El imperio eres tú (71 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

En uno de esos momentos de remisión, recibió la visita de Antonio Carlos de Andrada, el hermano de José Bonifacio, aquel que tanto se había metido con él, y que le había llegado a pedir que abandonase el poder por «portugués». Pedro lo recibió con la mayor simpatía, como lo hubiera hecho con todo el que viniese con noticias de su familia y de aquel mundo. El antiguo adversario político venía desde Brasil y lo hacía en representación de un partido nuevo que rubricaba la restauración imperial. La delgadez y la larga barba canosa de profeta que lucía el ex emperador le impresionaron vivamente. Pedro IV de Portugal no se parecía al Pedro I que él había conocido. Se había quedado con la imagen de un hombre fibroso, capaz de cabalgar cien leguas sin detenerse para dar un discurso a una multitud. Del antiguo domador de caballos, sólo reconoció el brillo habitual en el fondo de su mirada.

—Queremos que volváis a Brasil para que el país no se desintegre —le dijo Andrada, hablando también en nombre de sus hermanos.

—Ahora queréis que vuelva, hace poco me estabais echando.

—La situación ha cambiado… Y os pido que recibáis mis más sinceras disculpas por lo pasado.

—Aceptadas, Andrada. Lo pasado, pasado está; contadme qué puedo hacer por nuestro Brasil…

Al igual que José, su hermano era un formidable orador que le hizo una descripción dramática de la situación, rogándole que salvase el trono de su hijo, el imperio que fundó, la unidad de la patria. Los gobiernos que se habían sucedido después de su partida, le dijo, no habían sido capaces de contener el desorden social. Le hizo la lista de todas las rebeliones que habían sacudido Brasil desde Pará al norte hasta Río Grande en el sur. Ahora el país entero le reclamaba. Era un discurso que a oídos de Pedro sonaba a música celestial, la realización de un sueño tan imposible que ni siquiera se lo había planteado. Una victoria… casi póstuma. Cerró los ojos y en la brevedad de un instante vio a su hijo y a sus hijas en San Cristóbal, imaginándoselos tres años mayores gracias a las descripciones del visitante. Recordó el calor a la hora de la siesta, el zureo de las palomas, los gritos de las guacamayas en el jardín y el lejano relincho de sus caballos en las cuadras… Creyó oler el aroma de los nardos que Leopoldina cultivaba en su pequeña huerta. Durante unos instantes se dejó mecer por la idea del regreso, una medicina para sus heridas del alma, la mejor que su salud podía recibir. Se dejó llevar por ese pensamiento dulce y deleitante porque mitigaba la amargura constante, insidiosa y machacona de la nostalgia, esa
saudade
que le reconcomía:
«Qué día de luto y de tristeza es éste para mí —
había escrito a su hijo en el reciente aniversario del día de su partida—.
Fue este mismo día que me vi obligado a separarme de vosotros. Y de Brasil, ese bello país donde fui criado, donde viví veintitrés años, un mes y siete días, y que adopté como mi patria».
En realidad, esa carta no la había escrito él; se la había dictado al Chalaza porque le temblaba demasiado el pulso. Pero eso no se lo dijo a Antonio Carlos.

Al abrir de nuevo los ojos, la ensoñación desapareció y la realidad tomó el relevo:

—Mi abdicación es irrevocable —le contestó.

Ante la decepción que observó en el rostro de su interlocutor, añadió una exigencia que sabía imposible de cumplir:

—… Sólo regresaría a Brasil si la Asamblea Nacional emitiese un voto solemne para que ejerza la regencia durante la minoría de edad de mi hijo.

Ambos sabían que no podría ser porque el Parlamento seguía dominado por la vieja aristocracia esclavista, adversaria de Pedro y de sus ideas. Aunque el partido por la restauración había crecido considerablemente, todavía distaba mucho de obtener la mayoría en la Asamblea. Pedro le exigió esa condición a Antonio Carlos por no darle una respuesta negativa, por deferencia a un hombre que había surcado los mares para hacerle una petición extraordinaria. Andrada se resignó y no insistió. Entendió perfectamente que su gestión había fracasado. La era de don Pedro I en Brasil había pasado y no iba a volver.

Pronto Pedro no pudo montar a caballo y tuvo que olvidarse de sus paseos, de sus visitas sorpresa a los ministerios y de sus cacerías. Sólo su fuerza de voluntad le permitía seguir con sus actividades, cada vez más reducidas. Cada vez recibía a menos ministros y por menos tiempo; dictaba menos cartas, redujo las salidas al teatro, y cuando asistía, solía irse antes del final de la representación. Su mayor alegría era recibir cartas de Brasil, sobre todo cuando iban acompañadas de una nota de su hijo, con caligrafía infantil y a veces ilegibles:
«Mi querido padre y mi señor: tengo muchas saudades de vuestra majestad imperial. Como obediente y respetuoso hijo, pido a vuestra majestad un mechón de vuestro cabello…
», le decía a principios del verano de 1834.

Como los grandes animales salvajes que sienten la cercanía de la muerte, quiso dejar el palacio de Ajuda en Lisboa y pidió a Amelia que le trasladasen a Queluz, el lugar que le había visto nacer. Desde el carruaje que le llevaba al palacio de su primera infancia, construido con el oro y los diamantes de Brasil, saludaba con la mano a los campesinos que dejaban sus aperos y se acercaban al borde la carretera para verle pasar. Ahora sonreían; tres décadas antes, el día de la partida, lloraban de rabia y de pena al ver cómo su abuela, la reina María, y su séquito eran obligados a dejar el país. El palacio ya no parecía aquel lugar dejado de la mano de Dios. Sus muros habían recobrado el color cálido y dorado de siempre, los arbustos volvían a estar delicadamente tallados, las fuentes y las estatuas parecían haber recuperado su poder simbólico. Al entrar en el recinto, no pudo evitar recordar su última noche antes de abandonarlo, la de la gran evacuación, cuando las negras del palacio empaquetaban a toda prisa ropa, juguetes, vajillas enteras, cuberterías, cuadros y antigüedades mientras él y Miguel, desorientados y excitados por aquel ambiente enrarecido, jugueteaban entre las cajas. Recordaba a su abuela, la reina María, que gritaba mientras la metían a la fuerza en una carroza: «¿Cómo se puede abandonar un reino sin combatir?» No quería irse de Queluz. ¿Quién hubiera querido abandonar aquel paraíso, con su aviario, sus jardines odoríferos, su serenidad y su opulencia? «Rápido, se acaba el tiempo», decían los capataces y ahora, de vuelta en casa veintisiete años más tarde, esa misma frase que retumbaba en su memoria adquiría otro significado para el ex emperador de Brasil. Un significado implacable.

Al cruzar los jardines, pasó delante de los extravagantes canales y piscinas, sin agua pero todavía recubiertos de bellísimos azulejos envejecidos; luego entró en el palacio y atravesó con paso débil, apoyándose en su mujer, la sala del trono con sus molduras doradas, los pasillos vacíos con techos pintados, y se instaló en el cuarto del fondo, donde su madre había muerto, donde él y sus hermanos habían nacido. Se tumbó en la cama de aquella habitación redonda, cerca del oratorio, y descansó viendo los cuadros en el techo que mostraban las hazañas del Caballero de la Triste Figura que habían mecido los mejores sueños de su infancia. Ya no tuvo fuerzas para abandonar ese lecho. Se cerraba el círculo.

Al día siguiente, convocó a su amigo el marqués de Resende y al Chalaza para ratificar el testamento que había redactado en París y aportar algunas modificaciones. Pidió que, a su muerte, su corazón fuese enviado a Oporto como muestra de agradecimiento a sus heroicos habitantes. Luego nombró tutora de todos sus hijos a su mujer Amelia, y ofreció su espada a su cuñado Augusto, que acababa de pedir la mano de su hija. No asistiría a esa boda, pero la idea le gustaba y le daba paz. Sobre todo, quiso asegurarse de que todos sus hijos recibían un trato justo y equitativo e hizo un repaso a todos los que guardaba en la memoria, uno a uno, incluyendo el más reciente, de cuya existencia se había enterado por una carta de la abadesa del convento de la Esperanza de la isla de Terceira en las Azores. De su fugaz relación con sor Ana Augusta Peregrino había nacido un retoño, y tampoco quiso que ese último hijo quedase desatendido. Dejaba bien claro que era el padre de todos, y a ninguno olvidaba. Reconocía haber sido un pésimo marido y amante, pero cuidando a los hijos esperaba compensar sus vicios de mujeriego. También dijo que no quería unos funerales pomposos, como mandaba el protocolo. Que a pesar de haber sido rey y emperador, su orgullo estaba en acabar sus días como buen soldado, y que le bastaba ser enterrado en un féretro de madera sencillo, como a cualquier comandante del ejército. Se encontraba tan débil y tenía tantos temblores que no pudo firmarlo. Tuvo que hacerlo al día siguiente, después de recibir los santos sacramentos. Su mujer le recordaría muy sereno, y es que Pedro no se amilanaba en los momentos difíciles, y en el más difícil de todos, menos aún. Hablaba de la muerte con un desapego pasmoso y gran lucidez. Qué poco le importaban ahora las ingratitudes, las crueles injusticias que le amargaron sus más bellos triunfos. Qué poco importaba ya la hipocresía de la política, las humillaciones de las traiciones, los azares de la fortuna… Ante la cercanía de la muerte, qué poco importaban las cosas vanas de la vida.

Quiso recibir a su amigo Mendizábal, que venía al frente de una comisión de liberales españoles que seguía con la idea de hacerle emperador de Iberia… ¿Qué importaba ahora ese nuevo cetro? Lo que le importaba era estrechar entre sus brazos a Mendizábal, el último de los hidalgos, el artífice de su triunfo, y darle las gracias de todo corazón. Lo que sí contaba era saber que su hija reinaba y que el país era gobernado según la Constitución redactada por él. Lo que sí contaba era que había aportado su grano de arena a la larga lucha del hombre por la libertad. Contaba el calor de la mano de Amelia en la suya, los trémulos besos de sus hijas, la presencia siempre reconfortante de su viejo amigo el Chalaza, la amistad de todos los que, en un desfile incesante, venían a decirle adiós: ayudas de campo, ministros, cortesanos, militares… A estos últimos les pidió que le trajesen un veterano de uno de los batallones que tan heroicamente había luchado en Oporto. Cuando el hombre entró en la habitación, Pedro se alzó en la cama, le hizo una señal para que se acercase y le dio un abrazo fraterno pidiéndole que transmitiese a sus camaradas el reconocimiento a tanto valor demostrado. El veterano salió llorando como un niño, diciendo que hubiera preferido morir en el campo de batalla antes que ver a su jefe en ese estado.

En el silencio de aquella habitación atravesada por los susurros de médicos, criados y religiosos, Amelia veía, impotente, cómo se extinguía la débil llama de la vida de su marido. Era testigo de una agonía tranquila, sin sobresaltos ni grandes sufrimientos. Nadie sospechaba hasta qué punto las cosas del mundo habían dejado de interesarle. Poco a poco, dejó de luchar: las mejorías le parecían trampas, ya no quería vivir pendiente de la próxima crisis, sin fuerzas, siempre a merced de nuevos sufrimientos que eran como comparsas del mal mayor. Los medicamentos dejaron de hacer efecto y la hinchazón de sus piernas aumentó aún más por el edema. En los momentos de lucidez, le pedía a Amelia que escribiese a sus hijos a Río, o que se asegurase de que su corazón sería enviado a Oporto, o que le acercase el pañuelito bordado de oro que siempre llevaba encima para limpiarse el sudor, o simplemente para sentirlo en sus manos… Ella, enfrentada al derrumbe de sus sueños, se sentía languidecer con él. Había perdido la corona de Brasil; ahora perdía a su marido. Sería viuda a los veintidós años.

A las dos de la tarde del 22 de septiembre de 1834, mientras el sol iluminaba los campos dorados de los alrededores de Queluz, Pedro de Braganza y Borbón exhaló su último suspiro en la misma cama que le había visto nacer.
«Murió en mis brazos
—escribió Amelia a sus hijastros en Brasil
— y jamás hubo una muerte más tranquila.»

Al son de los tambores forrados de negro, su féretro fue acompañado por una ingente y silenciosa multitud desde Queluz hasta la magnífica iglesia de San Vicente de Fora, que dominaba Lisboa. Según sus últimos deseos, fue enterrado en el panteón familiar sin el corazón, que le fue extirpado al hacerle la autopsia. También según sus deseos, se autorizó a todos, independientemente de su rango o condición, a seguir el cortejo fúnebre y asistir al funeral. «Murió el padre del pueblo», decía la gente. Se iba un príncipe desmedido, un prodigio de la naturaleza, un ser paradójico y explosivo que marcó con su vida la historia de dos continentes.

Unos días más tarde, en Oporto, una mujer vestida de negro y con el pelo cubierto de una mantilla de encaje vio acercarse, desde la tienda de porcelana y loza que regentaba en la rua da Assunção, un cortejo precedido de una multitud de vecinos. Se santiguó al paso de la carroza tirada por caballos negros y escoltada por lanceros a caballo, que transportaba en su interior una urna, colocada sobre un cojín de terciopelo granate y protegida por una caja de cristal y un dosel. Dentro de aquella urna iba el corazón del hombre que había pasado como un relámpago por su vida y que había querido con toda su alma. Su gran dolor era no haber podido arrancarle de las garras de la enfermedad. La mujer se unió al cortejo que siguió avanzando bajo la lluvia hasta la iglesia de la Lapa donde, entre cánticos, oraciones y lágrimas, la reliquia fue colocada por el obispo en la sacristía para que sirviese de inspiración a generaciones futuras de hombres y mujeres. Todos los días de su vida, aquella mujer fue a rezar en ese lugar por el eterno reposo de Pedro, cuyo corazón de emperador, le gustaba pensar para consolarse, también había latido por ella, una humilde tendera.

EPÍLOGO

La carta de Amelia tardó un mes en llegar a Río de Janeiro. José Bonifacio se la entregó a un niño rubio de mirada melancólica, el emperador Pedro II de Brasil. En su interior encontró la mecha de pelo que le había pedido a su padre hacía tiempo para luchar contra la morriña. A continuación, el niño leyó la carta que contaba la noticia de la muerte y los detalles de la autopsia. Al terminar, estaba tan conmovido que Bonifacio le abrazó para consolarle: «Don Pedro no murió —le dijo en voz baja el anciano científico—. Sólo mueren los hombres vulgares, no los héroes… Su alma inmortal vive en el cielo.»

Quizá la necrológica más curiosa la hizo Evaristo da Veiga, el más acérrimo de sus adversarios políticos en Río, quien al recibir la noticia, tuvo la nobleza de reconocer:
«La providencia convirtió al príncipe en un poderoso instrumento de liberación. Si existimos como cuerpo de nación libre, si nuestra tierra no fue recortada en pedazos de pequeñas repúblicas enemigas, dominadas por la anarquía y el espíritu militar, se lo debemos mucho a la decisión que tomó de quedarse entre nosotros, de soltar el primer grito de nuestra independencia.»

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