El imperio eres tú (66 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

—¿Noémie?

—Sí, soy yo.

—¿Noémie Thierry?

—Sí, bueno…, ése es el nombre de mi madre. Yo soy Noémie Breton…

Estaba frente a su hija.

—Dios mío, eres el vivo retrato de tu madre.

—Sí, eso dicen todos los que la conocieron.

No sólo había heredado la belleza de su madre, sino también el talento. El Chalaza la había localizado fácilmente porque la joven era actriz de reparto en una obra de Alejandro Dumas que se representaba en un pequeño teatro. Así fue como Pedro se enteró de que Noémie, su Noémie, había muerto de tuberculosis unos años atrás. La familia que la había acogido en Pernambuco y que la había atendido por indicación del rey hasta que tuvo a su hijo la casó después con un oficial portugués, pero aquel matrimonio había sido un rotundo fracaso. Después de malvivir en Recife durante varios meses, había conseguido enamorar a un marinero francés que la embarcó en un carguero rumbo a Francia. Nada más llegar a Nantes, abandonó al marinero y se marchó a París, donde pudo introducirse en la farándula del teatro, la auténtica familia de los cómicos. Meses después conoció al padre de la muchacha que ahora tenía enfrente, pero no se casó con él.

—¿Su madre le habló de mí?

—Sí, claro. Lo sé todo. Los paseos por el Corcovar…, ¿así se llama la montaña esa?

Pedro le corrigió:

—Corcovado.

—Ah, es cierto. Y el Pan de Azúcar, qué gracioso nombre…

Pedro sonrió. La chica prosiguió:

—Me habló de aquel general holandés que vivía solo en la montaña, de las funciones del Teatro Real donde se derretían de calor, de su madre que se opuso al matrimonio… Mire, he traído esto.

La joven sacó de su bolso un pañuelo de lino con el anagrama de los Braganza bordado en hilo de oro.

—Este pañuelo se lo dio su madre, la reina, a la mía…

En efecto, era el pañuelo que Carlota Joaquina había entregado a Noémie para que se secara las lágrimas el día en que había ido a visitarla a la choza del Corcovado para pedirle que se olvidase de su hijo. Pedro lo tomó en sus manos y lo miró como si fuese un objeto animado con vida propia. Cuánto dolor contenía ese trocito de tela… Al tocarlo, le daba la impresión de que acariciaba a Noémie. Siempre había sido un sentimental y con la edad no cambiaba, al contrario. La voz de la chica le interrumpió el ensimismamiento:

—… Yo no me cansaba de pedirle que me contase historias de su vida allá; me parecía todo tan exótico —dijo riéndose con una sonora carcajada de cristal.

Pedro estaba maravillado por el desparpajo de aquella chica, aquella réplica de su primer amor. Algo tenían las francesas que le resultaban irresistibles. En otro momento, hubiera intentado seducirla, aunque sólo fuese para sentir de nuevo el calor del fuego que le abrasó en sus años mozos, para volver a oler aquella piel dulce, a tocar aquellos pechos tibios que poblaron sus mejores sueños de adolescente… Pero no. Ahora no tenía agallas para intentarlo. Además ya no estaba seguro de que lo consiguiera. Es más, le daba miedo porque podría enloquecer de amor. Otra vez. ¿No dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra?

—Se preguntará usted por qué la he convocado… —dijo Pedro con una voz neutra que intentaba mitigar la emoción que le arrebataba— o, mejor dicho, por qué he intentado retomar el contacto con su madre…

—Pues sí, la verdad. Me imagino que es por el recuerdo.

—Sí, es por el recuerdo, claro. El mejor de los recuerdos…

Pedro parecía dubitativo, buscaba las palabras.

—… Pero quería decirle a ella…, bueno, decirte…

Se quedó callado, sin saber si debía continuar.

—¿Sí…? —insistió ella.

Pedro tosió. Siguió vacilando hasta que decidió soltarlo:

—No sé si sabes que tu madre tuvo un hijo mío que nació muerto.

La joven mudó de expresión y se puso seria. La mezcla de elegancia y rudeza de su interlocutor la despistaba:

—Eso no me lo había contado —dijo con un aire de gravedad que la hacía parecer aún más bella.

—Sí, e hice traer su cadáver embalsamado y colocado en un féretro al palacio donde vivía en Río.

Hubo un largo silencio. Pedro continuó:

—Un medio hermano tuyo.

La chica le miraba con ojos muy abiertos. No había esperado oír algo así, y le costaba disimular la conmoción.

—Lo he tenido en mi despacho todos estos años. Con las prisas de mi partida, el féretro se ha quedado allí. Acabo de recibir una nota de la Asamblea Nacional… Quieren saber qué hacer con él. Por eso quería ver a tu madre, para darle sepultura aquí en París después de tantos años… Si hubiera estado viva, claro.

Miró a la chica con ternura, antes de añadir, ya para terminar:

—Les diré que lo entierren en el convento de Ajuda.

¿Era la inminencia de la gran batalla que estaba por librar lo que le hacía refugiarse en el pasado? ¿Eran las ganas de saldar sus deudas con los que habían sufrido por su culpa? ¿O era el presentimiento difuso de la muerte? ¿O quizá simple miedo? Antes de concluir la entrevista, Pedro pidió si podía quedarse con el pañuelo. Noémie alzó los hombros, como diciendo que si ésa era su voluntad, se lo podía quedar.

—Espérame aquí un instante —le dijo.

La dejó sola. Ella manoseaba nerviosamente su bolsito entre sus dedos finos y largos, mientras miraba por la ventana. Los copos de nieve, densos e irreales, caían sobre los plátanos del patio y los tejados de pizarra. Pedro volvió poco después. Traía un obsequio envuelto en un saquito de terciopelo negro que había ido a buscar a su caja fuerte y se lo entregó. La joven lo abrió con cuidado y vio refulgir un brillante en su interior. Escuchó la voz de Pedro:

—Es un recuerdo de mi país. No se lo pude dar a tu madre, por eso te lo doy a ti.

—No…, no puedo aceptarlo —balbuceó la joven devolviéndole el presente.

Pedro hizo un gesto con la mano para que lo guardase.

—Es un intercambio. Yo me quedo con el pañuelo, tú con la piedra.

Le señaló la puerta y mientras ella se levantaba, decía:

—Pero esto… tiene mucho valor, no puedo…

Pedro la acompañó y le besó la mano al despedirse:

—Tenemos que guardar este secreto, no vayan a pensar que desvío recursos de la campaña… ¿Me lo prometes?

Noémie, soliviantada, asintió con la cabeza, esbozó una sonrisa de agradecimiento y desapareció escalera abajo.

97

Al regresar de misa justo enfrente de su casa, en la iglesia de St. Philippe du Roule, se encontró Pedro con el almirante Sartorius, que estaba esperándole. Era un veterano británico que había sido elegido para dirigir las fuerzas navales de su hija. Llegaba de la pequeña isla de Belle-Isle, donde estaba reunida la flotilla armada. La aportación de Mendizábal había sido decisiva para dar un empujón definitivo y acelerar los preparativos —le dijo—. El dinero lo había hecho todo más fácil.

—La expedición contra don Miguel ha dejado de ser un proyecto, ahora es una realidad. Sólo falta que le pongáis fecha.

Pedro pidió unos días más antes de poder contestar. No compartía el entusiasmo de Sartorius ni el de los exiliados portugueses, que le jaleaban porque pensaban que su simple aparición al frente de una tropa liberal bien disciplinada bastaría para que las fuerzas miguelistas depusiesen las armas. Pedro no lo veía nada claro; conocía a su hermano y sabía lo correosos que eran los absolutistas. No, aquella campaña no sería un paseo fácil.

Esa gran batalla que se avecinaba, que era como un exilio dentro de otro gran exilio, añadida a la dureza del invierno parisino, contribuía a acrecentar su melancolía, y ésta, al deterioro de su salud. La fatiga acumulada le llevaba a olvidarse del resto del mundo, de las dificultades de la campaña que estaba a punto de empezar, de la llamada de la gloria y la aventura… En aquellos días previos al último gran viaje de su vida, sólo quería una cosa: contemplar a su recién nacida. Permanecía largos ratos inclinado sobre la cuna, espiando un atisbo de sonrisa, descifrando en su carita algún parecido con él, con su madre, con el abuelo Juan o la abuela Carlota… Luego la cogía en brazos y la cubría de besos.

Fue Amelia quien le sacó de aquel estado de languidez.

—No puedes dejarte llevar por los vaivenes de tu corazón —le dijo—. Tus hijos están bien, nosotras estamos bien… Tus hombres van a pensar que prefieres la quietud de la vida de familia a los riesgos de una campaña política.

—Si piensan eso, estarán en lo cierto —le dijo esbozando una sonrisa cansada—. A veces me pregunto si he tenido razón en dejarme involucrar en este engranaje… ¿Sabes cómo me llama el caricaturista de ese periódico miguelista que circula entre los emigrados? Don Perdu…

—No dejes que eso te afecte; de peores ataques has sido blanco. Lo importante es que los pueblos de Europa esperan mucho de ti… No les puedes defraudar.

Fue ella quien le sacó de aquel entumecimiento mental. No podía dejar que su marido se desmoronase en víspera de una prueba tan dura. Aunque, en el fondo, lo entendía… ¿A quién le apetece ir a luchar contra su propio hermano? ¿Compartir la vida de la tropa, pelear por un país que ya no sentía como suyo? Comprendía perfectamente la falta de arrojo de su marido. También ella se resignaba, espartana, a no tenerlo cerca durante largos meses. Quizá a perderlo para siempre… Pero no había otra salida. No tenía sentido luchar contra las fuerzas poderosas que el propio Pedro había contribuido a desencadenar.

—Sí, Amelia, no hay otra salida, tienes razón.

En el fondo, a Pedro le costaba creer en la victoria por la desigualdad tan enorme de fuerzas. No se dejaba embaucar por los cantos de sirena de sus oficiales ni de los refugiados portugueses. Sin embargo, la suerte estaba echada. ¿Se imaginaba volviéndose atrás? Imposible. ¿Qué sería de su honor? Ya era tarde para quedarse fuera del meollo y esperar, cómodamente instalado en su piso de París, los comunicados del ejército en guerra contra su hermano. Podría haber delegado en nombre de su hija y seguir disfrutando de ese exilio que ahora se le antojaba dorado, pero no lo había hecho porque aquel comportamiento no iba con él. El confort burgués era tentador, pero no había nacido para ello. Ahora se daba cuenta de que, más que gloria, lo que ansiaba era redimirse de tantos errores cometidos, de tantas flaquezas y vilezas morales con las que había salpicado a los seres cercanos, hasta a los más queridos. Eso sólo se conseguía con el desapego hacia la vida y el don total de sí mismo. Y al final del camino, si había suerte, la gloria, y si no, la muerte. Su mujer estaba en lo cierto: no tenía otra salida.

A partir del momento en que lo vio claro, sus dolencias y achaques desaparecieron, o quizá prefirió olvidarlos. Consciente de que debía prepararse para una vida nueva, se dedicó a leer libros de táctica de guerra, a escudriñar mapas militares, a practicar en el campo de tiro y a participar en maniobras militares con el rey de Francia. Hasta que llegó Mendizábal, para decirle que todo estaba listo.

Antes de partir, redactó un testamento. Estuvo rebuscando en su memoria para no olvidar a ninguno de sus hijos, legítimos e ilegítimos, incluido el que tuvo con la modista Clémence Saisset, y el pequeño Rodrigo con la hermana de Domitila. A todos les dejó algo. Tenía treinta y tres años y el retrato para el que posó esos días lo mostraba con uniforme de general portugués llevando la Gran Cruz de la Legión de Honor, el pelo ondulado, las eternas patillas y una perilla, aunque también estaba más grueso e hinchado, sin ese aire juvenil que le había caracterizado.

La mañana del 25 de enero de 1832, un nutrido grupo de seguidores acompañados de algunos ministros y diputados franceses acudieron a la rue de Courcelles para un desayuno de despedida. Se congregaron más de doscientas personas, que Pedro tuvo que abandonar a las 7.45, cuando le dijeron que el carruaje estaba listo. Abrazó a su mujer y luego a su hija mayor. La pequeña Maria da Gloria se conmovió al ver a su padre, vestido con aquel uniforme rutilante, inclinarse ante ella y tomarle la mano:

—Señora, he aquí un general portugués que va a ir a defender vuestros derechos para devolveros vuestra corona.

La pequeña se abalanzó sobre él, que la apretó fuerte y largamente contra su cuerpo.

98

De París a Nantes, donde le esperaba Mendizábal. De Nantes a Belle-Isle, punto de encuentro de los voluntarios que se habían alistado. De Belle-Isle a las Azores, donde esperaba el grueso de la tropa y la flota. Bajo un cielo azul intenso, Pedro descubrió un paisaje familiar de campos verdes sembrados de olivos y naranjos y de casas blancas. Portugal en medio del Atlántico. Las montañas abruptas de aquella isla, con senderos tan estrechos que sólo se podían recorrer en burro, se alzaban al cielo. Mientras el barco fondeaba en la bahía de Ponta Delgada y los soldados, ruidosos y excitados, se peleaban por un lugar en cubierta, Pedro no perdía el tiempo: verificaba el estado de las pistolas y las espadas. Poco quedaba ya del burgués parisino: se estaba transformando en un jefe militar dispuesto a compartir con sus hombres los peligros de la guerra. Fiel a sí mismo, quería controlarlo todo, minimizar el riesgo, no dejar nada a la improvisación. La multitud que esperaba en el muelle formaba parte del campamento militar y estaba compuesta de una mezcla heteróclita de hombres: liberales fanáticos, estudiantes idealistas recién salidos de la universidad de Coimbra, escritores y poetas buscando palabras para plasmar la grandeza de aquella gesta heroica que les tocaba vivir, veteranos de las campañas peninsulares contra Napoleón, voluntarios de todos los rincones de Europa, desde
clochards
parisinos hasta hojalateros en paro, malabaristas o veterinarios, soñadores, aventureros reclutados en las calles de Londres y París y auténticas ruinas humanas que se habían alistado únicamente para poder comer. Sí, ése era su ejército, que desbordaba entusiasmo y ganas de luchar.

Empeñado en que no se le escapase el más mínimo detalle de la expedición, se metía en todo: echaba una mano a los mecánicos del arsenal, supervisaba el calafateado de los buques, observaba el montaje de las piezas de artillería y escribía notas e informes apoyando el papel sobre su rodilla. El almirante inglés confesó no haber visto nunca a un hombre tan activo. De noche, encontraba tiempo para escribir a su hijo, lo que le servía para ordenar sus ideas:
«… Es muy necesario que te hagas digno de la nación sobre la que imperas, porque el tiempo en que se respetaba a los príncipes por ser únicamente príncipes se acabó; en el siglo en que estamos, ahora que los pueblos saben cuáles son sus derechos, es menester que los príncipes sepan que son hombres y no divinidades.»

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