El imperio eres tú (59 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

—Si estoy aquí hoy —le dijo ella—, si he vuelto a la corte cuando estaba en São Paulo, es porque me llamaste.

—Lo sé, pero esto no es un asunto que concierna a nuestra vida privada. Es un negocio de Estado.

—¿Nuestros hijos también son un negocio de Estado?

—Legítimos o ilegítimos, siempre he mostrado desvelo por todos ellos, bien lo sabes. Quería hablarte de nuestra hija…

—¿Dejarás que me la lleve a São Paulo conmigo?

—Tengo planes más ambiciosos para ella, de eso te quería hablar… Quiero que vaya a París, al convento del Sagrado Corazón; es uno de los mejores colegios de Francia. Allí perfeccionará su educación.

—¿Te obligan a deshacerte de ella como han hecho conmigo?

—Nadie me obliga a nada, soy el emperador.

—¿Entonces por qué nos echas de tu vida?

—Es conveniente que la niña y tú dejéis la corte. Y para ella es mejor París que São Paulo… En eso me darás la razón, ¿no?

Domitila estaba confundida, presa de un tumulto de emociones, que iban de la furia al resentimiento pasando por el miedo.

—¿Por qué me volviste a llamar? —insistió.

—Te dije que podrías volver, pero sólo hasta mi matrimonio. Relee la carta que te mandé y verás que digo la verdad. La boda por poderes se celebrará en Múnich la semana que viene. Ya está todo listo, no hay marcha atrás.

Domitila se apoyó en el respaldo de un sillón, como si hubiera recibido un golpe físico. El graznido de un pavo real rasgó el aire cálido y cargado de humedad. Aún le quedaba una carta por jugar. Conociéndole, pensó que así lo ablandaría:

—Pedro, hace tres meses que no tengo la visita…

«La visita» o «la asistencia» se utilizaba indistintamente para mencionar la menstruación. En otras ocasiones, cuando le había anunciado que otras visitas no habían llegado, Pedro había reaccionado con alegría. Esta vez no. Era como si un velo le hubiera cubierto la expresión del rostro y le hubiera apagado la chispa que brillaba en el fondo de sus ojos oscuros. Se enfureció.

—¡No puede ser mío! —gritó.

—Pues lo es. De tres meses.

Un hijo más de su amante era un peligro que amenazaba con derrumbar todos sus planes. Pedro perdió los estribos, la insultó y la amenazó con exiliarla, no a São Paulo, sino al interior de Brasil.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Arrancármelo de las entrañas? —preguntó ella a gritos.

El emperador resollaba, exhausto. Un loro del jardín repetía «… traña, traña» con sádica persistencia. Pedro temblaba. ¿Cómo podía odiar a esa mujer si en el fondo la seguía queriendo? No deseaba ese hijo, pero menos aún hacerla abortar. Se negaba a aceptar ese nuevo vástago, pero ya veía su carita redonda y le repugnaba tener que reprimir su pulsión paterna. Todo era tan complicado, tan imposible, tan contradictorio y tan doloroso. Domitila se había convertido en su tormento.

—¡Fuera de aquí! —gritó—. ¡Fuera de mi vida!

Estaba deshecha, sufriendo la agonía sin fin de aquella historia de amor que no terminaba nunca. También ella quería acabar, pero al mismo tiempo deseaba prolongarla…, aunque sólo fuese una semana más, un día más, una hora más. Quería que le dijese «te quiero» una sola vez, o que le repitiese cualquiera de las magníficas frases que le había escrito en sus cartas, para así marchar tranquila, con una semilla de esperanza plantada en el corazón. Aunque fuese mentira, pero que se lo dijese.

No lo consiguió, y se hundió en un pozo negro de desesperación. Todo se mezclaba en su mente: sentimientos encontrados, intereses contrapuestos, promesas comunes, deseos y efusiones recíprocas… Pedro, ya sosegado, la miró largamente. Domitila no temía al hombre que tantas veces se había prostrado a sus pies. Era la única persona en el mundo que osaba hacerle frente… Por eso, por saber defenderse con tenacidad, Pedro la admiraba. La quería, claro que la quería, pero no se lo podía decir. Ya no se lo podría decir nunca.

—Tienes que salir de Río de hoy en siete días —le comunicó para zanjar la discusión.

Fiel a sí mismo, a las pocas horas Pedro estaba arrepentido de haberla tratado bruscamente, de haberle hecho daño. Así que decidió compensarla generosamente para hacerle más llevadera la ruptura. Dio instrucciones al Chalaza para liquidar los bienes que la marquesa poseía en Río, que le serían recomprados por las arcas imperiales. Pedro adquirió todo, hasta el palacete de abajo por el que pagó trescientos
contos
. Dejaba a su amante dueña de una auténtica fortuna.

Domitila de Castro quiso resistir y mandó decir que dejaría el palacete, pero que no saldría bajo ningún concepto de la ciudad. Que aceptaba cualquier casa, aunque fuese modesta, con tal de permanecer en Río de Janeiro. Por nada en el mundo quería alejarse del hombre que sabía que podía volver a seducir. Pero Pedro, que no quería caer en la tentación, se mantuvo firme. Exasperado por el tira y afloja, redujo el plazo para que abandonase el palacete a tres días.

—Y dile a la marquesa —ordenó al Chalaza— que si no se va en el plazo que le doy, se olvide de cobrar las mesadas. Que le serán retirados sus criados y sus damas de honor. Y a ellos dales orden de que a partir de hoy no la atiendan más.

Para que el mensaje calase, Pedro envió un paquete a Domitila. Cuando lo abrió, ella se deshizo en llanto: contenía los regalos que a lo largo de los años ella le había hecho: dibujos con poemas de amor, un cuadro, una sortija, una fusta, unas espuelas con diamantes engarzados, algunas cartas con flores secas… Por la tarde llegaron mozos del palacio de San Cristóbal con la misión de empaquetar el mobiliario y mandarlo al puerto.

—¡No saldré de aquí! —decía ella, encolerizada, viendo cómo se llevaban sus muebles, sus óleos, sus lámparas…—. ¡La Constitución protege mis derechos! —se atrevió a añadir en un alarde de desesperación.

Sin embargo, aquéllos eran los últimos estertores de una mujer que no aceptaba ser despechada. Se repetía que si había vuelto era porque él se lo había pedido. Había cometido la locura de mezclar sus deseos con la realidad, pensando que sería para siempre, que se casarían, que su regreso marcaba la lógica evolución de aquel romance.

—Por favor, apiádate de una desgraciada… —acabó musitando en un mar de lágrimas, con el cabello hirsuto, los rasgos deformados por el llanto, y apoyada contra la pared en medio de su salón vacío…

Nadie la escuchó.

El 28 de agosto de 1829, el periódico de Río de mayor tirada, el
Diario Fluminense
, publicaba una nota:
«La excelentísima señora marquesa de Santos salió ayer de esta corte para la ciudad de São Paulo. Su mobiliario está embarcado a bordo del bergantín
Unión Feliz
, que sigue para Santos el 29 del corriente mes.» Unión Feliz
… el destino ponía su granito de ironía en aquel final.

Domitila de Castro no volvía como había llegado, sino como una acaudalada aristócrata que podría vivir siete vidas sin tener que trabajar ni medrar para ganarse el sustento. Sin embargo, se iba con el corazón roto y un hijo en sus entrañas, sin saber qué había hecho para merecer aquel segundo y definitivo destierro. Se había despedido de la duquesita de Goias, y el esfuerzo por contener la emoción la dejó exhausta, consumida. No había podido hacerlo de Pedro, que la evitó hasta el final.

87

Más que enamorado, Pedro se había encaprichado de aquel retrato de Amelia. Contemplarlo había dado rienda suelta a su ensoñación. El desbordamiento de efusividad que mostraba en sus cartas a Barbacena y a la joven novia era, sobre todo, la expresión de su profundo reconocimiento. El hecho de que una princesa se atreviese a cruzar el océano para unirse a un soberano que todos los ministros austriacos de Europa pintaban como asesino de su primera mujer le devolvía la dignidad, la confianza en sí mismo, la credibilidad y un puesto entre sus pares de la realeza. El «sí» de Amelia le había resarcido de tanto rechazo y tanta maledicencia, y por ello les estaría, a ella, al vizconde, a Barbacena y a todos los que habían colaborado en la hazaña, eternamente agradecido.
«… Háblele de mí
—le pedía al marqués
— para que conozca la manera de pensar de su esposo, que vea que es realmente hombre de bien y de carácter, que sabe y que siempre sabrá desmentir con sus actos las calumnias que vierten sobre él…»

Su comportamiento cambió drásticamente.
«Nuestro amo
—escribía el Chalaza
— es otro hombre. Ya no duerme nunca fuera de casa y siempre se desplaza acompañado de sus gentilhombres de cámara.»
Estaba enfrascado en los preparativos para la llegada de su nueva esposa. Ordenó limpiar la ciudad, colocar banderines en las fachadas de las casas y erigir arcos de triunfo gracias a las suscripciones de los comerciantes. Como se había enterado de que el color favorito de la nueva emperatriz era el rosa, mandó adornar palacios y edificios oficiales con toldos y guirnaldas de ese color y pintar, también de rosa, las ventanas y las columnas que imitaban las de Trajano en Roma. Lo hizo sin disminuir el ritmo del resto de sus actividades. Seguía con su afán de ocuparse de detalles que por su rango no le correspondían. Era el precio que había de pagar por no saber delegar. Quería tener la iniciativa en todo y se atosigaba al intentar mantener al día su vida amorosa, su trabajo político, sus actividades deportivas, los negocios dinásticos, los problemas de la sucesión de la corona portuguesa… Pero era infatigable.

Después de la boda celebrada en la capilla familiar en Múnich, Amelia y Barbacena se desplazaron a Londres para recoger a Maria da Gloria y embarcar todos juntos en Plymouth rumbo a Río, a bordo de dos fragatas, la
Emperatriz
y la
María Isabel
, que Pedro había puesto a su disposición
.
Conociendo el afecto que Amelia tenía por su hermano, también el cuñado Augusto, de diecinueve años, fue invitado a Río. Los cuatro hicieron la travesía en tres semanas, y para matar el tiempo a bordo aprendían portugués, jugaban a las charadas, hacían punto, leían y ensayaban pasos de baile en cubierta.

El 16 de octubre de 1829, mientras la fragata
Emperatriz
fondeaba en la bahía de Río, un vapor proveniente del puerto, con el emperador a bordo, se le acercó veloz. Nada más abarloarse, Pedro subió la escalera y cruzó la pasarela. Su proverbial ímpetu le impedía respetar los plazos de tiempo que mandaba el protocolo. Ardía en deseos de conocer a su mujer y de abrazar a su hija. En cuanto le vio, «la pequeña» corrió hacia él.
«Tan emocionado estaba abrazando a la reina que casi pierde los sentidos»,
escribió el marqués de Barbacena. Pedro había temido tanto que su hija fuese a caer víctima de intrigas enemigas o hasta de una emboscada del propio Miguel que no podía creer que la tuviera en sus brazos… más guapa que nunca, una adolescente. Amelia asistía a ese reencuentro sin atreverse a abrir la boca. Barbacena la describió como tímida, pero en realidad estaba muerta de miedo. Una cosa era oír hablar de Pedro en los salones de París y otra era tenerlo enfrente, con esa personalidad exuberante, sabiendo que eran marido y mujer. Lo cierto es que asistir a aquel despliegue de ternura filial fue para ella tranquilizador. ¿Era ese hombre abrazado a su hija y con lágrimas en los ojos el monstruo del que hablaban los cotilleos de salón en Europa? No podía creerlo. Que Pedro se hubiera dirigido antes a su hija que a ella, mostrando ese derroche de afecto paterno, ese afán de protección, la conmovió y aquello bastó para que empezara a mirar con otros ojos a ese hombre garboso, de piel curtida y rostro bronceado. Cuando Pedro dejó a la pequeña y se volvió para saludarla, sonriente y tembloroso, lo primero que pensó fue que la realidad era mejor que el retrato. Amelia era más alta de lo que había imaginado, bien proporcionada, elegante, con abundante pelo color miel y una sonrisa que evocaba la de las mujeres del Renacimiento. Durante la cena que compartieron a bordo, el emperador pudo comprobar que, aparte de guapa, era inteligente y de una madurez sorprendente para su edad. Después de los tumultuosos y recientes vaivenes de su corazón, de tantos años de mala vida, de tanta desilusión con la política, de las traiciones familiares, de la viudez y la separación, de tanto amor prohibido y desamor, Pedro sentía muy dentro de sí un rebrote de pura felicidad, como no había experimentado desde hacía muchísimo tiempo, quizá desde los tiempos remotos de su relación con Noémie. Esta otra francesa que admiraba del otro lado de la mesa era un regalo del cielo. Sus gestos refinados, su voz suave, su sencillez, y sobre todo su sonrisa le proporcionaban un placer sereno y profundo, como si después de la travesía de un temporal hubiera arribado a una playa de aguas mansas. Hasta le mudó la expresión del rostro: ese velo que parecía apagar el brillo de su mirada, esas arrugas y ese ceño que eran reflejo de las tensiones pasadas, ese aire serio y retraído dieron paso a su antiguo semblante jovial y pícaro. Fue como si la llegada de Amelia, al igual que la brisa que soplaba sobre la bahía de Río de Janeiro, barriese de golpe los nubarrones que se amontonaban amenazantes en el horizonte de su vida.

Hubiera deseado disfrutarla aquella noche, pero las condiciones del contrato, a petición expresa de la madre de Amelia, estipulaban que Barbacena sólo podía entregarla a Pedro cuando hubieran recibido la bendición de la iglesia. De modo que esa noche durmió solo en el palacio, con la alegría de saber que sería la última.

El día siguiente fue un día de gran gala. Embutido en su uniforme de generalísimo, Pedro volvió a la fragata a recoger a su mujer, y lo hizo en su galeón imperial propulsado por remeros. Ya en el dique y de camino a la capilla imperial, quiso sentarse en el mismo carruaje que transportaba a Amelia, pero el marqués de Barbacena le recordó la promesa hecha a la madre… De modo que tuvo que ceder.

Durante el tedeum, Pedro no pudo contener las lágrimas al oír las voces del coro. Se parecía cada vez más a su padre, lloraba casi tanto como el pobre don Juan, y ahora tampoco le importaba el qué dirán, no como antes, cuando quería parecer el más fuerte, el más valiente, el más macho. El tiempo había templado esos orgullos. Lloraba por la emoción indescriptible que le suponía haber conseguido a esa mujer y al mismo tiempo se maldecía por haber estado a punto de tirar la toalla. ¡Qué cerca había estado de perder esa felicidad! La espera había valido la pena.

Parecía el hombre más feliz sobre la faz de la tierra al salir de la capilla con Amelia del brazo. La gente dio rienda suelta a su júbilo y se pusieron a bailar en las calles al son de las orquestas que tocaban los ritmos de aquel país inmenso, del
forró
nordestino al
lundu
angoleño, para gran regocijo de los cariocas. Pedro y Amelia se desplazaron a la iglesia de Gloria, fuente de la devoción de la familia real desde los tiempos de don Juan. A pesar de encontrarse bajo el hechizo de la belleza, la juventud y la gracia de Amelia, Pedro tuvo un pensamiento furtivo hacia la mujer que le había acompañado tantas veces a rezar allí y a la que tanto había hecho sufrir. Aunque estuviera enterrada en el convento de Ajuda, Leopoldina no había muerto del todo, seguía viva en el imaginario popular. Más viva que cuando lo estaba en realidad, y Pedro tenía miedo de que se vengase desde el lado de los muertos. Su mala conciencia le acompañaría siempre.

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