El imperio eres tú (68 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

En el consejo de guerra que celebró con sus generales y ministros, todos coincidieron en que no podrían ganar la guerra sin caballería, de modo que Pedro decidió mandar a Palmela a Londres a comprar caballos, reclutar más mercenarios y, eventualmente, obtener ayuda concreta, material, del gobierno británico. Escribió también a Amelia para pedirle que vendiese diamantes y cuadros para obtener recursos.
«Sólo un milagro nos puede salvar»,
le decía, desvelando así el fondo de su pensamiento lúcido. Mientras esperaban el resultado de todas esas gestiones, Pedro y su Estado Mayor se emplearon a fondo en fortificar la ciudad.

El ex emperador no tenía reparos en unirse a los soldados que al amanecer cavaban trincheras, amontonaban piedras y sacos de arena para resguardarse, tallaban y clavaban estacas. Si Pedro veía que alguno hacía algo mal, le quitaba la azada de las manos y él mismo terminaba el trabajo, en cuclillas y remangado. Ahora podía aplicar lo que había aprendido en el taller de carpintería de San Cristóbal cuando era casi un niño. No era raro verle junto a los soldados empujando los cañones, bajo la lluvia o bajo el sol achicharrante de agosto. Solía cruzar el Duero para supervisar las obras de fortificación de un antiguo convento de carmelitas descalzas convertido en el bastión más avanzado de sus tropas. Una mañana, una campesina vestida de negro se le acercó:

—Por favor, señor, devuélvame a mi hijo…, es gallego como yo, no tiene por qué luchar en esta guerra.

—Qué quiere, buena mujer… —le contestó Pedro—. Yo también soy hijo de una española y sin embargo aquí estoy.

Y, en efecto, allí estaba, arrancando viñedos, ordenando cavar fosos, y asegurándose que los hacían bien profundos, que el estacado camuflaba las trampas, que el lugar sería tan inexpugnable como fuera posible.

Pedro pensó que, a falta de caballería, bien podría utilizar la fuerza naval de que disponía. Mandó una fragata hacia el norte con un destacamento de trescientos hombres para intentar hacerse con un arsenal de los absolutistas, pero no lo consiguieron y regresaron cabizbajos a Oporto. Junto con el general Vila Flor, idearon entonces otra incursión, más ambiciosa. Se trataba de cruzar el Duero con cuatro mil hombres y ocho piezas de artillería para atacar en Souto Redondo. Al principio, viendo que los centinelas miguelistas se daban a la fuga, pensaron que estaban a punto de conseguir una victoria fácil, pero fue una alegría breve. Las tropas absolutistas contraatacaron y esta vez diezmaron a los liberales. Desde la azotea del palacio de Carrancas, donde residía, y gracias a su catalejo extensible de latón dorado, Pedro fue testigo de la derrota y de la desbandada de sus tropas.

Mientras Vila Flor reagrupaba el batallón para evitar la masacre total, otro general sugirió que sólo quedaba la solución de embarcar de nuevo hacia las Azores. Entre muertos, heridos y desaparecidos, habían perdido la mitad de la infantería y las ocho piezas de artillería. Una catástrofe.

A pesar de creer que la contienda estaba perdida, Pedro no dejó traslucir su inquietud. Al contrario, intentó animar a sus subordinados, disimulando con sus gestos y palabras la profunda desazón que le embargaba. Sin embargo, la ilusión de ganar aquella guerra de manera rápida y decisiva se había esfumado para siempre. Llegada la noche, escribió a su mujer para que buscase un gran general francés, de esos que habían luchado con Napoleón, que inspirase confianza a sus oficiales. Quería prescindir de Vila Flor, a quien responsabilizaba de esa derrota. También mandó un correo urgente a Palmela, en el que le contaba la situación desesperada de sus fuerzas y le pedía que averiguase si los ingleses protegerían con su marina la retirada de sus tropas hacia las Azores. La respuesta llegó unos días más tarde y fue positiva. Pero entonces, Pedro ya había cambiado de opinión. Después de un primer momento de pura desesperación, pensó que si los ingleses le evacuaban, después acabarían reconociendo al gobierno de su hermano y darían por zanjado el problema portugués. Era indignante. No, se dijo, no podía aceptar esa deshonra. Si había de perder la guerra, sería dejándose la piel y las tripas en el campo de batalla. Cualquier otra solución que no fuese restaurar a su hija en el trono sería un insulto a la memoria de su padre, a su honor, al pueblo, a la Historia. Sin contar con que era un desplante a su amigo Mendizábal, que perdería todo el dinero que sus inversores le habían confiado. Y si había alguna esperanza de ganar aquella guerra, ésta estaba en Mendizábal, que por entonces contrataba a tres mil mercenarios y quinientos caballos más para suplir las bajas de Souto Redondo. Arrepentido de haber mencionado la evacuación, Pedro volvió a escribir a Palmela diciéndole que se olvidase de todo y que ni siquiera mencionase esa idea absurda producto de un momento de desaliento. Continuarían en Oporto con el trabajo de fortificación de la ciudad, preparándose para un ataque inminente y con la mirada puesta en sus gestiones en Londres.

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Los miguelistas no se decidían a lanzar el asalto final. Por cuestiones de rivalidad personal, sus generales dejaron pasar buenas oportunidades de hacerlo, como lo fueron las horas siguientes a la debacle de Souto Redondo. Las tropas se acostumbraron a vivir replegadas, sin luchar, pensando que los bombardeos debilitarían al enemigo hasta obligarle a rendirse. Además de equivocada, aquella estrategia salía cara: cada ronda de munición empleada costaba diez escudos, una cantidad considerable para el exangüe erario público. Por otra parte, Miguel no estaba al pie del cañón como su hermano, y esa falta de liderazgo se hacía notar entre sus filas. Ya no pasaba tiempo en su barco porque los acontecimientos exigían su atención, pero en el fondo subestimaba toda esa locura. Veía el futuro sin alterarse, sin miedo alguno. Hasta que no recibió un aviso del cardenal nuncio y de un grupo de sus cortesanos aristócratas que reclamaron su presencia para que pasase revista a su ejército, Miguel no se había dignado visitar a los soldados que estaban dispuestos a dar su vida por él, como tampoco visitó ninguno de los hospitales que atendían a los heridos. Cuando no tuvo más remedio que hablar a sus tropas, les anunció en tono profético:

—La expulsión de las huestes heréticas e infames de Oporto es inminente. La nación está a punto de ser purificada, libre al fin de los enemigos de Dios y de la religión. ¡Ha llegado el momento de castigar a los herejes!

Tanto aplomo se lo proporcionaba el plan que había concebido con sus generales, y que consistía en lanzar un asalto contundente, definitivo, el día de su onomástica, día bendito que conmemoraba la aparición del Todopoderoso ante el arcángel san Miguel. La proximidad de esa fecha en el calendario no podía ser sino una señal de la Divina Providencia, un guiño de Dios, la confirmación secreta de su inminente triunfo, de manera que nadie en Portugal dudaba de la victoria del rey. Se celebraron tedeums en todas las iglesias de la nación, algunas anticipándose a la victoria:
«¡Entramos en Oporto! ¡Tedeum laudamus!»
, lanzó el padre Fortunato en la iglesia de los Ángeles de Lisboa frente a fieles que compartían su mismo fervor fanático.

El día señalado, sin embargo, Dios debía de estar pensando en otra cosa. Los miguelistas lanzaron al asalto un regimiento de cinco mil hombres cada uno por el este. Un grupo consiguió penetrar en la ciudad y hacerse con varias piezas de artillería, pero tras once horas de furibundos contraataques, fueron expulsados. Al final, se batieron en retirada y dejaron en las calles a más de cuatro mil soldados de las filas absolutistas, entre muertos, heridos y prisioneros. Del lado de los pedristas, hubo cien muertos y trescientos heridos graves. En el imaginario popular, Oporto se había hecho invencible. El bando de los asaltantes se hundió en la desmoralización.

El gran triunfador del día de San Miguel fue Pedro. Ya era muy popular, muy querido y respetado entre la población de la ciudad. Los soldados lo querían como a un hermano más a la hora de compartir los sufrimientos cotidianos. Sin embargo, su comportamiento aquel día lo elevó a la categoría de héroe. No sólo por acudir a la llamada de socorro de un soldado herido en la pierna, por quien arriesgó la vida cruzando la línea de fuego, rasgándose él mismo su bota para aplicar un vendaje de fortuna, sino por su energía, su valor y su presencia constantes, dando aliento a todos con dedicación y campechanía. Los oficiales caían a su lado, pero él se mantenía de pie, sereno e indiferente al nutrido fuego de artillería y de mosquetes que le dejaba sordo. Después del combate, viendo que un soldado enemigo chorreaba sangre, le atendió haciéndole un torniquete con su chaqueta y no lo abandonó hasta que contuvo la hemorragia.
«Don Pedro se comportó admirablemente, exponiéndose a la muerte más de una vez»,
escribió el duque de Palmela, que había vuelto de Londres a tiempo para participar en la batalla de San Miguel. Un oficial británico le describió como
«abierto, valiente, poseído de una gran presencia de espíritu, frugal y trabajador».

La reacción de los miguelistas fue estrechar el cerco, reforzar la artillería y asfixiar la ciudad. Para vengarse del desastre del día de su santo, los artilleros de Miguel mandaron a Pedro un curioso regalo de cumpleaños, el 12 de octubre de 1832: un cañonazo que reventó su dormitorio del palacio de Carrancas. Afortunadamente, no estaba en casa, sino en las trincheras, colocando lo que llamaban «globos de compresión», que eran minas cargadas con gran cantidad de pólvora susceptibles de explotar cuando el enemigo cayese en los fosos camuflados. Pedro tuvo que mudarse y lo hizo al primer piso de una casa modesta, en el n.o 395 de la rua Cedofeita.

Oporto era ahora víctima de bombardeos constantes, tanto de noche como de día. Los proyectiles agujereaban los tejados, caían en los jardines y los patios, y de noche dibujaban en el cielo estelas fosforescentes, como macabros fuegos artificiales. Algunas bombas contenían mantas empapadas en ácido sulfúrico que al impactar liberaban una densa humareda de gases asfixiantes cuyos vapores abrasaban los pulmones. A Pedro le conmovía la entereza de los ciudadanos, que reaccionaban con indiferencia a las bombas, nunca con pánico; por muy intenso que fuese el bombardeo, los hombres y las mujeres procuraban seguir con sus ocupaciones habituales. Siempre había algún vecino observando los ataques, aun a costa de arriesgar su vida. Al cabo de varios meses, los jóvenes en las calles podían adivinar por el silbido y el estruendo de la detonación el tipo de calibre de la bala de artillería, o el tipo de obús. Los muchachos corrían a examinar los fragmentos que se convertían en objetos de intercambio, como si fuesen recortables de revista.

Al igual que los demás habitantes, Pedro tampoco modificó su rutina. Vivía con y para sus hombres. Era consciente de que cada uno de ellos era un engranaje de la enorme máquina cuyo eje principal era él. Todas las mañanas visitaba a los heridos en el hospital, deteniéndose a hablar con cada uno de ellos y ofreciéndose a repartir las raciones de sopa junto a los enfermeros. Luego salía a caballo a inspeccionar las fortificaciones, y un día de niebla casi se da de bruces con un destacamento enemigo. Trotando por la ribera del río, podía oír las conversaciones que los soldados de ambos bandos intercambiaban para no aburrirse. Los miguelistas llamaban a sus enemigos «masones» y «negros» en alusión al pasado brasileño de su jefe. Los otros respondían con insultos de «esclavos», «absolutistas», «serviles» y «curillas» porque había más de mil religiosos alistados en sus filas.

—¡Menudo rey el vuestro! Cuando se sienta en una silla, puede ver todo su reino… —les oyó decir carcajeándose.

Para quien había sido emperador de un país gigantesco, aquello tenía una gracia irónica y mordaz, que arrancó a Pedro una tibia sonrisa.

La tensa espera de un ataque masivo, el hecho de estar expuesto a las balas y las bombas, la humedad y la llegada del frío hicieron mella en su salud. Sus piernas seguían hinchándose y una tos seca y persistente le impedía dormir.
«Estoy muy cansado moral y físicamente
—escribió a su hijo—.
Pero del combate que estoy librando depende el triunfo de la libertad; si ganamos, Europa será libre. Si no, el despotismo aplastará a los pueblos.»
Recordar su misión, engrandecerla, le ayudaba a resistir. También le ayudó durante una temporada una vendedora de loza de la rua da Assunção, una mujer «de buenas carnes y costumbres fáciles», como la describió un cronista local, con la que Pedro mantuvo una relación, siempre a altas horas de la noche. Quizá debido a las malas condiciones higiénicas de una ciudad asediada, el caso es que sufrió una recaída de su dolencia venérea que le dejó muy abatido, y de la que tardó en reponerse. Postrado en la cama, sudando hielo en los picos de fiebre y limpiándose la frente con el pañuelito bordado que le había dado la hija de Noémie, se refugiaba en sus recuerdos de Brasil. ¿Cómo explicarle su morriña a «la locera», como la conocían en la ciudad y que le cuidaba con auténtica devoción porque veía que Pedro estaba cada día más delgado, con el pelo encanecido y el rostro patibulario? En su lugar, optó por abrirse a su hijo. En una carta, le decía que las alucinaciones de la fiebre le ayudaban a desplegar en su mente el paisaje de San Cristóbal, y entonces las lejanas explosiones del otro lado del Duero se convertían en los gritos de los pavos reales y las guacamayas del jardín, los tiros de los miguelistas en el graznido de los cuervos, los árboles de la calle Cedofeita en los flamboyanes y los hibiscos del Campo de Santana, el olor del bacalao seco y el aceite rancio de las calles de Oporto en el sabor penetrante de la pimienta «de cheiro» de las calles de Río, los pencos descarnados de Portugal en los briosos purasangre de Leopoldina… Si cerraba los ojos, la desolación y la muerte se transformaban en vida y esperanza.

101

Los miguelistas modificaron su estrategia. Descartado otro asalto a Oporto, pensaron que el hambre era el arma más eficaz para acabar con la resistencia del enemigo. Para bloquear totalmente la ciudad, necesitaban cortar el acceso de los sitiados al mar. Lo consiguieron cuando, después de varios e infructuosos intentos, montaron un puesto de artillería en la desembocadura del Duero, dificultando el aprovisionamiento de Oporto, que a partir de entonces se tenía que hacer por una carretera estrecha, inundada en innumerables ocasiones y a merced de los disparos miguelistas.

En efecto, el hambre no tardó en hacer su aparición. Pedro declaró que comería la misma ración que sus soldados y se atuvo a ello religiosamente. A las pocas semanas, la tropa y los niños competían ferozmente para dar caza a caracoles, perros, gatos y ratones. Perseguían a todos esos animales llamándoles «miguelistas». Dejaron de oírse ladridos en la ciudad; desaparecieron los perros callejeros y luego les llegó el turno a los de los oficiales. Furiosos, éstos amenazaron con castigar a los que pillasen in fraganti comiéndose sus mascotas. Los soldados franceses se abalanzaban sobre los burros y los caballos enfermos o muertos que despedazaban para cortar filetes y colocarlos sobre parrillas improvisadas. Entonces el olor de la carne asada que invadía las calles recordaba tiempos mejores.

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