa, que se encuentra entre dos ríos gigantescos? Ellos nunca —dijo refiriéndose a los portugueses—. Tendremos que abandonarles nosotros.

Al dejar translucir su simpatía por el movimiento de independencia y por la separación de Brasil, Leopoldina se emancipaba de la influencia espiritual y política de la casa paterna:
«De acuerdo con las noticias que nos llegan desde la madre patria, es posible concluir que su majestad el rey Juan VI está mantenido por las Cortes en prisión cortésmente disimulada
—escribió a su padre—.
Nuestro regreso a Europa se hace imposible visto que el noble espíritu del pueblo brasileño se viene manifestando por todas maneras; sería la mayor ingratitud al pueblo y el más grosero error político abandonarlo en este momento…»

Pedro, Bonifacio y su gobierno reaccionaron a las últimas medidas de las Cortes reclamando el regreso de los diputados brasileños, esos que abucheaba el público. Declararon la guerra a todas las unidades del ejército portugués que estuviesen en suelo brasileño, y solicitaron a las potencias extranjeras tratar directamente los asuntos de Brasil con Río, para lo cual nombraron diplomáticos encargados de mantener esa nueva relación. En un manifiesto al pueblo, Pedro arremetió contra los
«sórdidos intereses»
y la
«lúgubre ambición»
de los que querían
«que los brasileños pagasen hasta el aire que respiraban y la tierra que pisaban»
y contra la mezquina política de Portugal,
«siempre corta de miras, siempre famélica y tiránica».
Denunció que las Cortes quisiesen imponer esclavitud en lugar de libertad, que prefiriesen el yugo colonial a la igualdad fraternal. Y terminaba en tono grave y transcendente:
«El tiempo de engañar a los hombres se acaba.»

Pedro se lo explicó a su padre a su manera:
«Yo, señor, veo las cosas de tal modo, hablando claro, que sólo nos dejan tener relaciones familiares con vuestra majestad».
Más adelante añadía:
«… quiero decir que es un imposible físico y moral que Portugalgobierne Brasil. No soy rebelde, son las circunstancias».
Si con su padre sólo le dejaban mantener relaciones de familia, ¿qué faltaba para la ruptura total, para que Brasil, con su príncipe al frente, asumiese todas las características de una nación independiente y soberana?

50

Sin embargo, la independencia estaba amenazada más por los peligros internos que por los externos. Las provincias de Bahía y de Maranhão al norte, enfrascadas en luchas civiles, escapaban de la órbita de Pedro. «Que no se oiga entre vosotros más que un grito: ¡Unión! Del Amazonas al Plata, que un solo eco retumbe: ¡Independencia!», clamaba Pedro a cada ocasión.

Ahora lo más grave sucedía en São Paulo, cuya junta de gobierno estaba presa de la intransigencia de dos grupos rivales, uno ligado a la familia de José Bonifacio y otro al presidente de la junta local. A petición de los propios paulistas, Pedro aceptó visitar esa tierra para apaciguarla como ya lo había hecho en Minas Gerais. Consciente de que era capital asegurarse la lealtad de una provincia tan importante, y con la idea de instalar un nuevo comandante militar y de organizar elecciones para una nueva junta, decidió marchar al frente de una comitiva tan pequeña como la que llevó a Minas. Leopoldina hubiera querido formar parte del viaje, pero estaba nuevamente embarazada y tenía demasiado reciente en el recuerdo otro viaje, el que había hecho con su hijo enfermo:

—Prefiero que permanezcas aquí en Río como sustituta mía —le sugirió Pedro.

Como prueba de su confianza y estima, publicó un decreto que la autorizaba a tomar todas las medidas necesarias y urgentes para el bien y la salvación del Estado. Leopoldina aceptó resignada, sin sospechar que aquel viaje cambiaría para siempre su vida, la de su marido y la de Brasil.

Pedro recorrió los seiscientos treinta kilómetros que le separaban de São Paulo acompañado de cinco personas, entre las que se encontraba su fiel amigo Chalaza, que le hacía de secretario, recadero y alcahuete a la vez. En cada pueblo y en cada ciudad fueron recibidos con júbilo, porque en los cuatro meses que habían transcurrido desde su viaje a Minas, el prestigio del príncipe había crecido a la par que su leyenda. Siempre que salía de viaje acompañado de un puñado de hombres y con una misión difícil por delante, se acordaba de su infancia, de aquellas pinturas que decoraban el cuarto donde nació en Queluz, que contaban las historias de un caballero llamado don Quijote que también partía en grandes cabalgadas en busca de aventuras que diesen sentido a su vida. ¿Se toparía Pedro con sus propios molinos de viento? Era invierno, hacía fresco y los ríos bajaban crecidos por las lluvias recientes. Los viajeros que desafiaban las tormentas eran escasos. Había sobre todo negros, que se protegían de las lluvias con sus curiosas capas de panoja de arroz. Acompañaban a los carros que transportaban hierros de las forjas de Ipanema y a mulas cargadas de azúcar y café. Las primeras noches durmieron en la vereda de los caminos, auténticos barrizales, bajo un cielo encapotado. Una mañana, llegados a la vera de un río, Pedro, a quien le gustaba cultivar el mito de sus heroicas galopadas, decidió no subir con su caballo a la barcaza que los nativos habían preparado para cruzarlo. En su lugar, espoleó al animal, que se adentró en el agua. Cruzaron a nado, el príncipe agarrado al cuello de su montura ante la mirada atónita de los demás. Llegó empapado a la otra orilla. Como no tenía intención de perder tiempo buscando en su equipaje un pantalón seco, preguntó:

—¿Alguien tiene ropa de mi tamaño?

—¡Yo, señor, yo! —dijo muy solícito un hombre joven.

—¿Me dejas tus pantalones? —le pidió Pedro.

Intimidado, el chico se los quitó y ambos quedaron en calzones mientras se intercambiaron las prendas.

—Dios te proteja, buen hombre —le dijo el príncipe al subirse de nuevo a su caballo.

Y prosiguió el viaje con los pantalones secos, mientras el muchacho se quedó atrás, ajustándose los suyos en un charco, muy honrado por haberle hecho semejante favor al príncipe. Pedro dejaba así claro que nadie debía olvidar que era él quien mandaba, que si necesitaba ropa, caballos o mujeres, tenía derecho a ello, aun a expensas de sus acompañantes. Se había acostumbrado a adquirir caballos describiendo pormenorizadamente las cualidades del animal y esperando, a cambio de tan «real» atención, que el dueño se lo regalase. Muchos se rendían ante su encanto y cedían. Otros no. Como una preciosa mulata con la que se cruzó al llegar a la ciudad de Santos. En un impulso la agarró por la cintura y le plantó un beso en la boca. La chica no se amilanó, le dio una bofetada y salió corriendo. Sin ofenderse, Pedro mandó al Chalaza a que averiguase quién era, y a intentar conseguírsela. Resultó ser una esclava muy apreciada de una conocida familia local, y por mucho que el Chalaza suplicó, ofreció e intentó negociar un precio por aquella belleza, sus dueños se negaron a dejarla marchar. Les traía sin cuidado que hubiera sido un capricho del príncipe. A pesar de considerarse un «liberal», alguien que no se apropiaba de lo que no era suyo, a Pedro le costaba convivir con su contradicción de ser autoritario y tolerante al mismo tiempo, y aún le costaba más aprenderse la lección de que no todo el mundo tenía un precio.

En cada pueblo se iba añadiendo gente a la comitiva, de modo que llegaron a São Paulo más de veinte jinetes, a los que se unió un destacamento de la nueva guardia de honor con uniforme blanco y casco con adorno rojo en la visera. Antes de entrar en la ciudad blanquecina de casas bajas, conventos y campanarios de las iglesias dibujados contra la oscuridad de la noche, Pedro, cuyos espíritu aventurero y audacia no excluían la prudencia, mandó un destacamento para reconocer el terreno. Fundada por los jesuitas, São Paulo debía su nombre al aniversario de la conversión del apóstol Pablo cuya misa se celebró por primera vez en la capilla de la misión.

Los ojeadores volvieron de madrugada para decir que todo estaba tranquilo. De modo que al día siguiente Pedro hizo su entrada triunfal en aquella ciudad compuesta de veintiocho calles y poblada por siete mil habitantes, entre los cuales se contaban siete médicos, tres boticarios, dos abogados, nueve profesores, noventa y dos costureras, veinte zapateros y un barbero. La fama de Pedro como hombre mujeriego era tal, que un coronel, miembro de la junta de gobierno, hijo de un pastor protestante alemán y de una paulista, reunió a sus cinco hijas, cuya fama decía que eran de «rara hermosura», y les dijo: «Mientras su alteza el príncipe regente permanezca en São Paulo, a vuestras mercedes les prohíbo acercarse a las ventanas, y tampoco se abrirán las puertas de mi casa.»

Salvas de artillería y tañidos de campanas saludaron el recorrido de Pedro hasta la iglesia de la Sé donde se cantó un tedeum, seguido del tradicional besamanos en el palacio del gobernador, antiguo convento de los jesuitas cuyos ventanales dominaban una llanura de araucarias y bosquecillos de palmeras. Pedro rechazó la mano a dos hombres que reconoció como instigadores de los problemas en la junta de gobierno, y ambos se eclipsaron rápidamente mientras un concejal hacía un acaramelado discurso llamándole «astro que ilumina nuestro horizonte y que ha venido a disipar para siempre, con sus brillantes rayos, las negras y espesas sombras que lo cubren». Pero se encontró con una situación envenenada por las agrias disputas en el seno del gobierno local. Decidió cortar por lo sano para poner orden: mandó expulsar a los simpatizantes de los masones del gobierno y amenazó con enviar a sus líderes al exilio. Acto seguido, restauró los plenos poderes de los familiares de Bonifacio, a quienes encargó la organización de elecciones. Eran medidas inusualmente tajantes, pero Pedro las justificó por el momento de gran peligro por el que pasaba la nación. Ignoraba que abría así una herida en la comunidad que acabaría por afectar su relación con el mismísimo Bonifacio. Luego, al igual que en Ouro Preto, se dedicó a escuchar quejas, a recibir delegaciones de ciudades del interior que venían a saludarle, a solucionar problemas urgentes y a charlar con todo tipo de gente, incluido el coronel alemán:

—Tengo entendido —le dijo Pedro— que vuestras hijas son auténticas bellezas…

—Oh, no, su alteza está mal informada… —le contestó el coronel—. Son más bien feotas, la gente en São Paulo miente mucho, no creáis lo que os dicen.

Fue el último día cuando ocurrió lo inefable. Pedro estaba sentado en el palacio del ayuntamiento recibiendo el besamanos, cansado de ocuparse de tantos asuntos terrenales, cuando se postró a sus pies una mujer, bien vestida, con un collar de perlas alrededor del cuello y tocada de un sombrero de velillo con una pluma de colores de algún pájaro de la selva. Se presentó como hermana de uno de los oficiales que le había acompañado desde Río. Era hija del coronel Castro Canto y Melo, oriundo de las Azores y, según ella, supuesto amigo de don Juan VI. Estaba como avergonzada, miraba al suelo mientras le hablaba, sin atreverse a alzar la vista:

—Alteza, ayudadme a que se haga justicia, os lo ruego… Mi marido, de quien estoy separada, quiere quitarme a mis hijos… Os pido protección porque ha intentado matarme…

—¿Mataros? —dijo Pedro—. ¡Dios mío! ¿Y cómo?

La mujer balbuceó:

—Con un puñal… Estuve varios días entre la vida y la muerte, señor.

—Por suerte no ha dejado cicatrices en vuestra piel…

Sin levantar la vista, ella respondió:

—Las ha dejado, señor, pero en lugares donde no puedo mostrároslas… aquí.

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