El imperio eres tú (39 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Pero si el emperador y su ministro estaban básicamente de acuerdo sobre la teoría constitucional y en su posición contra la esclavitud, lo que empezó a distanciarles fue el comportamiento demasiado autoritario, y hasta despótico, de los hermanos del científico. Curiosamente, Antonio Carlos, el tercero y el más patriótico, propuso un proyecto de ley para deportar a todos los nacidos en Portugal sospechosos de no apoyar la independencia. A Pedro aquella medida le pareció desproporcionada y contraria a los intereses del país, que no podía prescindir de comerciantes y profesionales de todo tipo, independientemente de su nacionalidad. Aborrecía el fanatismo, el dogmatismo de los hermanos, sobre todo del más joven. Le llegaban quejas constantes sobre la manera que los Bonifacio tenían de lidiar con sus adversarios. Gran parte de esas informaciones se las había transmitido Domitila, que en São Paulo había sido manipulada por las facciones en lucha por el poder local —los partidarios de los Bonifacio de una parte y los masones y republicanos de otra—, felices de haber encontrado en ella una palanca para influir sobre el emperador. Ella le contó cómo los hermanos de su ministro principal perseguían a sus oponentes políticos, encarcelándolos, enviándolos al exilio, sometiéndoles a investigaciones sobre sus bienes, haciéndoles la vida imposible.

Pedro reaccionó declarando en la Asamblea la conveniencia de decretar una ley de amnistía general. Confesó que las medidas que había tomado en São Paulo contra la junta de gobierno local —contra los adversarios de Bonifacio— habían sido demasiado duras, aunque se justificó diciendo que habían sido necesarias en aquel momento, pero no ahora. Los Bonifacio protestaron. El propio José intentó persuadirle de no promulgar esa ley que socavaría su propia autoridad, pero Pedro hizo oídos sordos y siguió adelante. Entonces Antonio Carlos, temeroso de que los hermanos perdiesen la base de su poder, espoleó a sus aliados en la Asamblea para derrotar el proyecto de ley el día de la votación, lo que consiguió por un estrecho margen de votos. Pedro estaba contrariado. Sin embargo, la verdadera víctima de ese pulso no fue el proyecto de ley, sino la amistad que le unía a su ministro principal.

61

Con tres fragatas, dos corbetas, cuatro bergantines y el
Pedro I
que sumaban, en conjunto, doscientos treinta cañones, lord Thomas Cochrane se enfrentó a una flota tres veces mayor compuesta por catorce navíos con trescientos ochenta cañones. A punto estuvo el lobo de los mares de ser capturado en la primera escaramuza, cuando se propuso abrir una brecha en el orden de batalla de los portugueses. Cruzó la línea enemiga y abrió fuego contra las fragatas pero le falló la retaguardia: sus otros navíos no siguieron sus señales, de modo que se encontró solo, rodeado de los barcos del general Madeira. En ese momento se dio cuenta de que la tripulación que llevaba no estaba a la altura de las circunstancias:

—Damn!
¡Cómo puedo ganar esta guerra si me llenan los barcos con todos los vagos y maleantes de la ciudad! —se lamentaba.

El problema no eran los vagabundos, sino los marinos portugueses que se habían amotinado en dos de las fragatas que debían cubrirle. Se negaron a entrar en combate declarando que «los portugueses no combatían a portugueses». Hasta en el propio navío de Cochrane se produjeron actos de sabotaje, entre los que destacó la desaparición de las llaves de unos depósitos de pólvora. Por si fuera poco, los cañones funcionaban mal y la calidad de la pólvora era tan pésima que los proyectiles apenas alcanzaban la mitad de su recorrido.

Cochrane dio orden de retirada y consiguió escabullirse. Su primera ofensiva se había saldado con un rotundo fracaso y se dio cuenta de que necesitaba replantearse la estrategia. Empleó el tiempo necesario para sustituir la tripulación portuguesa por mercenarios ingleses y por nuevos reclutas brasileños, al tiempo que mejoraba el armamento de sus buques con munición importada de Europa. Luego esperó a que el ejército brasileño rodease por tierra la ciudad. Él se encargaría de hacerlo por mar. Empezaba, así, el sitio de Bahía.

Mientras, en Río, José Bonifacio acabó enfrentándose en la Asamblea a los poderosos intereses de los terratenientes cuando presentó su tratado para la eliminación progresiva de la esclavitud. Había pensado que, una vez garantizado el poder del emperador, podía dedicarse a transformar la estructura social del país, pero se topó con la oposición de la aristocracia rural, que no podía permitirse sabotear el fundamento mismo de su economía. Las quejas contra el primer ministro se acumularon en la persona del emperador, pero Pedro hubiera estado dispuesto a defenderle si Bonifacio se hubiera abstenido de hacer comentarios sobre el escándalo soterrado que sacudía la vida social de Río:

—Deberíais desistir de las relaciones que mantenéis con esa mujer casada —le sugirió el viejo científico con su franqueza habitual.

Al principio, Bonifacio había creído que se trataba de una aventura más del díscolo emperador, pero a medida que pasaba el tiempo, se daba cuenta de que la pasión no remitía. Lo peor fue enterarse de que sus adversarios políticos frecuentaban la casa de Domitila. Poderosos terratenientes, ricos mercaderes, militares, negreros, personajes cuyos intereses dependían directa o indirectamente del comercio y la explotación de esclavos, se hicieron visitantes asiduos de la amante del emperador, quien les ofrecía un té o un jugo de guayaba o de mango en la veranda, mientras escuchaba sus reproches hacia Bonifacio y les reía las gracias gozando de su recién adquirida relevancia.

A estas alturas, Domitila se había convencido de que mientras José Bonifacio y sus hermanos estuviesen en el gobierno, ella estaría en un lejano segundo plano. Sería «la amante», la segundona, flor de un día… Y ella necesitaba seguridad, no sólo por el hijo que llevaba dentro, sino porque le daba pánico pensar que podría volver a encontrarse en la situación de la que Pedro la había rescatado. Necesitaba hacerse imprescindible, estar en primera fila. Para ello, debía luchar por lo que consideraba suyo, nada menos que el alma del mismísimo emperador (el cuerpo lo disfrutaba ya casi todas las noches). Y lo hacía espoleando su amor propio: «¿Quién es al final el monarca, el jefe? ¿Quién manda…, Bonifacio o tú?», le preguntaba a sabiendas de que Pedro detestaba ser percibido como un títere, como un ser blando incapaz de tener su propio criterio. Poco a poco, esa labor de zapa fue haciendo mella en él y llegó a cambiar la percepción que el emperador tenía de su ministro principal, a quien no perdonaba haber tratado a su amante de Mesalina, la que fuera tercera esposa del emperador Claudio, famosa por su belleza y sus constantes infidelidades.

El eco de esa conspiración constante llegaba a oídos del viejo científico, quien, aparte del problema político, tenía otro personal. Se encontraba en una posición muy incómoda: estaba entre la espada y la pared, desgarrado entre su lealtad a Pedro y su amistad con Leopoldina. No quería ser cómplice de unos escarceos amorosos susceptibles de zaherir el alma pura de su amiga la emperatriz. Se negaba a ser cómplice del engaño a esa mujer que siempre le había mostrado afecto y se había comportado con una dignidad y coraje ejemplares en los momentos difíciles. Así que escogió el ataque como táctica para defenderse: «Estáis manteniendo una relación indecorosa e indecente», le soltó de nuevo al emperador, quien acusó el golpe sin contestar.

¿Sospechaba algo Leopoldina? Hacía tiempo que sabía que su marido era un donjuán, ya lo tenía asumido. No le creía capaz de enamorarse ni de mantener una relación duradera en el tiempo. Lo sabía inconstante, caprichoso y voluble. Por eso, no prestó demasiada atención a la reacción azorada de Pedro cuando ella entró en su despacho y le sorprendió escribiendo una carta a la luz de un candil. Él balbuceó y tapó el papel con su brazo para que ella no pudiera leer el nombre de su destinataria:
«Me dijo que le dio pena saber que tenías el mal de Lázaro…
—decía aquella carta—.
Lo bueno es que ahora, cuando yo salga de día, nunca va a sospechar de nuestro santo amor, y le hablaré de otras mujeres, mencionaré otros nombres para que ella desconfíe de las otras y nosotros podamos vivir tranquilos a la sombra de nuestro sabroso amor.»
Cuando se quedó solo, añadió una postdata:
«La emperatriz apareció por sorpresa y casi me pilla, pero tus oraciones me han salvado.»
Escribía a Domitila para consolarla. Acababa de dar a luz, pero el bebé había muerto a los pocos días. Pedro quería compartir con ella el dolor, que no se sintiese sola ante el infortunio. La muerte de un hijo, fuese legítimo o natural, le sacudía, le hundía en la depresión, le llevaba a cuestionarse el sentido de la vida, la razón misma de ser.

Si Leopoldina sospechó algo aquel día, lo olvidó pronto. En el fondo, no quería saberlo. Aunque no era inmune a las evidencias y a los rumores, inconscientemente los rechazaba. A ello la ayudaba el hecho de que estuvieran haciendo la misma vida de siempre. Desayunaban juntos y, si los embarazos se lo permitían, salían de paseo a caballo, ya fuese a las cuadras a admirar los purasangres de Pomerania que había encargado para su marido, a pasar revista a los esclavos interesándose por su salud y sus familias, o a supervisar las obras de rehabilitación del jardín botánico. Al regresar, él se encerraba con sus ministros hasta la hora del almuerzo. Luego ella velaba por la sagrada siesta, que no debía ser interrumpida bajo riesgo de provocar la ira imperial. Salían mucho al teatro, y ella casi siempre le acompañaba. Todos los viernes a las nueve de la mañana iba con su marido a la audiencia en San Cristóbal. Como se hacía en las Cortes de la India, gente de toda clase y condición, incluso hombres descalzos o vestidos en harapos, hacían fila frente a la puerta principal e iban pasando a una sala donde Pedro y Leopoldina, sentados tras una mesa, examinaban las peticiones por escrito o las escuchaban de viva voz procurando dar a los peticionarios una solución provisoria.

Pedro le pedía consejo en casi todos los asuntos de gobierno. La tenía muy al corriente de su actividad y consultaba con ella sobre temas candentes, sobre todo el problema del reconocimiento internacional de Brasil, que era lo que más les preocupaba. En ese sentido, Leopoldina no se sentía abandonada. En el terreno sexual, aunque se sabía menos deseada que antes, lo que le parecía normal debido a los estragos que el clima, los embarazos y la edad producían sobre su cuerpo, todos los años se quedaba embarazada, con una regularidad pasmosa. Sobre todo, veía que él seguía estando muy pendiente de los niños, les hacía mimos, los cuidaba, les prestaba atención y jugaba con ellos. Por las noches, si no estaba con Domitila, les leía un cuento en la cama o les contaba historias de sus cacerías por la selva. Pedro insistía en programar los estudios de su primogénita Maria da Gloria e incluso asistía a las clases de francés que le impartía un cura marsellés. Estaba deseando que Maria Graham regresara de Inglaterra para que su hija empezara con el inglés. Luego, si algún niño caía enfermo, él mismo le administraba las medicinas, ya fuesen vomitorios o purgantes, ungüentos o tisanas. Era un padrazo, lo que compensaba el hecho de que también fuera un pésimo marido.

Lo que no sabía Leopoldina era que el sentimiento paterno de su marido no se limitaba a sus hijos legítimos. Cuando nació el hijo de Maria Benedicta, Pedro quiso asistir al bautizo, lo que levantó sospechas entre los cortesanos, y hasta en el marido de ella, de que por las venas de aquel pequeño circulaba la sangre azul de los Braganza. Ya no le interesaba Maria Benedicta como amante; había cumplido con su papel de «sustituta» y ahora estaba volcada en las tareas de ser madre, pero él insistió en ver al niño y hasta sugirió el nombre de Rodrigo, que al final fue el escogido. En su conciencia llevaba un peso demasiado grande por la cantidad de niños que había engendrado con mujeres de las que no recordaba ni el nombre ni los rasgos del rostro como para despreocuparse de los que tenía con mujeres de su entorno. Pensaba que Dios, con quien se entendía directamente, no se lo perdonaría. Al principio, a Domitila no se le pasó por la cabeza el hecho de que el hijo de su hermana pudiese ser de Pedro. Aún lo veía todo a través del prisma sofocante de su propio dolor, que la solícita atención de su amante ayudaba a mitigar. A medida que su cuerpo volvía a recuperar sus formas, el renovado ardor amoroso de Pedro, con las alegrías del sexo, le hizo pasar página y dirigir su mirada hacia el futuro. Un futuro que llegó pronto al quedar embarazada de nuevo. Esta vez nadie dudaba de quién era el padre. Si la gente que la cortejaba, cada día más numerosa, disimulaba y no hacía preguntas, sus enemigos, a veces invisibles porque ni siquiera la conocían, daban rienda suelta a la maledicencia. Su cercanía al poder creaba envidias y rencores. ¿Quién era esa provinciana que se había adueñado del corazón del emperador? ¿De dónde había salido? ¿Cómo era? ¿Qué cualidades especiales tendría?, se preguntaban las cortesanas de lengua viperina. Algunos rumores llegaron a asegurar, incluso, que había embrujado a Pedro dándole un brebaje especial. Aunque él se había esforzado en mantener su idilio con cierta discreción, no se hablaba de otra cosa en los salones de la nobleza y en los garitos del pueblo.

El propio ex marido de Domitila quiso sacar partido de la situación. Hacía tiempo que Felicio había renunciado a mostrarse celoso, y a pesar de haber aceptado un puesto de administrador en una finca del emperador, le dio por mandar cartas a su ex mujer exigiéndole favores. Domitila enseñó a Pedro una de ellas en las que Felicio insinuaba un chantaje si no accedía a su petición.

—Ahora mismo voy a dar una lección a ese hijo de puta —dijo el emperador.

Dio orden de que ensillasen su caballo y partió a galope tendido hasta la finca Santa Cruz sin importarle la oscuridad ni el chaparrón que empezó a caer en ese momento. Tardó varias horas en recorrer sesenta kilómetros y llegó de madrugada a la casa donde vivía Felicio, situada en medio de una plantación de café. Los esclavos estaban estupefactos ante semejante aparición a esas horas tan intempestivas.

—Id a buscar al encargado —les ordenó.

Felicio salió en pantalones y sin camisa, con los tirantes directamente sobre la piel. Abrió mucho los ojos como para cerciorarse de que lo que estaba viendo era real y no una pesadilla. Se quedó lívido al ver que Pedro blandía la nota que él había enviado a Domitila.

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