El imperio eres tú (57 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

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Las noticias que llegaron de Portugal acabarían despejando sus dudas y le llevarían a luchar por sus ideales de libertad con más empeño que nunca. Sin embargo, también le empujarían a un abismo al fondo del cual, a la manera de un navegante nocturno que veía surgir la costa de entre la niebla, descubriría el perfil cada vez más nítido de su propio fin.

Si Pedro había considerado la posibilidad de un golpe en Brasil, su hermano acabó dándolo en Portugal, con el agravante de haberlo hecho a traición, con premeditación y alevosía. Después de la
Vilafrancada
y la
Abrilada
, ahora, a la tercera, lo había conseguido. Miguel había burlado a todos, empezando por el propio Pedro y pasando por el marqués de Barbacena. «¿Cómo he podido caer en esa trampa?», se preguntaba el emperador, exasperado y furioso, adivinando la larga mano de Carlota Joaquina en aquella infamia. Padecía en carne propia la peor forma de ira, que era la ira contra sí mismo, por ingenuo, por haberse dejado embaucar como un necio. «¡Cómo he podido pensar en casar a mi hija con ese pérfido!», se lamentó, pensado en Leopoldina y en la razón que tenía. Le habían engañado desde el principio, y lo más doloroso es que habían sido su propia madre y ese hermano que siempre había querido proteger y ensalzar. El sabor agrio de la traición, ésa que viene de dentro, de la proximidad del corazón, del lugar donde anidan los sentimientos más íntimos que se remontan a la infancia, ya no le abandonaría nunca más. Ahora ataba cabos… Las continuas disculpas para evitar viajar a Brasil, las evasivas a preguntas concretas, todo apuntaba a un contubernio entre madre e hijo para arrebatar la sucesión legítima al trono portugués. Una ignominia, una afrenta, un acto de deslealtad que le hacía revolverse en la cama y despertarse en plena noche, despavorido, cubierto de sudor y gritando que Miguel era un traidor y que jamás debía haber pensado en casarle con su hija.

Lo que no sabía era que Miguel había intentado serle fiel, a su manera pacata y tímida. Cuando llegó a Lisboa para asumir la regencia, Carlota Joaquina ya había gastado los cincuenta millones de cruzados de la herencia que había recibido de su marido en sobornar a parte de la plebe hambrienta, a regimientos enteros del ejército y sus oficiales con el fin de resucitar «el espíritu nacional y apostólico» y poner a su hijo querido, su discípulo amado, su siervo sumiso —el «mesías salvador», como lo llamaban los absolutistas— en el trono. La misma noche de su llegada a Queluz, después de un largo viaje cruzando Europa entera, el mesías fue recibido por su madre.

—Apestas a vino —le dijo Carlota al abrazarle…

—Si lo hago bebido, el viaje se me hace más corto —replicó Miguel.

Carlota le pasó el brazo por la cintura y se lo llevó por los pasillos del palacio, para evitar los oídos indiscretos de los criados:

—Déjame que te explique —terció la reina madre sin más preámbulo—. El plan es caer sobre el palacio de Ajuda, detener a tu hermana la regente, arrestar a sus ministros y aclamarte como rey.

—Madre, no sé si…

—Hazme caso…, no sabes cómo he ansiado tu regreso, hijo mío —le dijo estrechándolo en sus brazos.

—Madre, sabéis que he jurado fidelidad a Pedro y a la Constitución…

—Sí, lo sabemos todos… Has tenido que hacerlo coaccionado por tu hermano, pero él está en Brasil traicionando los principios de la monarquía. Tú no querrás hacer lo mismo ¿verdad? —le preguntó mirándole fijamente a los ojos.

Miguel bajó la vista y reprimió un eructo. Carlota prosiguió con su arte de madre manipuladora:

—Escucha, hijo de mi alma. Yo no te voy a obligar a asumir lo que te corresponde por ser mi hijo… Entiendo que estás comprometido con tu hermano, pero en ese caso, si no quieres hacer de bandera de nuestro partido absolutista, serás remplazado, y aquí paz y en el cielo gloria.

—No, madre, no, no es eso, es que…

Carlota no le dejó seguir:

—Habrás perdido la oportunidad de tu vida, pero si es eso lo que quieres, eres libre de elegir. Piénsatelo, hijo, yo no te quiero influenciar. No puedo obligarte a ser rey si no es ése tu deseo.

Miguel no tardó en pensárselo, aun estando medio borracho. Tres días después, el 25 de abril, cumpleaños de su madre, después de irrumpir con sus tropas en el palacio de Ajuda en el centro de Lisboa, rompía públicamente con los compromisos constitucionalistas jurados a su hermano Pedro y accedía al trono como rey absoluto a los gritos de: «¡Viva don Miguel, nuestro señor! ¡Viva la reina emperatriz, su madre!» Mientras, Carlota Joaquina, que había permanecido en Queluz encabezando la rebelión, daba órdenes a su fiel general Póvoa para iniciar la campaña de terror que asolaría al país:

—¡Córteme cabezas, general! ¡La Revolución francesa cortó cuarenta mil y la población no disminuyó ni un ápice!

En Lisboa, la resistencia de los constitucionalistas fue aplastada en pocos días, pero en Oporto pelearon con bravura. Al final, los liberales que no murieron en la lucha o acabaron encerrados en las cárceles absolutistas emprendieron el camino del exilio, la mayoría a Inglaterra, otros a la isla de Terceira en las Azores, que seguía bajo control de los constitucionalistas. Otros, finalmente, a Brasil.

Carlota Joaquina, divinizada por sus fieles, transformada en heroína de la contrarrevolución, en «divinidad tutelar del absolutismo», en «madre de los pueblos», extendió el largo brazo de su influencia al país vecino: el gobierno de su hermano Fernando VII sería el primero en reconocer a don Miguel I como rey único y legítimo de Portugal. Por fin, Carlota Joaquina había conseguido la gran venganza que había pergeñado a lo largo de su existencia. No había podido destronar a su marido en vida, pero le había arrebatado la sucesión.

Pedro estaba asustado por su hija, sola en Europa. Temía que cayese en las redes de su madre y su hermano, que podrían convertirla fácilmente en reina consorte, y reclamar así la legitimidad que habían usurpado. Pensó que lo mejor era que volviese a Río lo antes posible, y así se lo indicó al marqués de Barbacena. Éste, a su llegada a Gibraltar y nada más tener conocimiento del golpe, había decidido no entregar la joven reina constitucionalista a su abuelo absolutista en Viena, y en su lugar llevarla a Londres, donde podía encontrarse con exiliados portugueses.

Pedro estaba profundamente turbado. La dimensión del ultraje era tal que no sabía cómo reaccionar. Necesitaba tiempo para pensar, para organizar su vida y retomar el control que le habían arrebatado. De lo que estaba seguro era de que no iba a dejar pasar este agravio, que haría pagar caro a Miguel y a su madre semejante traición. No ya sólo por él, ni por su hija, ni por esa violación descarada del orden dinástico, sino por la memoria de su padre que le había confiado la sucesión. Luchar por restablecer su derecho era hacer justicia a la única persona de su familia que en el fondo le había querido. En ese momento sólo tenía una certeza en el corazón: vengaría la memoria de don Juan, aunque le costase la vida.

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Esperar a que la rabia que sentía crepitar como un caudal de lava en sus venas se enfriase, serenarse, moderar los impulsos para pensar con claridad, recuperar prestigio como emperador, organizarse, pasar a la acción… Todo empezaba por encontrar esa esposa esquiva que le seguía obsesionando. En las instrucciones que mandó a Barbacena, le rogaba encarecidamente que prosiguiese con la búsqueda. Sin embargo, las primeras noticias que recibió fueron descorazonadoras: la princesa Cecilia de Suecia había rechazado el ofrecimiento. Así, sin más, ni siquiera había dado una disculpa. Su cabellera albina no deslumbraría a las multitudes mestizas de brasileños. Otra frustración más, otra humillación que socavaba sus ilusiones. Ahora Barbacena estaba entusiasmado con un vivero de princesas que decía haber descubierto en la corte de Dinamarca y le aseguró que pronto recibiría buenas noticias. Pero Pedro, que ya estaba en guerra contra el mundo, harto de lo que consideraba una farsa, montó en cólera:
«Con ésta ¡son cuatro repulsas!
—contestó a Barbacena en una carta dictada al Chalaza—.
Cuatro repulsas recibidas en silencio son suficientes para que el mundo entero compruebe que busqué hacer mi deber procurando casarme. Recibir una quinta repulsa implica deshonra no sólo a mi persona, sino al imperio; por lo tanto, estoy firmemente resuelto a desistir de esta empresa.»

—¿Estáis seguro de que queréis enviar esto? —le preguntó el Chalaza, la persona más cercana en aquella etapa de soledad e impotencia.

—¡Claro que sí! Tú escribe lo que te mando.

Pedro siguió dictando como un poseso una serie de cartas dirigidas a su suegro y a varios aristócratas que estaban involucrados en la búsqueda. El Chalaza, que conocía bien el genio de su patrón, se sometió pacientemente a hacer de escribano mientras Pedro, entre frase y frase, insultaba, hablaba solo, gritaba, maldecía; en definitiva, daba rienda suelta a su ira imperial.

—¡Esto ha ido demasiado lejos!… ¡Si sigo, voy a parecer un hombre sin vergüenza ni carácter! No quiero que me busquen más novias.

Un rato después, interrumpía el dictado para soltar su última ocurrencia:

—Estoy pensando en ir yo personalmente a Europa a conseguir lo que no logran encontrar los intermediarios.

A su amigo le parecía una idea descabellada pero no le contradijo. Entendía que Pedro estaba herido en su amor propio, que los sucesivos rechazos eran aún más difíciles de soportar a causa del sacrificio que había supuesto la ruptura con la marquesa, y dejó pasar tiempo. A los dos días, cuando le vio más sereno, le enseñó el paquete de cartas sin mandar, y se las volvió a leer, pausadamente.

—Son órdenes un poco insólitas, ¿no creéis, majestad? ¿No pensáis que es mejor esperar unos días antes de enviarlas?

Poco a poco, fue consiguiendo hacerle entrar en razón, haciéndole reflexionar sobre la inconveniencia de dejarse llevar por el pundonor mancillado, por un arrojo que podría costarle caro porque así él mismo se cerraba todas las puertas.

—Está bien, no las mandes —zanjó Pedro.

El Chalaza, muy diligente, escribió a lápiz de lado a lado de las hojas: «No vale», y guardó el paquete en un cajón. Comprendía que aquella furia tan aguda era la expresión del afán del emperador de dominar una situación que escapaba a su control. Con su peculiar sentido común, le sugirió utilizar otros canales que no fuesen Barbacena, demasiado ocupado en encargarse de Maria da Gloria y escaldado después de haberse dado de bruces contra tantas puertas cerradas.

—¿Por qué no intentar con el vizconde de Pedra Branca?

El vizconde no tenía ni el nivel ni el rango de Barbacena, pero era un hombre fino, de buen gusto, un bahiano culto que era el encargado de negocios de la embajada de Brasil en París. Tenía acceso a los más exclusivos cenáculos de Europa y se había propuesto como casamentero. Pedro alzó los hombros, como dando a entender que ya no creía en ello. El Chalaza insistió:

—Dejadme hablar con él, veremos qué puede hacer.

—Si te empeñas, inténtalo… —dijo Pedro, quien en el fondo no quería perder esa batalla aunque su dignidad le impedía mostrar excesivo celo en ganarla—. Pero recuerda que cualquier iniciativa debe revestirse de mucho tacto y prudencia.

Cansado de verse privado de una presencia femenina en el palacio y en su vida, hastiado de tanta espera pero a la vez esperanzado, su pensamiento volvió a dirigirse hacia Domitila:
«Ah, hija mía, no te puedo explicar la saudade que sufre mi corazón
—se atrevió a escribirle—,
saudades que se tornan cada día más agonizantes cuando pienso que yo soy la causa de haberme separado de ti. Pero en fin, hija, no hay remedio. El amor que te tengo es inextinguible en mí, y muchas veces, cuando pienso en mi soledad, me saltan lágrimas por la pérdida de mi querida Leopoldina y de ti.»
La carta tuvo el efecto de insuflar aire en las brasas de la pasión. Domitila, que se aburría en São Paulo, esperaba como agua de mayo la oportunidad de volver a Río y tomó esa carta como una invitación. A un amigo cortesano le había confesado lo difícil que le resultaba soportar el forzado destierro:
«Paso los días sin saber cuál será el venturosodía que me lleve de nuevo a la corte, donde existe todo lo que me interesa y me puede dar alegría.»
De modo que contestó a Pedro anunciándole que tenía una sorpresa para él, y que estaría en Río «el día 20 de este mes». Sin embargo, a Pedro no le gustó que ella tomase la decisión por su cuenta, que diese por hecho que él estaba de acuerdo en que regresara a Río. De modo que mandó sendas cartas de protesta, una a Domitila y otra a su madre, donde no hacía reparos en mostrar su enfado:
«Una persona que ha salido de la nada gracias a mí debería, por reconocimiento eterno, hacer lo que le pido… Tengo sobradas pruebas de que su fin es oponerse a mi casamiento. Si la marquesa se presenta en Río sin orden mía yo le suspendo las mesadas.»
La madre le respondió unas líneas de lo más barrocas:
«Siento en el alma que un producto de mi desgraciado vientre venga al mundo para dar motivo de inquietud a vuestra majestad.»
El caso es que Domitila se achantó y permaneció en São Paulo. Ya esperaría el momento adecuado. Según ella, todo era cuestión de paciencia.

Empezaron a llegar a Brasil cientos de refugiados portugueses huyendo del régimen absolutista de Miguel. Llegaban sin nada, algunos en harapos, como vagabundos. De un día para otro les habían echado de sus casas, habían confiscado sus comercios, les habían amenazado y expulsado de sus ciudades. Los más afortunados habían conseguido exiliarse. Otros se pudrían en las inmundas celdas de las cárceles de Lisboa y de Coimbra, y muchos fueron asesinados. Todos esos refugiados le rogaban encarecidamente a Pedro que regresara a Portugal para asumir la dirección de la lucha contra el despotismo de su hermano. «¡Nada detendrá a Miguel, sólo Pedro!», decían. En el mismo sentido se pronunció Benjamin Constant, el sabio suizo que tanto admiraba el emperador. La confianza que le demostraba su ídolo intelectual, pidiéndole públicamente que asumiese el mando del esfuerzo de guerra liberal, le impresionó profundamente, y no lo olvidaría. Constant veía la lucha por liberar Portugal como una primera batalla en una guerra contra el absolutismo en toda Europa.

Para socorrer a sus compatriotas. Pedro abrió una suscripción popular y mandó al Chalaza a recaudar fondos entre las ricas familias brasileñas. Él mismo subscribió dieciocho mil francos y desde São Paulo, en un acto de generosidad no desprovisto de interés, la marquesa de Santos más de treinta mil. En su calidad de «tutor y protector natural» de la reina María II, el emperador publicó un decreto en el que nombraba una regencia de tres hombres, encabezada por el duque de Palmela, embajador de Portugal en Gran Bretaña, aquel que vino a Río a decir a don Juan y a su gobierno que los tiempos habían cambiado y que debían adaptarse. A estos tres hombres les encargó el gobierno constitucional en el exilio. Recibía cartas de su hija desde su casa de Laleham, cerca de Londres, donde Barbacena, a la espera de devolverla a Río, la había instalado con el beneplácito del rey Jorge IV. Pedro se deleitaba leyendo las descripciones del
cottage
rodeado de sauces, de los patos en el estanque, de la bondad de la duquesa de Palmela y de cómo pasaba los días bordando banderas para los soldados que irían a defender sus derechos.

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