El imperio eres tú (36 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

—Murió al amanecer —les dijo—. Llevaba muchos días con fiebre…

Leopoldina estaba impresionada. No había ningún ruido, como si la selva que había a su alrededor se hubiera unido al duelo. Pedro, lívido, se quedó plantado junto al cuerpo, recordando los buenos momentos que habían pasado juntos. ¡Cómo le echaba de menos en estos tiempos tan cruciales!

Luego Simba, con un gesto abrupto que interrumpió la quietud del momento, levantó de golpe el sudario y dejó al descubierto el torso del general. Leopoldina y Pedro se sobresaltaron. Excepto el cuello y la cara, todo el cuerpo que yacía sobre aquella mesa estaba tatuado; no quedaba un solo centímetro cuadrado de piel sin un dibujo.

—¡Dios mío! —exclamó Pedro.

Eran tatuajes javaneses, que aludían a aves extrañas, diosas y dioses envueltos en la maraña de una vegetación tropical con anchas hojas verde claro, flores color malva, lianas y arboles, pájaros y animales míticos que venían de otro mundo. Un espectáculo diseñado y ejecutado por los indígenas de Java. Pedro volvió a pensar en las palabras del general: «La patria es donde está el corazón.» La de Hogendorp, desde luego, era Java, allá donde había vivido los años más felices de su vida, esa patria que llevaba puesta en la piel como un vestido, íntimo y lujoso, al abrigo de las miradas indiscretas. Pedro no pudo evitar pensar en sí mismo. También él tenía ahora una patria nueva de la que era el «defensor perpetuo». Una patria que olía a tierra húmeda y a vegetación tropical, poblada por individuos de todas las razas, pero frágil y amenazada.

—Voy a organizar funerales dignos de vuestro pasado… —prometió solemnemente Pedro al cuerpo yaciente, mientras Leopoldina disponía alrededor de la mesa unas flores que había arrancado a la selva.

Al final, Pedro no pudo darle a su amigo la despedida que hubiera deseado porque en el último momento, cuando los funerales estaban ya listos, los sacerdotes cayeron en la cuenta de que no era católico. De modo que fue enterrado en el cementerio protestante, en una ceremonia sencilla a la que asistió un puñado de fieles, entre los que se encontraban Pedro y Leopoldina, quienes consiguieron un hueco en la apretada agenda que tenían aquellos días previos a la coronación.

El primero de diciembre de 1822, un día soleado, tuvo lugar la ceremonia más singular de todas las que se habían celebrado en Brasil desde el principio de su historia. Fue concebida por un grupo de cuatro personas encabezado por José Bonifacio y con la participación de fray Antonio de Arrábida, antiguo tutor de Pedro. Ambos decidieron que la lengua empleada sería el latín, y que el ritual se basaría en las tradiciones del Santo Imperio Romano con elementos copiados del sacro de Napoleón. Les parecía importante subrayar las convicciones religiosas de Pedro que, contrariamente a Bonaparte, mostraba así su subordinación a Dios.

Después de una mañana de fiesta en la que multitud de desfiles militares recorrieron la ciudad con mucho bombo, Pedro, Leopoldina, sus hijos y un imponente séquito entraron en la recientemente nombrada Capilla Imperial, la antigua iglesia que había cerca del viejo palacio. Iban seguidos por procuradores de las provincias y cada uno portaba en sus manos las insignias imperiales: la espada, el cetro, el manto y la corona. En el calor húmedo del interior de la iglesia ostentosamente decorada con cortinajes de terciopelo carmesí, Pedro sudaba copiosamente. Llevaba una levita de seda verde sembrada de estrellas con el dobladillo de hilo de oro. Sobre los hombros tenía una capa de plumas de tucán amarillas y naranja, para dar el toque indígena. Fiel a sí mismo, como si tuviera que estar siempre listo para partir al galope, calzaba botas de montar con espuelas. Antes de arrodillarse frente al altar donde estaba posada una corona de oro de veintidós quilates engarzada de diamantes que pesaba casi tres kilos, echó un vistazo a la iglesia, llena a rebosar de la aristocracia y la alta burguesía local —ministros, senadores, altos personajes de la corte— que lucían sus mejores galas. Estaba todo el mundo —su mundo— excepto la persona que más hubiera deseado tener cerca, Domitila. La ausencia no había mermado el sentimiento que le embargaba, y en su atrevimiento ofreció al coronel Castro Canto y Melo, padre de su amante, un cargo importante en la capital. Cuando éste aceptó, le sugirió entonces que se mudase a Río con su familia. El anciano coronel no podía negarse a dicho ofrecimiento, que venía nada más y nada menos que de un emperador. Pedro escribió a Domitila diciéndole que se verían pronto y asegurándole que estaba dispuesto a hacer grandes sacrificios para hacerla feliz…
«No te morirás de hambre en Río»,
acabó prometiéndole en la carta, en la que se despedía:
«Acepte abrazos y besos de este su amante que suspira por verla acá cuanto antes.»
Y firmaba:
«El demonio.»
A Pedro no se le ocurrió que algún día su mujer podría enterarse porque él lo veía todo de una manera muy singular: no sólo estaba conquistando la independencia de Brasil, sino también la suya propia. No se trataba de escoger entre una u otra: las quería a las dos. Y a otras también, si se terciaba.

Los ojos violetas de Leopoldina, sentada en la tribuna en primera fila, eran la expresión misma de la inocencia. Vestida de seda verde y con una mantilla amarilla, se abanicaba con fuerza porque el calor, ahora que se encontraba en el último tramo de un nuevo embarazo, la agobiaba aún más que de costumbre. A Pedro le reconfortó pensar que, gracias a ella, había sido concuñado del mismísimo Napoleón Bonaparte. Sentada junto a su madre estaba su preciosa Maria da Gloria, vestida de blanco impoluto, que, orgullosa de su padre, le sonrió. Él le devolvió un imperceptible gesto de afecto. Leopoldina no sospechaba el volcán en el que se había convertido el corazón de su marido. Como la bonanza antes de la tormenta, se sentía satisfecha porque esta ceremonia sancionaba el cumplimiento de su deber como princesa de los Habsburgo y defensora de la monarquía. En el mayor país de Sudamérica, un país que había aprendido a querer, había conseguido que se conservase intacto el respeto a la realeza. Aún mejor, había contribuido a salvar el trono para sus vástagos, sus «brasileñitos», alejando el espectro de una revolución perpetua, como los republicanos en la América española. A pesar de los nubarrones que veía en el horizonte, cumplir con el deber, para una austriaca como ella, era motivo de hondo regocijo.

Pedro, de rodillas y con el brazo derecho sobre el evangelio, prestó juramento en latín. La orquesta empezó a tocar mientras el obispo le ungía los santos óleos. Después se levantó y escuchó la misa. Al final se arrodilló de nuevo para recibir la espada de manos del obispo. Se levantó y, de manera muy teatral, la desenvainó, hizo varios movimientos con ella, la metió en su funda y volvió a arrodillarse para recibir esta vez la corona, y luego el cetro, también de oro macizo, cuya extremidad superior culminaba con un dragón alado. Entre virutas de incienso y el tronar lejano de las salvas de las fortalezas, el primer emperador de Brasil, investido con los símbolos de su alto nombramiento, se levantó y tomó asiento en su trono, al son del
Te Deus laudemus
. Las señoras secaban sus lágrimas con finos pañuelos de hilo bordado. Hubo hombres que no pudieron contener la emoción y que tenían los ojos humedecidos. Los masones y muchos liberales presentes en la iglesia se preguntaban si esta vez Pedro haría algún tipo de declaración para mostrar su conformidad con la Constitución futura. No había querido hacerlo durante la aclamación, pero quizá ahora, ya coronado «emperador constitucional», no tendría inconveniente…

Fuera, el pueblo celebraba con júbilo, las campanas tañían, bandas de música competían por dejarse oír entre el jaleo general mientras el emperador cruzaba la plaza hacia el palacio. Anunciaban para el anochecer los más fantásticos fuegos artificiales de los que se tenía memoria en Brasil. Tampoco quedaban entradas para la representación especial de la ópera de Rossini
Isabel, reina de Inglaterra
, que tendría lugar en el flamante y rebautizado Teatro Imperial. Desde el balcón del primer piso del palacio, Pedro se dirigió a la multitud, respondiendo así a las expectativas de los masones:

—Juro defender la Constitución que ha de ser elaborada… —dijo, y un suspiro de alivio recorrió el banquillo de los liberales, seguido por una inesperada ducha de agua fría cuando Pedro añadió—: siempre que sea digna de Brasil y de mí.

Se quedaron pasmados. ¿Qué juramento era ése, que ponía condiciones? ¿No era el colmo de la insolencia que el emperador se colocase en un plano superior al de los diputados de la Asamblea Constituyente? Para ellos, «emperador constitucional» significaba que el emperador había de someterse a la Constitución y no al revés, como parecía entenderlo Pedro.

Leopoldina y Bonifacio tenían muy claro que la autoridad del emperador emanaba de la herencia histórica, de la tradición, y tenía que ser, por lo tanto, superior a la de la asamblea. En cartas a su padre, la emperatriz describía el modelo de Parlamento, formado por dos cámaras, en las que el emperador disponía de veto absoluto, y tenía la capacidad de escoger su consejo privado y sus ministros, sin que existiese intromisión posible. «El emperador —explicaba Leopoldina— poseerá todos los atributos que fortalecen el buen éxito de su poder; de manera que es el jefe principal del poder ejecutivo y de la maquinaria política.» Era un esquema contrario al de los masones y liberales y el debate incendiaría la joven y floreciente prensa brasileña.

57

Sin embargo, la preocupación más importante del nuevo gobierno era la mera supervivencia del país. De nada servía pelearse por el poder si la nación se resquebrajaba y los focos de resistencia no eran aplacados antes de la llegada de los refuerzos de Lisboa. Pedro, furioso contra el general Madeira, quien, al mando de las tropas portuguesas en Bahía, se negaba a obedecerle, mandó a sus soldados a que asediasen la ciudad. Vano intento, pues Madeira resistió y los brasileños tuvieron que retirarse hacia el litoral. Luchaban sin medios, con armas oxidadas, y fabricaban pólvora con el salitre que recogían de los muros de las casas expuestas a los vientos marinos. Mejor pertrechado, el general Madeira tenía a su favor un flujo constante de esclavos que escapaban de las plantaciones para alistarse. A fuerza de oír hablar de libertad, los negros terminaban creyendo que también era para ellos, y se ofrecían como voluntarios porque oficialmente Portugal había abolido la trata de esclavos en su territorio. Todavía tendrían que esperar muchos años antes de que Brasil hiciese lo mismo. Pero Pedro y Bonifacio aprovecharon la oportunidad para crear el «batallón de los Liberados» y ofrecían a los esclavos emancipación a cambio de alistamiento. El plan acabó siendo boicoteado por los grandes terratenientes que alegaban necesitar esa mano de obra para la zafra del azúcar y la recolección del algodón.

A pesar de sus esfuerzos, tanto Pedro como Bonifacio se daban cuenta perfectamente de que no ganarían esa guerra con un puñado de esclavos liberados. Madeira aguantaba el asedio de la ciudad porque conseguía aprovisionarse por mar. La solución estaba en hacer intervenir la flota y sitiar Bahía.

Aquellos días, como si fuera una bendición del destino, un bergantín con aspecto decrépito fondeó en la ensenada de Río. A bordo viajaban lord Cochrane y su grupo de mercenarios. El lord venía con una amiga inglesa llamada Maria Graham, una escritora que acababa de perder a su marido, capitán del
HMS Doris
, mientras intentaba doblar el cabo de Hornos.
«Nada de lo que he visto en mi vida es comparable en belleza a esta bahía
—escribió la inglesa—.
Nápoles, el puerto de Bombay y Trincomali en Ceilán, que yo creía lugares perfectos, deben rendirse ante esto, que les sobrepasa.»
Nada más enterarse de su llegada, Pedro abandonó San Cristóbal y fue a encontrarse con el escocés en la casa solariega que José Bonifacio tenía en la plaza del Teatro.

Cochrane era un gigante ligeramente cargado de hombros, con una mata de cabello pelirrojo que, a sus cuarenta y ocho años, estaba encaneciendo. Su portentosa y afilada nariz le hacía parecer una ave rapaz. Hablaba despacio y tenía algunas nociones de francés y español. No era lo que se dice un hombre afable, pero se cayeron bien. El almirante, alegando que sus principios le impedían trabajar para un gobierno autocrático, apreciaba que el emperador fuese un liberal. Y le gustaron su fogosidad, su entusiasmo y su campechanía, algo inconcebible en un monarca británico. A su vez, Pedro estaba impresionado por la personalidad del lord y por lo que sabía de él. Le habían contado que el escocés solía navegar bajo pabellón falso y que era capaz de invertir mucho tiempo en camuflar su navío para hacerlo pasar por barco amigo. Que una vez cerca de su presa, izaba su pabellón tan deprisa que dejaba desconcertados a los marineros españoles o franceses, sus víctimas preferidas, a las que atacaba con una contundencia terrorífica. Le habían contado muchas cosas de ese personaje, hijo de un conde escocés alcohólico y arruinado, y que había llegado a alcanzar la fama mundial dominando los mares. El lord era tan singular que, mientras estaba en la cárcel en Inglaterra acusado de un falso asunto de corrupción, inventó una farola de aceite para las calles, invento que fue adoptado por la municipalidad de Londres hasta la implantación de las farolas de gas. También en su celda se le ocurrió la extravagancia de ir a rescatar a Napoleón. Y probablemente lo hubiera conseguido de no haber muerto el francés en su isla perdida.

El aspecto del lord no era muy distinto al de su barco. Nadie en su sano juicio hubiera adivinado que se trataba de un hombre riquísimo, de un profesional de la guerra naval, de un personaje de leyenda reputado por su audacia extrema, su genio táctico y su planificación meticulosa. Físicamente, parecía más bien un bohemio mal cuidado, algo estrafalario.

—Antes que nada, milord, le propongo una visita, junto a mis colaboradores, incluyendo el ministro de la guerra, al arsenal y a la flota —le propuso Pedro.

El escocés aceptó. Era imperioso conocer el estado de la flota y los medios de los que dispondría para realizar su campaña. En las atarazanas de los astilleros, las obras de reparación de varios buques confiscados a los portugueses estaban avanzando a buen ritmo. Intercambiaron impresiones con carpinteros, herreros, ingenieros de marina y constructores entre el estruendo de los martillazos y el griterío de los esclavos que descargaban troncos de madera rojiza arrancados a la selva. Olía a serrín, a cáñamo, a sudor y al alquitrán que usaban en el calafateado de la obra viva. El problema, como pudo darse cuenta en seguida el escocés, no era tanto los buques como todo ese tropel de marineros brasileños anárquicos y con poca experiencia, junto a los portugueses en los que no se podía confiar. Más que unos marineros de una armada victoriosa parecían vagabundos. También pululaban medio millar de oficiales y marinos irlandeses e ingleses que habían sido contratados por el nuevo gobierno, pero estaba claro que se trataba de una cantidad insuficiente.

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