Pedro II afianzaría el legado de su padre. De sus progenitores heredó una inmensa popularidad que, unida a su precocidad, su carácter prudente y la excelente formación que recibió de José Bonifacio, hicieron que el Parlamento le declarase mayor de edad a los catorce años y aboliese la regencia. Los diputados esperaban que su popularidad fuese capaz de sofocar las revueltas que habían sacudido Brasil durante la década de 1830 y que habían amenazado con desmembrar el país. La situación había llegado a ser tan grave que en 1832 se consultó al Consejo de Estado sobre las medidas que debían tomarse para salvar al joven emperador en caso de que la ciudad no pudiese contener la ola de insurrecciones, o que las provincias del norte declarasen su independencia de las del sur. Resultó ser tan buen político, que su reinado duró cincuenta años. Durante ese período,
O rei filósofo
como le llamaban, sentó las bases de la industrialización del imperio, amplió la red de carreteras que su abuelo don Juan había iniciado y construyó el primer ferrocarril a vapor. Abierto a las innovaciones de la ciencia, financió el proyecto de un cable submarino de telégrafo e introdujo el teléfono. Luchó contra la pobreza y el analfabetismo mediante el establecimiento de escuelas primarias y secundarias especializadas y universidades en todo el país. Hombre políglota, se especializó en lenguas raras: hebreo, sánscrito, árabe y guaraní, el idioma indígena más hablado en el siglo XIX en Brasil. Monógamo, padre de familia ejemplar, se casó con la princesa Teresa Cristina de Borbón Dos-Sicilias, quien le dio cuatro hijos. En muchos aspectos, fue lo contrario de su padre, pero Brasil los necesitó a ambos para afianzarse, y en ese sentido fueron complementarios. Leopoldina se hubiera sentido muy orgullosa de su retoño, considerado por muchos como el arquitecto del Brasil moderno. Si fue recordado como Pedro el Magnánimo fue por sus esfuerzos a la hora de tomar medidas para poner fin a la esclavitud, algo que tanto su padre como su tutor, José Bonifacio, que murió en 1838 sin ver su sueño realizado, le habían inculcado con tanto ahínco. No les defraudó y culminó la abolición en 1888 con la liberación de setecientos mil esclavos sin ningún tipo de compensación para sus dueños. Junto a Cuba, Brasil fue el último país en abolir el comercio esclavo, y lo consiguió un monarca tolerante, enciclopédico, sumiso a la Constitución, un hombre muy hábil a la hora de resolver conflictos entre las élites del país. Toda su vida política se esforzó en construir un Estado centralizado que resistiese las presiones secesionistas, siempre fiel a la máxima de su abuelo que le había trasmitido su padre en sus cartas:
«… la unidad del, imperio, hijo mío, la unidad».
Ironía de la Historia: si lo consiguió, en gran parte fue algo que se debió a la esclavitud. Las distintas provincias tenían tanto interés en mantener el comercio humano que descartaron la idea de abandonar el imperio, porque se hubieran encontrado en desventaja y en una posición demasiado débil para luchar contra los movimientos abolicionistas promovidos por Gran Bretaña.
Otra paradoja de la Historia: el fin de la esclavitud supuso también el fin de la monarquía. La clase adinerada del imperio, irritada por la abolición, orquestó un golpe de Estado militar que derrocó al emperador. Al igual que su padre, dijo que no quería que se derramase ni una sola gota de sangre brasileña y optó por exiliarse a Francia con su familia, y Brasil se convirtió en una república. Pedro II murió el 5 de diciembre de 1891, en París, donde fue despedido en loor de multitudes en un grandioso funeral de Estado. Sus restos fueron trasladados de regreso a Brasil en 1920, y colocados en una capilla en la catedral de Petrópolis, la ciudad que había fundado en los terrenos que su padre había comprado en la parte más alta de Río de Janeiro, donde el clima era más fresco.
En Portugal, su hermana la reina María II tuvo una vida más difícil y menos gloriosa. Fue la única monarca europea que había nacido fuera del continente y también dejó el recuerdo de haber sido una buena persona, un recuerdo parecido al que había dejado su madre, Leopoldina. Un año después de la muerte de su padre, se casó con Augusto, duque de Leuchtenberg, hermano de su madrastra Amelia. Tenía quince años de edad y estaba locamente enamorada de él. Sin embargo, su felicidad fue flor de un día. Dos meses después de la boda, su marido murió de difteria. María volvió a casarse el 1 de enero de 1836 con el príncipe Fernando de Sajonia-Coburgo y Gotha, que ejerció de rey consorte. Siguiendo la estela marcada por Pedro, que antes de morir mandó expulsar órdenes y curas que habían apoyado la causa absolutista y suprimir el impuesto del diezmo que financiaba a los conventos, siguieron modernizando las leyes y las costumbres, pero siempre chocaron contra la resistencia del pueblo a cualquier reforma. La prohibición de enterrar a los muertos en las iglesias, unido a la pobreza de la posguerra liberal, provocó un levantamiento en mayo de 1846. María tuvo que destituir su gobierno y nombró otro, frente al cual estaba el duque de Palmela, que supo devolver la calma al país y que siguió con reformas en la educación y la sanidad, siempre difícilmente implementadas porque el pueblo seguía fanatizado por el clero ultraconservador y antiliberal. Maria da Gloria, al igual que su madre, era muy fértil y encadenaba un embarazo con el siguiente, a pesar de que los médicos le avisaron del peligro que suponía dar a luz cada año. «Si muero, moriré en mi puesto», les contestó ella. En 1853, la «Madraza», como se la conocía, murió como su madre, de parto, dando a luz a su decimoprimer hijo.
Al año de la muerte de Pedro, Mendizábal tuvo la oportunidad de dejar su huella en la Historia de España. Gracias a su reputación de excelente financiero y a su compromiso con las ideas liberales, la reina regente María Cristina le llamó para nombrarle ministro de Hacienda y luego primer ministro. Lo primero que hizo para organizar las finanzas del país, al igual que Pedro en Portugal, fue decretar el fin del tradicional diezmo eclesiástico. Luego promulgó la medida de mayor transcendencia de cuantas se sucedieron durante la primera mitad del siglo XIX en España, conocida como la desamortización de 1836. Inspirada en la Revolución francesa, su objeto era dinamizar la economía agrícola del país apoderándose del ingente patrimonio inmobiliario acumulado por las órdenes religiosas y vendiéndolo. De esa manera redujo la agobiante deuda pública y proporcionó al Estado medios con los que financiar la guerra civil contra los partidarios absolutistas de Carlos, el hermano de Fernando VII, que reclamaban su derecho al trono. Diputado hasta el fin de sus días, murió en Madrid en 1853.
Fiel a su amigo Pedro hasta después de la muerte, el Chalaza continuó trabajando al servicio de la casa de Braganza como secretario particular de Amelia y de su hija la princesa María Amelia. Murió en Lisboa el 30 de septiembre de 1852.
Domitila de Castro nunca acompañó a París a su hija, la condesa de Iguazú, tal y como se lo había anunciado a Pedro en una carta. Permaneció en São Paulo, dispuesta a no dejarse vencer, a que su vida no acabase a la par que su relación con Pedro. De modo que después de cinco años, volvió a casarse con un oficial del ejército brasileño, Rafael Tobias de Aguiar, uno de los grandes líderes liberales de la época, con quien tuvo cinco hijos más. La mujer del cónsul inglés, Richard Burton, que fue recibida por Domitila en la cocina de su casa de la rua do Carmo, sentada en el suelo y fumando un cigarro puro, la recordaría como
«un personaje fascinante, absolutamente encantadora, sabedora de una infinidad de cosas sobre la vida de la corte y la familia imperial, con inteligencia y conocimiento del mundo»
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Como si la marquesa de Santos también hubiese querido redimirse de sus «faltas carnales», se convirtió, con el paso de los años, en una gran dama, activa y generosa, querida y respetada por todos. Su genio se fue erosionando, y dejó paso a la alegría de vivir que siempre la había caracterizado. Poco a poco fue desprendiéndose de su fortuna, regaló terrenos al ejército, a la municipalidad, a un orfanato, a una asociación de madres solteras, a otra de ex prostitutas… Pasó los últimos años de su vida volcada en promover actos culturales, como tertulias literarias, y en infinidad de obras de caridad. Al final de su vida, dos veces viuda, era una ruina espléndida que no quería estar sola porque, decía, los fantasmas familiares erraban por la casa, suscitando emociones del pasado que la asustaban. Rodeada de hijos, nueras y nietos, murió el 13 de noviembre de 1867, no sin antes haber perdonado las deudas a todos sus deudores y haber distribuido dinero a los pobres de la ciudad. Fue enterrada en el cementerio de la Consolación, situado en unos terrenos donados por ella a la ciudad de São Paulo. Hoy en día, se puede visitar su casa, hundida entre los rascacielos de la ciudad más poblada de América del Sur.
Recientes investigaciones parecen confirmar la teoría del envenenamiento de Juan VI. Aprovechando los trabajos de rehabilitación de la iglesia de San Vicente de Fora, donde se encuentra el panteón de los reyes de Portugal, los análisis de los restos mortales de don Juan han indicado una alta concentración de arsénico, suficiente para matarlo en pocas horas.
[5]
Casi siglo y medio después de ser enterrado en el mausoleo de los Braganza en Lisboa, los restos mortales de Pedro de Braganza y Borbón volvieron a su país de adopción para ser depositados en la cripta de piedra negra de un grandioso monumento construido en homenaje a la independencia. También fueron trasladados allí los restos de Leopoldina, así como los de Amelia. Los tres descansan para la eternidad en el monumento de Ipiranga, levantado en el lugar exacto donde Pedro lanzó el grito de «Independencia o muerte» y que hoy se encuentra a las afueras de São Paulo, una de las ciudades más grandes y prósperas del mundo, capital económica de una potencia unida y libre, tal y como fue soñada por sus creadores.
* * *
NOTA: Los acontecimientos aquí narrados han existido realmente. Los personajes, las situaciones y el marco histórico son reales, y su reflejo fruto de una investigación exhaustiva. He dramatizado escenas y recreado diálogos sobre la base de mi propia interpretación para contar desde dentro lo que los historiadores han contado desde fuera.
Quiero expresar, ante todo, mi agradecimiento a Ramón Menéndez, director de cine, guionista y viejo amigo mío, por haberme puesto sobre la pista de esta fabulosa historia. Y a mi editora, Elena Ramírez, por su ánimo, su entusiasmo y por haberme facilitado siempre el camino. Y por supuesto a Dominique Lapierre, por estar siempre ahí.
No hubiera conocido Brasil tan bien de no haber sido por mi amistad con el fotógrafo Claus Meyer, con quien recorrí el país varias veces en los años noventa. Claus ya no está entre nosotros, pero este libro es un homenaje a su amistad y un agradecimiento a su familia, Helena, Christiana e Ingo, que son en parte responsables de que me enamorase de Brasil. Sin olvidar a Ciro, por supuesto.
En São Paulo, quiero dar las gracias a Pedro Correa do Lago por los ánimos que me dio para que me embarcase en este proyecto, y también por su colaboración con su valioso material de archivo y sus contactos. Deseo expresar mi reconocimiento a Julio Bandeira por haberme guiado por el Río antiguo y haberme puesto en contacto con las librerías de viejo, auténticos tesoros escondidos en lo que queda del centro histórico, y por el regalo que me hizo, el álbum de Neukomm, que ha sido la música que me ha acompañado durante los largos días de escritura.
Mi mayor reconocimiento al historiador y amigo Manuel Lucena, especialista en Historia de América en el XIX, por haber revisado el manuscrito tan concienzudamente y haber aportado tan precisas y sutiles correcciones. Gracias también a Francisco Gómez Bellard por sus pertinentes correcciones, así como a Christian y a Patricia Boyer. Y no me olvido del doctor Ignacio Villa, nuestro buen amigo.
Gracias a Gonzalo Ortiz por sus contactos, a Zeca Seabra por su amistad, a Margarete de la librería Río Antigo, a mis amigos de Planeta do Brasil, especialmente a Cesar González y a Rogerio Alves por su colaboración en la recopilación de la documentación. Y a Laura Garrido, fiel amiga.
La investigación y la escritura de este libro me han robado muchas horas con mi familia, pero sin el apoyo, la compañía y la estabilidad que tanto mi mujer como mis hijos me han proporcionado, quizá nunca hubiera visto la luz. Gracias de corazón.
Me siento especialmente en deuda con cuatro libros:
MACAULAY, Neil,
Dom Pedro
, Duke University Press, 1973. Una visión histórica de la época y los personajes que rodearon la vida de don Pedro.
OBERACKER, Carlos,
A Imperatriz Leopoldina
, Conselho Federal de Cultura, 1973. Un libro apasionante basado en una densa y profusa documentación.
SOUSA, Tarquinio de,
A vida de Dom Pedro I
, 3 vols., Livraria Jose Olympio, Río de Janeiro, 1952. Se trata de la obra más completa e interesante sobre don Pedro.
GOMES, Laurentino,
1808,
Planeta do Brasil, 2008. Interesantísimo, bien escrito, y mejor documentado.
Además he consultado estas otras fuentes:
1808
-
1834
As maluquices do Imperador
, Geração ed., São Paulo, 2008.
ALLENDE, Isabel,
Hija de la fortuna
, Ed. Areté, 1999.
—,
Inés del alma mía
, Random House Mondadori, 2006.
AMADO, Jorge,
Teresa Batista, cansada de Guerra
, Alianza, Madrid, 1986.
BARRA, Sergio,
Entre a Corte e a cidade
, Jose Olympo ed.
BECKFORD, William,
The travel diaries of William Beckford,
Houghton Mifflin, Cambridge, 1928.
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Feitores do corpo, missionarios da mente
, Companhia das letras, São Paulo, 2004.
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Racines du Brésil
, Gallimard, París 1998.
BUSHNELL, David, y Neil MACAULAY,
El nacimiento de los países latinoamericanos
, Editorial Nerea, Guipúzcoa, 1989.
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Era no tempo do Rei
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