El imperio eres tú (34 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Ya sólo faltaba la sanción del príncipe. Bonifacio apremió al mensajero que aquella misma noche partía para llevar la documentación a Pedro: «Si no revientas una docena de caballos, nunca más serás correo. Así que date mucha prisa.» El hombre, que era oficial del tribunal supremo militar, llevaba también una carta de Leopoldina que contaba los últimos acontecimientos. Se la había leído a Bonifacio para asegurarse de que no cometía error alguno, y el viejo sabio pensó que aquella carta estaba tan bien escrita que podía haber sido redactada por un diplomático experimentado y no por una joven princesa de veintidós años. En tan alta estima la tenía el paulista que confesó a uno de sus amigos: «Amigo mío, ella debería ser él…»

53

El emisario se encontró con Pedro en la carretera de Santos a São Paulo. Después de haber visitado las instalaciones portuarias de la ciudad y haberse entrevistado con familiares de Bonifacio, el príncipe regresaba a São Paulo, acompañado por el mismo grupo que había salido de Río. Llevaba tres días sin ver a Domitila y tenía prisa por volver a tenerla en sus brazos. Había salido al amanecer en una barca que recorrió los canales y riachuelos de los manglares que separaban Santos del puerto fluvial de Cubatão, un pueblacho al pie de la sierra donde le esperaban los caballos ensillados. Sin embargo, tuvieron que retrasar la partida porque Pedro se encontraba mal, presa de unos violentos retortijones. Prefirió esperar a que le preparasen, en una posada de carretera, una infusión de hojas de guayaba, apropiada en casos de diarrea, para proseguir su viaje. Momentáneamente aliviado, subieron el camino zigzagueante de la sierra, entre un denso tráfico de caravanas de mulas que bajaban cargadas de azúcar, aguardiente y tocino, cruzándose con otras que subían vinos portugueses, vidrios y herrajes. Una vez que dejaron atrás la sierra de Cubatão y sus barrancos sobrevolados por buitres, se adentraron en la llanura del Ipiranga, que significa «río rojo» en lengua guaraní. El príncipe había tenido que volver a interrumpir su viaje varias veces debido a sus cólicos, y en esta ocasión pidió a sus acompañantes que le esperasen un poco más adelante, en la orilla del río. Desde su escondite, en cuclillas, vio llegar a un jinete a galope tendido por la llanura. Intuyó que debía ser un emisario de Río y, con los pantalones desabrochados, se levantó y fue a su encuentro. El hombre había recorrido quinientos kilómetros en cinco días, casi sin dormir, y llegó exhausto. Mientras entregaba al príncipe los documentos que llevaba, contaba, entre jadeos, la emoción que había suscitado en la población de Río la noticia de la llegada de un ejército de Lisboa. Contaba que entre los paseantes de la plaza del Rocío, las vendedoras de la rua Direita y los marinos que barberos ambulantes afeitaban en la calle no se hablaba más que de la próxima invasión de los portugueses.

Pedro terminó de abrocharse, se sentó en el suelo y empezó a leer la carta de Bonifacio:
«Señor, la suerte está echada. Venid cuanto antes, y decidíos, porque las medidas a medias de nada sirven, y un momento perdido es una calamidad.»
La carta de Leopoldina era aún más dramática:
«Pedro, Brasil es un volcán. Mi corazón de mujer y de esposa prevé desgracias si nos atenemos a las órdenes enviadas y regresamos a Lisboa. Sabemos bien lo que vienen sufriendo nuestros padres. El rey y la reina de Portugal ya no son reyes, no gobiernan, son gobernados por el despotismo de las Cortes. Pedro, éste es elmomento más importante de vuestra vida. Brasil será en vuestras manos un gran país.»
Y terminaba con una frase que no dejaba dudas sobre la acción que debía tomar:
«Señor, la manzana está madura, ¡cogedla!»

El príncipe arrugó los decretos de las Cortes con un gesto irritado y se quedó un rato en silencio, pensativo. Había hecho todo lo posible para evitar la separación de ambos reinos y ahora percibía la futilidad de todos sus esfuerzos, y la fatalidad de una separación inevitable. Le dolía tomar la decisión. Portugal era su país de nacimiento, de su primera infancia, el caldo primigenio de todo el mundo lusitano que incluía territorios en África y Asia, el lugar donde vivían sus padres y donde estaban enterrados sus antepasados. ¿Cómo podía él, futuro heredero de un imperio que se extendía por cuatro continentes, romper ese vínculo? ¿No era una infamia declarar la separación, que significaba una desobediencia de la que no le disculparían otros monarcas, ni quizá la Historia? Por otra parte, sabía que la situación actual no podía prolongarse más. ¿Valía la pena seguir esperando a que el pueblo de Portugal derribase sus Cortes y obedeciese de nuevo a la figura de su monarca? ¿Y si aquel momento no llegaba nunca? Entonces pensó en las palabras de su padre antes de embarcar de regreso a Lisboa: «Pedro, si Brasil debe separarse, más vale que tomes tú el mando, que has de respetarme, a que caiga en manos de cualquiera de esos aventureros.»

Ya no podía seguir esperando, el tiempo se le había echado encima. Además, ¿de qué servía retrasar aún más una decisión que en el fondo ya estaba tomada desde el día en que desobedeció a las Cortes y a su padre y permaneció en Brasil? Se levantó con un gesto de mal humor, explicó los documentos que había leído al Chalaza, al hermano de Domitila y a los demás que se habían congregado a su alrededor.

—Las Cortes me persiguen —les dijo Pedro—, me llaman «niñato» y «el brasileño». Pues van a ver ahora lo que vale el niñato… ¡No quiero saber nada del gobierno portugués! De ahora en adelante, nuestras relaciones están rotas. Proclamo Brasil, para siempre, separado de Portugal.

El príncipe volvió a montar en su caballo. Ya estaba: había tomado la decisión y era irrevocable. Cuando los oficiales de su guardia de honor se le acercaron, les puso al corriente de la situación. Se quitó el sombrero con lazo azul y blanco, colores decretados por las Cortes como símbolo de la nación portuguesa, y lo tiró al suelo:

—¡Viva la independencia y la libertad de Brasil! —gritó—. ¡Lazos fuera, soldados! A partir de este momento, nuestra divisa será: ¡Independencia o muerte!

Pedro desenvainó la espada como si estuviese en pleno campo de batalla liderando un ataque contra sus enemigos y los de Brasil, contra las Cortes, contra Portugal, contra el resto del mundo. El gesto fue imitado por los militares, mientras los civiles pisoteaban sus sombreros repitiendo la consigna de su príncipe: «¡Independencia o muerte!», «¡Viva la libertad!», «¡Viva el Brasil separado!».

—¡Por mi sangre, por mi honra, por mi Dios, juro conseguir la libertad de Brasil! —gritó Pedro, espoleando su bella yegua y partiendo al galope hacia São Paulo.

—¡Juramos! —respondieron a coro los demás.

En São Paulo, la gran noticia se propagó como la pólvora y la multitud se lanzó a las calles para dar la bienvenida al príncipe y a su escolta. Insensible a las ovaciones de la gente, Pedro se dirigió directamente al antiguo convento de los jesuitas. Pálido, con el ceño fruncido, pensaba en la gravedad del paso que acababa de dar: había arrancado una corona a su padre y acababa de cortar los vínculos seculares que unían Brasil a Portugal siguiendo la estela de México, América central y gran parte de Sudamérica, que ya estaba liberada del yugo europeo. En ese sentido, la Historia estaba de su lado.

Pero lo hecho, hecho estaba. Más valía concentrarse en el momento presente, dar rienda suelta a sus sentimientos. En unas horas, consiguió componer un himno a la independencia cuya melodía venía brotando en su espíritu desde la orilla del Ipiranga. Nada más terminarlo, lo mandó a la orquesta de la ópera local para que lo ensayasen. También le dio nuevos colores a la nueva nación: verde, el color tradicional de los Braganza, y amarillo, en homenaje a su esposa porque era el color principal de la casa de Habsburgo.

A las nueve de la noche se presentó en la sala del teatro de São Paulo, que estaba a rebosar. Desde su palco, pronunció un discurso en el que recapitulaba los acontecimientos de la tarde y repitió su juramento a la independencia. Luego la orquesta tocó el nuevo himno. Fue un momento sobrecogedor, realzado por la magia de la luz de los candelabros colocados entre los palcos y que iluminaban un brazalete de bronce que llevaba alrededor del brazo y sobre el cual un orfebre había grabado la divisa: «Independencia o muerte.» Entre los espectadores, muchos llevaban lazos de color verde y amarillo. Al terminar, uno de ellos lanzó un grito:

—¡Viva el primer rey brasileño!

Pedro se adelantó y se inclinó en señal de aprobación. Entonces todo el teatro explotó en una exclamación unánime: «¡Viva el primer rey brasileño!» Si el viaje a Minas le había hecho tomar conciencia de lo que sentía por Brasil, este viaje a São Paulo le sirvió para terminar de identificarse con su nueva nación.

Dos días después, el príncipe abandonaba São Paulo para regresar a Río. Por mucho que Pedro, al abrazarla por última vez, le prometiese que la separación sería corta y que muy pronto se volverían a ver, Domitila se quedó afligida. Pensó que había arriesgado demasiado. No estaba segura de volverle a ver, y quedarse en ese pueblacho sola, a la merced del qué dirán, no era plato de gusto.

54

Indiferente al agua y al viento que ahora se abatían sobre el litoral con la intensidad desmedida del trópico, Pedro regresó a Río en cinco días, y llegó ocho horas antes que el siguiente hombre, que fue el Chalaza. Cubrir veinte leguas diarias, dadas las dificultades del terreno y las lluvias, era un récord del que se sentía muy orgulloso.

Durante su ausencia, Leopoldina le había reclamado noticias en varias ocasiones:
«Os confieso que ya tengo poca voluntad de escribiros; desde que me dejasteis, no tengo ni una sola línea vuestra
—le había dicho en su penúltima carta—.
Normalmente cuando se ama con ternura a una persona, siempre se hallan momentos y ocasiones de probarle su amistad y amor.»
El problema era que rara vez amaba Pedro «con ternura» a alguien que no fuesen sus hijos. A su manera, y a pesar de sus aventuras y deslices, quería a su mujer. Existía entre ellos una confianza de consortes hecha de vivencias compartidas, de algunos dramas llorados juntos, de esperanzas soñadas y defraudadas, de proyectos comunes como los hijos o la independencia de Brasil, y de una profunda y mutua admiración que iba más allá de sus diferencias. Pero lo que ahora sentía Pedro por Domitila era pasión.

Leopoldina, por muy disgustada que estuviese, no albergaba rencor. La alegría de volverle a ver le hizo olvidar de inmediato su sensación de abandono. A medida que escuchaba los detalles de lo ocurrido a orillas del Ipiranga, su ansiedad dio lugar a un gran alborozo. Pedro había actuado según su consejo: se había atrevido a coger la manzana. Le parecía prodigioso que la hubiera escuchado, y eso bastaba para que se sintiera feliz de nuevo. Cuando Pedro terminó de contarle su odisea, ella corrió a su dormitorio y deshizo unas cintas verdes que estaban cosidas en los cojines traveseros de su cama para trocearlas y repartirlas entre las personas de la corte que asistirían por la noche a la velada de celebración en el Teatro Real.

«Gracias al celo de un príncipe y a la perseverancia de una joven madre —escribió un cronista francés— Brasil se encontraba elevado, casi sin perturbación, a la dignidad y a la categoría de nación.» Pero ¿qué tipo de nación? ¿Un país en guerra con la madre patria? ¿Un Brasil independiente de una sola pieza? ¿Una federación de naciones? Nadie se atrevía a hacer conjeturas, o a predecir la evolución de la situación. Bonifacio, inquieto, se presentó en San Cristóbal para hablar con Pedro. Era consciente de que la única posibilidad de asentar y preservar la nueva nación era contar con una fuerza naval capaz de resistir los anunciados ataques portugueses.

—Tenemos que aprender la lección de los estadounidenses —le dijo—. Una de las primeras decisiones del Congreso fue ordenar la construcción de trece barcos de guerra con poder suficiente para enfrentarse a la poderosa marina británica… Tanto para ellos como para nosotros, el dominio de los mares es crucial para afianzar la independencia.

—Apenas tenemos barcos ni tampoco buenos marinos… —se lamentaba Pedro—. Vamos a necesitar emplear muchos extranjeros.

—Hay que empezar por el principio, por conseguir un buen jefe. He indagado entre nuestros amigos diplomáticos y el marqués de Barbacena en Londres no ha dudado un segundo en mencionar a lord Cochrane.

—¡Lord Cochrane! —repitió Pedro con una expresión de asombro. ¡El lobo de los mares!

Así había apodado Napoleón al almirante y mercenario escocés, después de comprobar el miedo cerval que la sola mención de su nombre provocaba en los oficiales de marina franceses. Al lord se le conocía por su audacia ilimitada, que le permitía capturar cargueros o buques de guerra con una capacidad de fuego muy superior a la suya.

—Está expulsando, en nombre de la libertad, a los españoles de Chile y de Perú. Lo que hace allí lo puede hacer con nosotros aquí. Necesito vuestro apoyo incondicional para intentar contratarlo.

—Sé de él por Hogendorp, que lo admira mucho —contó Pedro—. Dice que no sólo es el mejor comandante británico, sino el mejor jefe de todas las fuerzas navales del mundo.

—Y el más codicioso. Es de los que siempre piensan que nunca reciben lo que merecen, a pesar de lo rico que es. ¿Sabéis cuánto ha conseguido de un solo navío capturado en las Azores?

Pedro alzó los hombros. Bonifacio continuó:

—¡Trescientos sesenta mil dólares de plata!

—¿De un solo buque?

Bonifacio asintió y continuó:

—Aun así, me han llegado informaciones de que se quiere ir de Chile porque dice que no le pagan bastante.

—¿Qué le podemos dar nosotros que no le den los chilenos?

—Para incitarle, mi idea es que nuestro gobierno publique un decreto según el cual todas las capturas de cargamento tomadas en combate sean propiedad de quien las capture. Es un primer paso. Necesito vuestra aprobación.

—La tenéis, Bonifacio —dijo Pedro, antes de responder la llamada de un edecán que le recordaba que iba a llegar tarde a la función.

Como siempre, el Teatro Real fue el escenario de un momento histórico. Cuando Pedro se asomó en su palco, la gente, desatada como nunca antes, hizo ondear banderines de color verde, mientras daban palmas al unísono y lanzaban los «vivas» más exaltados. La orquesta tocaba el himno que el príncipe había compuesto para la coronación musical de su imperio. Fue al término de esa entusiasta velada cuando se escuchó por primera vez el grito de «¡Viva el emperador!». La idea de coronarle emperador surgió entre los masones. Parecía que la noción de «imperio» cuadraba mejor con un país tan enorme cuyas fronteras occidentales ni siquiera eran todavía conocidas. Pedro la aceptó con gusto, primero por vanidad, segundo porque el título de rey recordaba demasiado a su padre, y luego porque pensaba que la idea de un imperio podría galvanizar a sus compatriotas para evitar que el país se desmembrase. No olvidaba lo que su padre siempre le había repetido desde pequeño: «Recuérdalo siempre, hijo mío querido: la unidad de la patria. Para eso estamos los reyes…» Quizá la noción misma de «imperio» serviría para conseguir una nación más homogénea y unida.

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