El imperio eres tú (35 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

El concepto de «emperador» también le seducía porque implicaba un amplio reconocimiento popular. A un emperador se le elegía. Su posición no era estrictamente hereditaria como la de un rey. Un emperador debía contar con un amplio consenso que los masones se comprometían a obtener, a través de su poderosa organización, consiguiendo que los municipios de Brasil enviasen a Río peticiones de adhesión. Sólo si se conseguían muchas peticiones firmadas, tendría sentido elevarle a categoría de emperador.

Pedro aceptó el envite porque estaba seguro de su popularidad. Secretamente, se regocijaba pensando en la reacción de las Cortes de Lisboa si al «niñato», al «brasileñito» como le llamaban, le hacían emperador. ¿Qué mejor revancha que ésa? Un emperador de un país tan gigantesco como Brasil sería ciertamente más importante, a ojos del mundo, que el rey de un pequeño país como Portugal. Estaba a punto de sobrepasar a su padre, lo que le producía sentimientos encontrados, una mezcla de pena porque de verdad quería al viejo rey Juan VI, y orgullo porque estaba consiguiendo lo que nadie se hubiera atrevido a vaticinar cuando era más joven. Todo aquello le confirmaba que el camino elegido hasta ahora —más a base de impulsos e intuiciones que de reflexión y análisis lúcido— era el adecuado.
«Si su majestad estuviese aquí
—escribió a su padre
— sería respetado y querido y vería cómo el pueblo brasileño, sabiendo apreciar su libertad e independencia, está empeñado en respetar la autoridad real, porque no se trata de unabanda de revolucionarios y asesinos como los que le tienen a su majestad en el más ignominioso cautiverio.»
Acto seguido, preparó un manifiesto para anunciar a los portugueses que Brasil «ya no era parte integrante de la monarquía portuguesa». Los decretos ya no llevaban el sello «Reino Unido», sino simplemente: «Reino de Brasil».

Aunque existía un gran desfase temporal debido a la tardanza de las noticias en cruzar el Atlántico, el comportamiento del príncipe heredero levantaba ampollas en Portugal. El rey, forzosamente, tenía que aparentar que estaba disgustado con su hijo, pero la reina Carlota, mucho más explícita, expresaba su descontento sin reserva alguna.

—¡Es un ambicioso desmedido! —decía de Pedro—. ¡Sin juicio propio ni respeto a sus padres! Y todo por tu culpa…

El rey la miraba con sus ojos caídos bien abiertos, mientras ella se ensañaba:

—¡Tienes la culpa de haber descuidado su educación y de que ahora nos dé tantos disgustos!

—¿Cómo puedes decir semejante falacia? A ese chico le ha faltado toda la vida una madre, sólo has tenido ojos para Miguel, y bien lo sabes…

—De Miguel he hecho un hombre de bien… ¡De Pedro has hecho un rufián!

El rey optó por no echar más leña al fuego. Prefería pensar que su hijo le era leal, que si había actuado de aquella forma había sido empujado por las circunstancias, tal y como él mismo había vaticinado. Miró para otro lado mientras Carlota daba rienda suelta a sus críticas contra las malas compañías de Pedro, «como ese holandés Hogendorp, nada menos que ayudante de campo de Napoleón, ¡y el gamberro del Chalaza!… ¡Vaya amigos!».

A pesar de que todavía no sabían que la independencia había sido proclamada, las Cortes, irritadas por la desobediencia desafiante de Pedro, forzaron al rey a que aboliese por decreto real la conmemoración del cumpleaños del príncipe heredero. El rey lo acató con pesar, forzado por las circunstancias y por el ambiente que había propiciado su mujer. En la carta que escribió a Pedro para contarle lo sucedido le aconsejó:
«Acuérdate de que eres un príncipe y que tus escritos son vistos por todo el mundo. Debes tener cautela, no sólo con lo que dices, sino con el modo de explicarlo…»
Era la carta de un padre prudente que deseaba proteger a su hijo.

Pero Pedro no podía seguir el consejo de su padre de moderar el lenguaje. Para legitimar su ruptura con Portugal, y de algún modo con su rey, su táctica consistía en insistir sobre la situación de virtual cautiverio en la que su padre se encontraba:
«No tengo otro modo de escribir
—le respondió, antes de añadir—.
Tomando a Dios y al mundo entero por testigo, digo a esa camarilla sanguinaria que yo, como príncipe de Brasil y su defensor perpetuo, declaro todos los decretos pretéritos de esas facciosas, maquiavélicas, desorganizadas y hediondas Cortes que hicieron para Brasil, nulos y sin efecto.»
Se vengaba así de todos los desaires y desprecios de los que había sido víctima. Por una parte sabía que ponía a su padre en un aprieto, en una situación difícil, por otra justificaba así sus acciones y les daba legitimidad.

De modo que el 12 de octubre, «con el fin de dar una lección de moral pública a los pueblos», como especificaron los parlamentarios portugueses, no hubo en Lisboa ni gran gala ni ceremonia de besamanos para celebrar el cumpleaños de Pedro. Los diputados no podían sospechar que en Río, ése era el día elegido para proclamar a don Pedro emperador.

55

La elección de una fecha tan próxima y significativa la habían hecho los masones porque les parecía importante hacer intervenir cuanto antes a la soberanía popular, para que el emperador no subiese al trono por el principio exclusivo del derecho divino. A tal efecto, le pidieron que hiciese el juramento bajo una Constitución que se estaba elaborando, y que estaría lista al año siguiente. Aquello le sonaba a Pedro a cantinela familiar: de nuevo le pedían jurar una Constitución que no existía. Implícitamente, también le pedían que reconociese la supremacía del cuerpo legislativo que saldría elegido. Y aquello no le apetecía mucho. Era liberal, pero le gustaba mandar.

Los masones insistieron tanto para que Pedro jurase la Constitución, o por lo menos, que se comprometiese a someterse a la futura asamblea, que Leopoldina, viendo que su marido podía claudicar, pidió ayuda a Bonifacio. Bastante delito era, de cara a la Santa Alianza, que Pedro se arrogase, sin autorización expresa de su padre, la corona del Reino de Brasil, como para que encima acabase despojado de su poder por una «futura asamblea».

—Pedro ha herido de lleno el principio de legitimidad monárquica al aceptar ser emperador sin contar con la bendición de su padre —le recordó Leopoldina, azorada—. Ya de por sí eso es un…, ¿cómo decir?, un «pecado» para la Santa Alianza. Así me lo ha recordado el embajador Mareschal.

—Sin embargo, la legitimidad la da el pueblo aclamándole emperador —replicó Bonifacio.

—¡Si mi padre le oyese! —contestó riéndose—. Para la Santa Alianza, no cuenta la voluntad del pueblo… Lo único que he hecho para disminuir el peso de ese «delito político» de cara a mi padre es fingir que Pedro ha sido obligado a ceder, que lo ha hecho a disgusto ante las exigencias de una oposición muy poderosa. Pero si ahora cede el poder a la asamblea, quedará como un revolucionario que ha traicionado su lealtad a la monarquía…

—Lo que pasa es que los masones lo quieren controlar como una marioneta.

—Veo a Pedro tan ilusionado con ser emperador, que es capaz de aceptar cualquier atadura de la que luego no podrá liberarse.

—No os preocupéis, alteza. No pienso dejar que eso ocurra.

Pero Pedro tenía las ideas más claras de lo que a veces parecía. Para mantener su propia independencia en el juego de la política local, se apoyaba a la vez sobre Bonifacio y sobre sus adversarios. El viejo científico estaba a favor de un gobierno representativo, formado por diputados elegidos por un tiempo limitado. Para él, el emperador debía representar el interés continuo de la nación, el nexo entre el pasado y el futuro. Y además no debía ser un mero símbolo del país, sino que debía participar activamente en el gobierno, con un poder igual al de la asamblea legislativa. Su visión correspondía también a su ideal de abolir la esclavitud para comprometer a Brasil en la vía de importantes reformas económicas y sociales. Para conseguir su sueño, el de un Brasil libre de esclavos, Bonifacio necesitaba la figura de un emperador fuerte capaz de contrarrestar a los miembros de la futura asamblea, que se opondrían ferozmente a la abolición de la esclavitud, ya que la consideraban clave para la actividad económica. Sus adversarios, que eran legión en Río porque le achacaban una personalidad demasiado dominante, y en concreto los masones, estaban a favor de la supremacía parlamentaria sin que el monarca —rey o emperador— tuviese tanto poder. Bonifacio aconsejó a Pedro lo siguiente:

—No os metáis por ese camino embarrado que puede llevaros a la misma situación en la que se encuentra vuestro padre, que depende de la voluntad de una asamblea contraria a la monarquía…

—Voy a esperar a que lleguen los resultados de las peticiones que los masones han solicitado —contestó Pedro—. Entonces veremos…

Tres días antes de su proclamación, al darse cuenta de que el apoyo que recibía de los municipios era abrumador, Pedro hizo saber que ni él ni Bonifacio iban a jurar una Constitución inexistente:

—Y tampoco quiero que la mencione en su discurso de aclamación —exigió Pedro al líder de los masones.

En una acalorada reunión que mantuvo con ellos más tarde, Bonifacio, siguiendo los consejos de Leopoldina y en su calidad de jefe de gobierno, acabó amenazando al líder masón:

—Si persistís en oponeros a los deseos de don Pedro, os mandaré encerrar en la cárcel. —Y luego añadió—: Hoy mismo.

La amenaza surtió un efecto inmediato: el masón se tiró a los pies del príncipe. Quedaba claro que Pedro, en el cénit de su gloria, era quien mandaba.

Ésa era la voluntad del pueblo. Desde que había vuelto de São Paulo, allá donde acudía era recibido como un héroe. Ya no podía pasear tranquilamente del brazo de Leopoldina, porque el pueblo les interrumpía el paso apiñándose a su alrededor, agitando pañuelos y lanzando vivas. Consciente del papel que le tocaba representar, no se andaba con remilgos a la hora de hacer valer su punto de vista. La inteligencia y la desenvoltura de Bonifacio eran excelentes aliados, pero no quería dejarse controlar ni siquiera por el científico. Ahora había tenido que apoyarse en él, en el futuro quizá lo haría en los masones… Lo que estaba claro en su espíritu era que no se dejaría dominar. Su don de mando que le hacía dirigirse a los militares de mayor graduación en un tono seco e imperativo y su cariz marcadamente autoritario contrastaban con sus principios liberales. Sin embargo, era una contradicción que le ayudaba a hacerse respetar, a dejar patente que él era el primero, el único jefe de la nación que se estaba emancipando.

A pesar del chaparrón, el 12 de octubre, día de su vigésimo cuarto cumpleaños, una ingente multitud invadió la vasta explanada del Campo de Santana, la antigua plaza donde la primavera anterior los brasileños se habían atrincherado para desafiar a las tropas del general Avilez, para aclamar al nuevo emperador. Seis mil soldados, formados en filas apretadas, montaban guardia frente al palacete del vizconde de Rio Branco, acondicionado para la circunstancia. Pedro y Leopoldina llegaron en una berlina escoltada por seis criados de librea verde y oro que incluían un indio, dos mulatos, un negro y dos blancos. Cuando Pedro apareció en el balcón, entre su mujer y el presidente del Senado, fue recibido por una estruendosa ovación que se inflamó aún más cuando un guardia hizo ondear la bandera nacional con las armas del imperio. A causa del fragor de la tormenta que se abatía furiosamente sobre la ciudad, apenas se oyó el discurso de Clemente y tampoco la respuesta del monarca, aceptando el título de emperador. La gente adivinó que el acto había terminado cuando oyeron disparos de fusil y ciento un cañonazos, a los que se sumaron salvas de los barcos ingleses y franceses fondeados en el puerto. La tierra temblaba con el tronar de rayos y cañonazos cuyo eco magnificaban las montañas de los alrededores. Y la gente gritaba: «¡Salve don Pedro, emperador de Brasil!» A partir de ese día, la plaza pasó a llamarse plaza de la Aclamación.

Pedro y Leopoldina echaron de menos la presencia de su viejo amigo, el general Hogendorp, que no había podido acudir a la celebración porque decían que se encontraba enfermo. El viejo general nunca había llegado a cobrar los cien mil francos de herencia que le había dejado Napoleón y, sabiendo que le faltaba dinero hasta para comprar pan, Pedro y Leopoldina le mandaban con regularidad algo de dinero, víveres y medicinas. Pedro quería verle para pedirle consejo sobre la idoneidad de contratar a Cochrane. La situación del nuevo imperio era muy volátil: soldados portugueses seguían atrincherados en Salvador de Bahía, esperando la llegada de los refuerzos prometidos por Lisboa. Estaba claro que se disponían a resistir lo máximo posible para luego intentar reconquistar el resto del territorio considerado rebelde. Últimamente circulaban rumores de que la guarnición portuguesa de Montevideo iba a ser trasladada a Bahía para reforzar la defensa de la ciudad. Además, las distantes provincias de Pará y Maranhão habían hecho oídos sordos al grito de Ipiranga y acababan de declarar su apoyo a las Cortes de Lisboa. ¿Qué haría Hogendorp en su lugar? ¿Qué haría con una nueva nación que disponía sólo de ocho buques de guerra y de ciento sesenta oficiales de marina, casi todos portugueses, cuya lealtad era cuestionable?

56

Pedro fue a visitarle acompañado de Leopoldina que, aunque estaba embarazada, todavía podía montar a caballo. Además de contar con su valiosa experiencia, querían invitarle a la ceremonia, más importante todavía, de entronización del emperador. Una ceremonia religiosa en la que los símbolos de la realeza, que se suponía emanaba de Dios, le serían entregados por representantes de la iglesia. Brasil nunca había conocido semejante celebración, y la población de Río, ajena a los rumores de guerra, estaba volcada en las preparaciones. Bordadoras, costureras, sastres y orfebres trabajaban a destajo, mientras de las provincias llegaban destacamentos de milicias locales, así como representantes de la aristocracia de los terratenientes.

Cuando Pedro y Leopoldina llegaron a la altura de la casa de Hogendorp, a los pies del Corcovado, allí donde hacía tiempo iban a escuchar la epopeya de otro emperador, encontraron las ventanas y las puertas cerradas. Ataron sus caballos a la rama de un árbol y empujaron la puerta principal, que se abrió con el agudo chirrido de sus goznes. Tendido sobre la mesa alrededor de la cual se habían reunido tantas veces para beber su aguardiente de naranja se encontraba el cuerpo del general, cubierto completamente por una sábana blanca. Su fiel ex esclavo Simba estaba sentado en el suelo, en la penumbra de un rincón, velando al amo que le había devuelto la libertad y había querido dejarle la herencia.

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