El imperio eres tú (55 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

¿Quién había disparado contra el matrimonio francés? La policía no detuvo al sicario, pero Pedro tenía una idea de quién había sido el instigador del atentado. La confirmación la obtuvo unas semanas más tarde, después de pasar una larga temporada con sus hijos en la hacienda Santa Cruz, donde se había refugiado para huir de la tentación de volver a ver a Domitila. Agitado, impaciente y frustrado, Pedro se alejó de los asuntos públicos y se dedicó a visitar las plantaciones imperiales, los hornos de ladrillos construidos por iniciativa de un arquitecto francés, y a supervisar la entrega de parcelas de tierra y casas a sus empleados, todos ex esclavos que él mismo había liberado por iniciativa propia para predicar con el ejemplo, a la espera de que entrase en vigor el tratado contra la esclavitud que había firmado con los ingleses, y del cual no había pedido moratoria alguna.

Sin embargo, en el ámbito personal dejaba una tentación por otra. En Santa Cruz, volvió a caer en los brazos de la hermana de Domitila, la baronesa de Sorocaba, de quien ya tenía un hijo. «Una mujer muy apetecible
»,
según palabras de Mareschal. El hecho de que fuera como un sucedáneo de su hermana, le ayudaba a calmar su adicción. Además, nada proporcionaba a Pedro más felicidad que ver a sus hijos jugar todos juntos, aunque tuviera que regañar a Maria da Gloria, que se negaba a mezclarse con sus medio hermanos naturales. El diplomático austriaco se inquietaba al ver a Pedro tan desorientado, tan a la merced de sus instintos más básicos que no lograba controlar. Una noche llegó a Santa Cruz la noticia de que la baronesa había sido víctima de un atentado al volver a la finca. Un disparo había destrozado los cristales de su carruaje. Afortunadamente, había salido ilesa. Esta vez, sin embargo, el matón fue detenido con una pistola todavía humeante en la mano. Su identidad no dejaba lugar a dudas sobre la autoría del crimen: era un criado de Domitila.

Pedro, conocedor de los celos que podía albergar la marquesa de Santos y de la inquina que sentía por su hermana, reaccionó indignado. Estaba seguro de que Domitila había instigado también el atentado contra el matrimonio de modistos franceses. Era evidente que estaba dispuesta a morir matando. Haciendo gala de su habitual furia imperial, Pedro destituyó al jefe de policía —amigo íntimo de Domitila— y a ella le mandó una nota en la que la conminaba a embarcar para Europa en el buque
Trece de Mayo
, bajo pena de verse envuelta en la investigación judicial del atentado
.
También le daba la orden de entregar a las dos hijas que había tenido con él a sus criados para que fuesen a vivir al palacio de San Cristóbal. Él se encargaría de su educación. Esta vez hablaba como un soberano, no como un amante. Daba órdenes de emperador. La idea de expulsarla a Europa era originalmente de Mareschal. Pedro la había rechazado caballerosamente para no hacerla sufrir en el momento delicado en que se encontraba después de su último parto. Ahora ya no había excusas.

Domitila, pillada in fraganti, confesó su participación en ambos atentados, pero lo hizo de una manera tan natural, tan cándida, tan confiada que disipó la ira de Pedro como por encanto. No intentó defenderse. Lo había hecho por amor, le dijo. Se había arriesgado a acabar en la cárcel por amor. Haría lo que fuese porque le quería. Sí, estaba desesperada por encontrarse en la cuneta, confesó, y ella no era Leopoldina, que aguantaba todo lo que le echaran. ¿No eran los celos la expresión más sublime del amor? ¿Merecía aquello el cruel castigo de mandarla exiliada a miles de millas de distancia, donde no conocía a nadie, donde no hablaba el idioma, donde no tenía propiedades? ¿Lejos de sus hijos?

—Pedro, ahórrame ese suplicio, te lo ruego. Si desaparezco en este momento, sería como admitir mi culpabilidad. Por favor, no me hagas eso. Te propongo otra cosa, me iré a Santos a finales del mes que viene. No te incordiaré más, te lo juro. Me iré con los niños y ya está.

—Está bien. Te irás, pero no con los niños. La duquesa de Goias y Maria Isabel se quedan en San Cristóbal.

Domitila bajó la cabeza. Sabía que nada le haría mudar de opinión. Si le resultaba duro separarse de las niñas, dejárselas, por otra parte, significaba mantener el vínculo con él. Lo que conseguía era ganar algo de tiempo, unas semanas que podían ser cruciales para que él recapacitase, para que se diese cuenta de que la necesitaba como una droga porque era la mujer de su vida, porque sólo ella sabía hacerle disfrutar como un hombre de su temple se merecía. Su única baza era aguantar. Apechugar y rezar por que Barbacena no le encontrase una novia casadera.

82

La intuición de Domitila se reveló cierta. El hielo se derritió completamente en las semanas siguientes. Pedro recapacitó, aunque a su manera: se dio cuenta de que no podía romper todos sus vínculos con ella; era pedirle demasiado a su corazón. No podía, aunque quisiera, y Mareschal fue testigo del conflicto que le atormentaba.
«Aunque príncipe y emperador, es ciertamente en estos momentos uno de los hombres más desgraciados de este mundo»,
escribió el diplomático que, al igual que sus colegas afincados en Río, informaba puntualmente a su gobierno de las recaídas imperiales. Un mes después de haber dicho a la marquesa que la quería echar de la ciudad, el emperador le abrió su corazón:
«Mi querida hija y amiga de mi alma
—le escribió—.
Lo que me atormenta y lo que siempre me atormentará es no poder estar contigo como antes. Ya no te ofrezco mi corazón porque es tuyo, este corazón que nació para ser siempre infeliz.»
Había algo nuevo y desesperado en sus cartas, como si barruntasen que la reconciliación sería breve y que le seguiría una ruptura definitiva.
«Estoy triste y melancólico
—le confiesa el día de su aniversario—.
Estoy con saudade de ti…»
La situación era especialmente delicada para ella, que volvía a la penumbra del principio, cuando disimulaban su relación. Ahora se encontraba en la difícil tesitura de estar a la espera de que a su amante viudo le encontrasen una novia en Europa. Para una mujer que había estado tan cerca de la cumbre, altiva y orgullosa, aquella caída en desgracia hería profundamente su amor propio. Su progresiva sensación de soledad y aislamiento se veía recrudecida por los cortesanos, quienes, al presentir su declive, se comportaban con ella de manera cada vez más fría y distante. Ya nadie en Río presumía de tener acceso a la marquesa…

Pedro hizo un esfuerzo por mantener las relaciones en un plano de simple amistad. Le escribía para preguntarle por su salud, para anunciarle que le mandaba un pequeño regalo —un pavo, un ramo de claveles, una capibara que había cazado en la selva— y sobre todo para darle noticias de las niñas:
«La duquesa tomó un purgante de aceite de papaya, fui a verla por la noche, estaba mucho mejor y ha dormido muy bien.»
En otra carta le anunciaba que él mismo había vacunado de viruela a la pequeña María Isabel. Sin embargo, se dirigía a Domitila como
«Querida marquesa»
y firmaba
«tu amigo que te estima mucho»
. Ya no era su
«demonio»
, su
«fuego»
o simplemente Pedro.

Daba igual. Domitila sentía que volvía, que estaban a punto de recuperar la sinceridad bajo esa mascarada de formalidad, y no se equivocó. Pero se trataba de una sinceridad a veces hiriente. En una nota, Pedro le anunció que se verían en el teatro el miércoles por la noche y que después iría a su casa:
«Arreglaremos nuestro modo de vivir, por el cual gozaremos (antes del casamiento) uno del otro, sin que andemos siempre en las viperinas lenguas de los malditos charlatanes.»
La propuesta no podía satisfacerla porque seguía manteniéndola en un segundo plano, pero le daba la oportunidad de tenerle en sus brazos. ¿Quién sabía si no acabaría por renunciar a la idea descabellada de un nuevo matrimonio? Poco después, recibía otra nota cuyo tono era distinto, más acorde a lo que había sido su relación:
«Iré lo más pronto que pueda a verte para estar en tus brazos, único lugar donde reposa tranquilo y satisfecho este tu hijo, amigo y amante, el emperador.»

Volvieron a las andadas. Por mucho que intentasen disimular en público, en boca de todos los habitantes de la ciudad circulaban historias sobre su renovada relación, historias propagadas por los criados que estaban al tanto de todos los movimientos entre el palacio y la mansión de abajo. Para alguien que había estado a punto de expulsar a su amante del país, Pedro mostraba unos extraños celos: «¿A quién has visto por la tarde?, ¿por qué había luz encendida en la sala a las once de la noche?» Celos que a ella le sonaban a gloria porque indicaban la dependencia cada vez mayor de Pedro. Y es que siete años de convivencia, de amores carnales intensos, de hijos compartidos, de complicidad y amistad, no se podían tirar por la borda de un plumazo. Volvieron a la vieja familiaridad que tanto añoraban ambos. Para Pedro, aquello era como regresar a casa, a la intimidad del hogar, al calor de lo conocido. De nuevo podía quejarse libremente de cosas que sólo se atrevería a confesarle a ella, como el escozor recurrente de la uretra, una dolencia venérea que le obligada a la abstinencia sexual durante unos días.
«Tu cosa ha exprimido alguna humedad»,
le escribió, a lo que ella contestó enfadada:
«Eso es cosa de la hacienda Santa Cruz.»
No es que pensase que su hermana se lo había contagiado, pero no se hacía ilusiones e intuía que Pedro, suelto en la finca que conocía desde niño, se había dedicado a viejas prácticas con negritas del lugar y por eso ahora «su cosa» supuraba. Para hacerse perdonar, él pasaba sin reparo de los ardores del pene al lirismo más exuberante:
«Esta tarde voy a sus pies y de allí no me levanto hasta que vuestra merced me perdone.»
Volvía a visitarla casi todas las noches, deslizándose por la puerta secreta, subiendo a su dormitorio y dejándose caer de bruces en un abismo de amor, la voz trémula y los ojos febriles, obedeciendo las órdenes que le daba ella —cierra la ventana que nos pueden ver, quítate las botas, déjame desabrocharte el braguero—, bajo la mirada severa del águila imperial colgada del techo que parecía desplegar las alas cuando explotaban de gozo y luego se quedaban flotando en las sábanas empapadas de sudor y humedad.

Era una situación de bienestar que tenía las horas contadas. La llegada del marqués de Barbacena de Europa fue como una ola que arrasó aquel frágil atisbo de felicidad. El emperador, ansioso de oír de viva voz noticias del otro lado del océano, lo recibió en San Cristóbal, rodeado de sus hijos. Llevaba en brazos al único varón que le había dado Leopoldina: «Mi hermano Miguel y yo seremos los últimos malcriados de la familia —le dijo al presentarle al futuro emperador Pedro II—. ¡Éste estará bien educado!» Barbacena miró al niño, medio dormido, y le sorprendió el parecido que guardaba con la archiduquesa austriaca.

El marqués venía muy favorablemente impresionado por Miguel, cuya lealtad a Pedro y a la Constitución que había jurado le parecían a prueba de dudas.

—Su credo político se reduce a obedecer las órdenes de vuestra majestad imperial —le aseguró a Pedro—. Creo que debéis seguir el consejo de los ingleses, y que disculpéis a vuestro hermano de un viaje a Brasil… Mejor que vaya directamente a Portugal para que asuma sin mayor dilación el puesto de regente constitucional.

—¿Y Maria da Gloria?

—Como sabéis, he sido recibido por el emperador Francisco en Viena. De nuevo insiste en que le mandéis a la pequeña Maria. Se ha ofrecido a educarla y formarla como corresponde a su rango hasta que alcance la edad en que pueda consumarse el matrimonio.

Era la misma idea que le había sugerido Mareschal. Separarse de Maria da Gloria no era de su agrado, pero ahora que Barbacena le había tranquilizado sobre la postura de su hermano, se daba cuenta de que ése era el siguiente paso. Todas las potencias europeas habían reconocido ya a la joven reina de Portugal. Si Miguel no iba a venir a Río, no había razón para mantener indefinidamente a la reina de Portugal en Brasil.

—Está bien, mandaré a la reina a Viena para que esté bajo la protección de su abuelo. A condición de que vos seáis su custodio durante el viaje.

El marqués aceptó honrado y a continuación pasaron al tema candente, el de los impedimentos encontrados en la búsqueda de una nueva esposa. Para quitarse de encima la responsabilidad del fracaso, Barbacena acusó veladamente al emperador Francisco de haber escogido candidatas imposibles, y sobre todo a Metternich de actuar por detrás para sabotear cualquier intento y así denigrar a Pedro en las cortes de Europa. No había olvidado el poderoso Metternich que Pedro había cometido el pecado de dar una Constitución a Portugal. Quizá hubiera algo de verdad en ello, pero Pedro no le creyó del todo; le parecía una venganza demasiado pueril de parte de alguien como Metternich. Lo que sabía a ciencia cierta era que el emperador Francisco estaba preocupado por sus nietos y que Metternich no se atrevería a ponerle trabas. Al final, el marqués reconoció cuál era el problema principal:

—Se puede resumir en la permanencia de la marquesa de Santos en la corte y en vuestra vida.

Se hizo un silencio, como si aquellas palabras pesasen más que las otras. El marqués temía una reacción iracunda del emperador e inmediatamente quiso desviar la atención:

—Pero soy razonablemente optimista, majestad… Vengo con una sugerencia esperanzadora: dos princesas suecas, dos hermanas que suman belleza y educación. Con el cabello color de oro.

Aquello bastó para que la imaginación de Pedro se inflamase. Ya se veía junto a una princesa albina en un país de negras, mulatas y mestizos: todo un golpe de efecto para deslumbrar a los brasileños y para devolverle renombre y consideración. Olvidó la mención a su amante, su atención se dirigía a conseguir a la princesa sueca que ya le hacía soñar.

—¿Cómo se llama la más guapa de las dos?

—Cecilia, la princesa Cecilia de Suecia.

Mareschal insistió en la misma cuestión que el marqués de Barbacena, de manera que Pedro acabó convencido de que la escandalosa relación con Domitila era la razón principal de tanto rechazo y causa de las vejaciones que había recibido. Pensó que no podía permitirse el lujo de perder nuevas oportunidades. Ya no había escapatoria: había llegado el momento de tomar una decisión. Así que volvió a colocarse en un plano de fría amistad con la marquesa de Santos. De un día para otro abandonó las visitas. El tono de las cartas se hizo menos familiar, más distante, hasta convertirse pronto en glacial y autoritario:
«Es indispensable que salgas de la ciudad este mes, o a mitad del mes que viene a más tardar. Ésta es mi decisión definitiva que espero obedezcas y respetes como le corresponde a mi súbdita y principal vasalla.»
No eran palabras de amigo ni de amante; de nuevo mandaba el soberano, el emperador.

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