El imperio eres tú (61 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Mientras se encontraba en ese estado de ánimo le sorprendió la noticia de la muerte de su madre. Estaba pasando unos días en una finca que acababa de comprar, arriba en las estribaciones de las montañas, donde el clima era fresco y permitía a la familia protegerse de los temibles calores del verano carioca. Una carta de su hermano Miguel, en términos sorprendentemente afectuosos, le anunciaba:
«Mi querido hermano de mi mayor estima. Nuestra madre ha tenido una muerte verdaderamente cristiana y no se ha olvidado del hijo ausente…»
Aludía a una joya legada por su madre y a parte de la herencia de don Juan que le correspondía al emperador.

—Ya no firma «Miguel» —comentó Pedro, visiblemente irritado—. Esta carta la ha redactado, sin duda, un secretario; él no sabe escribir así…

La noticia le sumió en un profundo desasosiego. Ahora, siendo huérfano de padre y madre, sabía que la siguiente generación en partir sería la suya. No guardaba demasiados recuerdos íntimos de su madre, y la tenía por responsable de la usurpación del trono de su nieta, pero era sentimental y, al fin y al cabo, se trataba de su madre. Se reconocía en su energía, en su actividad siempre febril, en su fuerza de voluntad, en lo temeraria que había sido, en su irreverente genio levantisco. Y en el amor a los caballos. La recordaba con sus modales soeces, mal arreglada y siempre con una palabra malsonante en la boca. Siempre intrigando, rígida como el acero en sus convicciones ultramontanas y ardiente como el fuego en su temperamento exuberante. Era un cúmulo de contradicciones: una mujer antigua que defendía a capa y espada el viejo mundo que desaparecía, y al mismo tiempo moderna porque nunca se resignó a ser aquello para lo que nació, una princesa consorte. Una mujer que hubiera querido ser rey. Para sus seguidores, era «el alma del absolutismo», «la nueva Helena que dio triunfo a la cruz de Jesucristo», «la mujer fuerte del Evangelio». Para los liberales y muchos portugueses, Carlota Joaquina estaba en el origen del popular dicho:
«De España ni viento ni casamiento.»
Para Pedro, una mujer que no había sabido ser una buena madre.

Las noticias precisaban que había muerto en Queluz víctima de un cáncer de útero, delgadísima, arrugada como una breva, pero feliz de ver a su hijo predilecto en el trono. Que fueron realizadas impresionantes ceremonias fúnebres en Lisboa, Oporto y Coimbra y que había sido enterrada en la iglesia de San Pedro en Sintra, cerca de la Quinta de Ramalhão que tanto le gustaba.

Muy afectado por todo lo que esa muerte removía en su interior, Pedro decidió regresar precipitadamente a Río. En señal de duelo, se encerró durante ocho días en el palacio de San Cristóbal. La primera noche se despertó de madrugada con un sentimiento de felicidad beatífica que duró hasta que se dio cuenta de que era un sueño. En él, su madre le hacía arrumacos y le cantaba una nana en español, mirándole con ojos de almíbar. No tenía el recuerdo de que eso hubiera ocurrido en la realidad. ¿No dicen que los sueños son la expresión de los deseos más recónditos del ser humano?

90

Pedro escuchó el consejo de Bonifacio y nombró a Barbacena ministro del Imperio. El marqués tenía la loable intención de establecer la práctica de un verdadero gobierno representativo. Pedro pensó que, al ser oriundo de Brasil, tenía el camino despejado, pero la situación estaba demasiado deteriorada. Los diputados reprochaban al emperador que abusase de su autoridad, y de padecer la influencia de lo que llamaban la «camarilla», el gabinete privado encabezado por el Chalaza, que era el centro de aquel núcleo de actividad. El escudero de Pedro, muy consciente del afecto que por él sentía el emperador, no se reprimía a la hora de verter sus opiniones sobre temas políticos. Dichas por él, parecían la expresión de un auténtico contrapoder en la sombra, lo que sembraba el desconcierto en ministros, diputados y cortesanos. En las provincias distantes, donde la información llegaba sesgada, la camarilla tenía una aura de misterio y despotismo. Corrían rumores de que allí se elaboraban minuciosamente planes nefastos para la nación: desvío de fondos públicos, represión de la libertad de expresión, en definitiva que el emperador estaba a la espera de imponer un gobierno absolutista.

La realidad era que a Pedro el «gabinete secreto» le servía para ejercer de rey de Portugal y de padre de la reina. Lo utilizaba para hacer todo lo que no podía hacer con la administración local. De lo que no parecía darse cuenta Pedro era de que una de las causas de su pérdida de prestigio radicaba en el hecho de que los miembros de esa «camarilla», así como la mayoría de los sirvientes del palacio, eran portugueses de nacimiento, al igual que él. Automáticamente, esto le hacía sospechoso a ojos de una opinión pública cada vez más influenciada por la prensa más nacionalista.

Tan peliagudo llegó a ser el problema que los ministros de Barbacena se plantaron diciendo que no continuaban en sus puestos mientras existiese ese otro gabinete secreto, que temían interfiriese en la gobernanza de la nación. Pedro se sintió coaccionado en su poder y libertad. No era plato de buen gusto verse forzado a elegir entre el gobierno que acababa de nombrar, o expulsar a su amigo del alma y a sus ayudantes.

Amelia le aconsejó tomar una decisión drástica para neutralizar las críticas de que se ocupaba más de la cuestión portuguesa que de la política brasileña.

—Si el precio que hay que pagar es prescindir del Chalaza, tendrás que asumirlo,
chéri
, aunque sólo sea por una temporada…

En el fondo, ella temía el ascendiente que el Chalaza tenía sobre su marido. Pedro, medio convencido, sondeó también a sus ministros y a José Bonifacio. Todos coincidían en que debía prescindir de su camarilla por el bien de la nación… Lo fundamental era dar prestigio a la monarquía y estabilidad al gobierno.

—No vas a convencer a los nacionalistas de que intervienes en Portugal como padre de una reina indefensa y por amor propio herido —le dijo Bonifacio—. Siempre creerán que existen otros motivos.

Pedro estaba tan deseoso de recuperar su buena imagen entre sus súbditos que cedió ante esos consejos, aunque lo hizo a regañadientes. Entre los numerosos refugiados que llegaban sin cesar encontraría a alguno para relevar al Chalaza en sus tareas de escribano y secretario, pero aun así le dolía apartar de su vida a su secretario, su amigo, su «conseguidor», su compañero de correrías, su bufón, su compadre, su Sancho Panza. Le propuso mandarle a Europa como su secretario particular con la vaga misión de atender sus asuntos personales en el viejo continente y una envidiable pensión que pagaría de su bolsillo, no del presupuesto oficial. Sólo hasta que las suspicacias desapareciesen. El Chalaza aceptó —hubiera aceptado ir al Polo Norte si se lo hubiera pedido Pedro—, pero sin ganas.

Pedro estaba tan compungido por la marcha de su amigo que le acompañó mientras le preparaban el equipaje, buscando en todo el palacio objetos que podían serle útiles para la travesía. Al final, apareció con dos botellas de aguardiente de caña:

—Quiero estar seguro de que vas a tener suficiente bebida durante el viaje —le dijo al entregárselas.

El Chalaza no tardó en vengarse de Barbacena. En cartas enviadas a Pedro desde Francia, decía tener indicios de que el marqués había aprovechado sus embajadas en el viejo continente para aumentar su fortuna personal. El secretario conocía bien a su amo. Le sabía capaz de actuar con total desprendimiento, le sabía apegado a una idea romántica de la gloria, a un culto excesivo de la honra, pero también conocía su talón de Aquiles: era muy cicatero con el dinero. Lo que no sabía el Chalaza es que al lanzar esa acusación iba a poner en jaque no sólo la estabilidad del gobierno, sino la posición misma del emperador.

En lugar de encargar una discreta investigación, Pedro dio rienda suelta a sus impulsos y se encerró en su despacho, solo, desconfiado, para dedicarse con ahínco a rehacer las cuentas de lo que había costado su segundo matrimonio, que por cierto le pareció carísimo, lo que le llevó a pensar que las acusaciones de su amigo eran ciertas. Examinó con lupa las facturas de los joyeros y de los carroceros, de los hoteles y los viajes en barco; se perdió en infinidad de cálculos para convertir libras en florines y francos en
contos de reis
. Indignado, llegó a presentarse en las oficinas del tesoro para requerir los libros de contabilidad oficiales, sin esconder que acababa de enterarse de las «bribonerías del marqués de Barbacena». Le reprochaba cosas insignificantes, como que hubiese una pequeña diferencia en el precio de una vajilla, o en el coste elevado de un collar, o que el alquiler de un par de carruajes no estuviese anotado. Era tan vehemente y sus modales tan burdos que perdió la escasa simpatía de la que disfrutaba entre los miembros del gobierno y del Parlamento. En la calle, la opinión general favorecía al marqués, quien tenía a su favor el hecho de ser brasileño de nacimiento.
«Siento mucho escribirle en un tono algo fuerte
—le decía en una de las cartas con las que le hostigaba reclamando más información y más documentos—,
pero así me lo pide mi genio, que en estos casos no cede a mi razón.»
En aquellos momentos, el peor enemigo de Pedro era él mismo.

Sintiéndose amenazado, Barbacena no perdió la compostura ni se acobardó. Conociendo la impulsividad del emperador, reaccionó de manera prudente y digna, procurando mantenerse en la frágil línea que separaba su propio honor de la voluntad de no exacerbar la furia imperial. Primero consiguió justificar satisfactoriamente todos los gastos, y la conclusión fue que el tesoro le reconocía a él una deuda que todavía no se le había saldado. Pedro empezó a darse cuenta de que había ido demasiado lejos, y que su vehemencia le había jugado otra mala pasada. Sin embargo, ya era tarde para dar marcha atrás; su honor no se lo permitía.

Luego el marqués dimitió, y la carta que envió a Pedro fue la más sincera y profética que un emperador hubiese recibido jamás:
«Uno de los tíos abuelos de vuestra majestad acabó sus días en una prisión de Sintra. Vuestra majestad imperial podría acabar los suyos en alguna prisión de Minas Gerais acusado de locura, porque realmente sólo un loco sacrifica los intereses de una nación, de su familia y de la realeza a los caprichos y las seducciones de criados y viajantes portugueses. Antes de retirarme a mi ingenio azucarero, no puedo sino suplicar a vuestra majestad imperial que mida el abismo en el que se lanza. Aún hay tiempo de mantenerse en el trono como lo desean la mayoría de los brasileños. Pero si vuestra majestad se mantiene indeciso y sigue con las palabras de brasileñismo y constitución en la boca pese a ser portugués y absoluto de corazón, en este caso su desgracia será inevitable…»

Poco después de la dimisión de Barbacena, las relaciones de Pedro con el Parlamento aún se agriaron más. Respaldados por la opinión pública, los diputados no se dejaban inhibir por ningún temor. Votaron leyes que reducían drásticamente el presupuesto del gobierno, o sea el poder de Pedro. Los recortes en los ejércitos fueron masivos y una disposición especial mandó excluir de las filas a todos los oficiales extranjeros, excepto los que habían participado en la independencia. Desaparecían de golpe los mercenarios que tanta seguridad y buenos servicios habían procurado al emperador. Tampoco temieron los diputados votar una resolución según la cual los lindes de la hacienda Santa Cruz se reducían a los terrenos donde se había instalado originalmente don Juan, revertiendo a los antiguos propietarios las tierras anexionadas con posterioridad. Esa medida era un ataque personal a Pedro, que había perdido pie en aquel marasmo. Quizá no acababa de darse cuenta de lo mucho que había cambiado su país de adopción. Si durante la independencia apenas existía un periódico, ahora había medio centenar en todo el país. Si antes la prensa se limitaba a dar noticias de los príncipes de Europa, ahora lanzaban críticas severas contra los monarcas, a veces acertadas, otras rozando la calumnia, haciendo pasar rumores por hechos y distorsionando la realidad con omisiones y mentiras. Ahora se veía forzado a leer insultos contra su persona, como un artículo que le tildaba de «ladrón coronado». Si antes hubiera saltado sobre su caballo y hubiera ido a abofetear o a pegar un sablazo al autor de ese artículo, ahora tenía que aguantarse, él, el emperador y defensor perpetuo de Brasil… En realidad, estaba superado por los acontecimientos y el curso cambiante de la Historia. Su carácter exaltado y caprichoso chocaba de lleno con el mecanismo disciplinado que un régimen constitucional requería. No podía evitar mezclarse en las decisiones de sus ministros, imponer su criterio por el hecho de ser el emperador. En teoría era constitucional —creía firmemente en ello—, pero en la práctica se comportaba como un déspota. Había sido capaz de ganar la independencia, pero se mostraba incapaz de consolidar el sistema de monarquía constitucional. Era bueno en la adversidad y en la batalla; no estaba hecho para construir la paz. Necesitaba la emoción de las grandes gestas, sentir el gusanillo del peligro porque eso le hacía sentirse vivo. La vida monótona de un gabinete ministerial en un régimen constitucionalista le aburría solemnemente. Y de ahí su tendencia natural a sabotearlos.

Si el movimiento que él mismo había inspirado y que condujo a la independencia estaba a punto de fagocitarle, si le repudiaban como a un renegado por no haber caído en los excesos de los liberales y los patriotas, para los europeos vanguardistas y librepensadores seguía siendo el «Caballero de la Esperanza», «el benefactor de los pueblos». Así se lo comunicó una delegación de cuatro liberales españoles que hizo el viaje hasta Río:

—Majestad, hemos venido a pediros ayuda como español que también sois. Como sin duda sabéis, España lleva diez años viviendo bajo el reino de terror de vuestro tío Fernando VII. Las universidades están cerradas, las academias vacías y las cárceles llenas… El país está al borde de la anarquía.

—¿Qué puedo hacer yo desde aquí? —preguntó Pedro—. Ni siquiera he conseguido imponer el régimen constitucional en Portugal.

—Ayudadnos en nuestra lucha y seréis también el rey de España.

Hubo un silencio, interrumpido por otro de los españoles, que dijo:

—Y emperador de la Península. Emperador de Iberia.

Pedro sonrió. Aquello le sonaba bien. El tercero añadió:

—Majestad, esto os convertirá en uno de los monarcas más poderosos de toda Europa.

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