El imperio eres tú (62 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

—… En el bastión del liberalismo —apuntó otro—. Seréis el jefe de la Santa Alianza de los hombres libres en oposición a la Santa Alianza de los reyes.

—Sois nuestra última esperanza, majestad. Os rogamos que aceptéis esta triple corona de Brasil, España y Portugal de la que os habéis mostrado tan merecedor.

—No puedo, todavía no puedo ir a Europa. Estoy ocupado en consolidar este imperio americano, y es una labor que tengo que hacer paso a paso. Cuando haya terminado mi misión aquí, quizá vaya entonces a transformar la Península en una gran nación, poderosa, libre y feliz.

No había cambiado mucho desde sus años mozos, por eso la petición de los españoles le sedujo tanto. En el fondo, seguía queriendo ser un quijote, un héroe capaz de cambiar el mundo, de luchar contra las injusticias, de acabar con la esclavitud, de llevar la Constitución a otros países, a otros continentes. El requerimiento que le hicieron los españoles, y que luego le fue reiterado por carta, despertaba su ambición más profunda y sus ganas de aventura. Brasil, en toda su inmensidad, se le hacía pequeño.

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Obsesionado con la idea de recuperar su estrella, decidió viajar a Minas Gerais, emulando la hazaña de su primer viaje oficial a la región como regente, cuando volvió en loor de multitudes y con renovado prestigio. Había además otra razón para efectuar ese viaje: quería que su mujer tomase unas aguas muy recomendables para la fertilidad.

Salió con Amelia y una comitiva de dieciséis personas, y de camino inspeccionó obras y puestos administrativos e impartió justicia, según su costumbre. En Paraibuna, hizo una donación importante al vicario de la parroquia para rehabilitar la iglesia. En la oficina fiscal del mismo pueblo, obligó al funcionario jefe a que sustituyese sus cinco esclavos por cinco hombres libres. Curiosamente, en lugar de ser felicitado, en un diario de Río un político le acusó de despreciar los derechos del dueño de los esclavos… ¿Qué podía hacer contra esa mentalidad? Bien poco, se decía. En Congonhas, donde fue a enseñar a la emperatriz las maravillosas estatuas de los profetas realizadas por Aleijadinho, pidieron su intervención para ayudar a una joven embarazada. Según el periódico de la época
Repúblico
:
«Un célebre Luis Coelho ha tenido una cópula ilícita con una chiquilla y se niega a desposarla. Una acción tan indigna no podía dejar de compungir el corazón imperial.»
De modo que Pedro hizo venir al pecador y le dio orden de casarse inmediatamente si no quería que le cortasen la cabeza. ¡El mayor fornicador del imperio obligado a castigar a un pobre diablo que quería escabullirse…! Así era la política.

En todas partes, la comitiva imperial fue homenajeada con innumerables ceremonias civiles y religiosas, con discursos de bienvenida amenizados de sonetos, odas e himnos. Pedro se dio cuenta de cuán profundo había arraigado el sentimiento nacional brasileño. El problema era que en algunos lugares estaba marcado por un odio hacia lo portugués que los políticos más nacionalistas, o «nativistas» como se les llamaba, se encargaban de atizar. Aunque reparó en que en ningún sitio se le faltó el debido respeto, también se dio cuenta de que la corriente de simpatía entre el monarca y su pueblo ya no vibraba con la intensidad de antaño. El trato de las autoridades locales era siempre correcto, pero faltaba entusiasmo, efusión, calor. Se enteró de que las fachadas de algunas de las casas donde había pernoctado habían sido apedreadas nada más irse. Se dio cuenta de que Río había contaminado al resto del país:

—No haber nacido en Brasil es mi pecado original, y nada puedo hacer contra ello —se decía en sus momentos de lucidez.

Fue entonces cuando pensó seriamente en abdicar a favor de su hijo Pedro. Era una manera de zanjar el problema de su «pecado original», y de mantener la monarquía. El precio que había de pagar era tan alto —renunciar al poder en el país que él mismo había fundado— que se abstuvo de comentarlo con Amelia. Pero si no le dejaban otra opción, más valía poner a su hijo en su trono que abrir la puerta al republicanismo… Por lo pronto, se trataba de aguantar unos años, hasta que el niño estuviese próximo a la edad de gobernar.

Cuando al cabo de varias semanas de viaje recibió cartas anónimas avisándole de que se estaba tramando un complot contra él, se puso de un humor sombrío e inquieto y decidió precipitar su regreso. Volvía con un sentimiento de vacío y abandono, decepcionado y desalentado, y se encerró en su palacio de San Cristóbal, como si al hacerlo pudiese detener el curso de los acontecimientos.

No supo que en la ciudad los miembros de la colonia portuguesa de Río habían decidido celebrar su regreso al grito de: «¡Viva el emperador de los portugueses!», encendiendo hogueras en las calles y lanzando la consigna de iluminar las fachadas de las casas como señal de bienvenida. No fue necesario nada más para provocar una reacción hostil de los «nativistas» brasileños, que salieron en tropel replicando con vivas a la Constitución y a la soberanía de la nación. Los gritos degeneraron en disturbios, alimentados por garrafones de alcohol que los taberneros portugueses ofrecían a los suyos. Al abrir las ventanas, los vecinos, despiertos por el vocerío, veían en las calles cómo ambos bandos peleaban con saña. Los brasileños más exaltados lucían los brazaletes oro y verde de las primeras horas de la independencia y recorrían las calles apagando hogueras y profiriendo gritos contra el gobierno. Los portugueses —tenderos, taberneros, estibadores, marineros…— se desquitaron lanzándoles todo tipo de objetos, piedras y botellas vacías. Durante horas desfilaron por las calles a los gritos de «¡Larga vida al emperador!» y demás eslóganes contra los republicanos, los federalistas y todos los que no habían iluminado las fachadas de sus casas. Al final, hubo tiros y algunos heridos.

Pedro se encontraba en medio de esos dos grupos de gente que se detestaba. ¿Qué podía hacer? Si intervenía para proteger a la minoría portuguesa, dejaría de ser brasileño a ojos de los otros. La situación exigía una acción firme, y Pedro, quizá por primera vez en su vida, no supo qué decisión tomar… También en eso empezaba a parecerse a su padre, pensó. ¿Dónde estaban su astucia y su atrevimiento? Su primera reacción fue la de coger el toro por los cuernos, salir a apaciguar a los dos grupos enfrentados, pero luego pensó que un soberano debía estar por encima de las facciones en lucha. Finalmente, pidió la intervención de la policía, que a duras penas impuso la paz, una paz debilitada por el odio ahora recrudecido entre ambas comunidades.

Cuando las calles de Río recuperaron una apariencia de orden, los emperadores decidieron salir a atender un tedeum de acción de gracias a la Capilla Imperial por haber regresado sanos y salvos del viaje, y luego un besamanos en el antiguo palacio. Entraron en la ciudad rodeados de hordas de portugueses exaltados, cincuenta de ellos a caballo, que escoltaban su carruaje gritando vivas. ¡Qué decepción al entrar en aquella iglesia barroca chorreante de oro, que había sido testigo del nacimiento del imperio! La nave estaba medio vacía, sólo ocupada por comerciantes y prósperos colonos portugueses. Apenas había brasileños «nativistas». Aún más escaso era el número de oficiales del ejército allí presentes. Y lo mismo ocurrió en el besamanos. Pedro volvió a palacio aquella noche de mal humor y con ganas de llorar. Definitivamente había perdido su estrella, y le costaba aceptarlo. Le costaba aceptar que Leopoldina, al morir, se hubiera llevado su suerte.

Al día siguiente, recibió una petición firmada por veintidós diputados exigiendo el castigo de los «extranjeros» que habían provocado lo que se dio en llamar las noches de las garrafadas.
«Si no se castiga a los portugueses, habrá una revolución»,
sentenciaba la petición. Pedro, que odiaba ceder, tener que transigir, parecer débil, reaccionó haciendo oídos sordos a la petición de los parlamentarios. En su lugar, llevó a cabo una remodelación ministerial y constituyó un gobierno formado únicamente por ministros nacidos en Brasil.

Pensó que la crisis estaba atajada, pero el mar de fondo persistía. Cinco días más tarde, los brasileños decidieron celebrar con un desfile militar el séptimo aniversario de la promulgación de la Constitución. Sin embargo, no invitaron al emperador al tedeum.

—¡Es inconcebible! ¡Una afrenta innoble! —protestaba Pedro.

Siempre le sorprendía la manera en que él, que había sido un príncipe revolucionario, defensor de las ideas del siglo, que otorgó a Brasil y luego a Portugal las constituciones más liberales de su época, era manipulado por sus adversarios, que le colocaban en una posición ideológica que no era la suya y en contra de la patria que había escogido. Si no podía acabar con toda esa tergiversación con un golpe de Estado, ¿qué solución le quedaba?

Al terminar el desfile militar en el Campo de Santana, el ministro de la Guerra le preguntó:

—Alteza, voy para el tedeum…, ¿venís también?

—No, porque no he sido invitado.

—Si me permitís, os aconsejo que vengáis. Es una oportunidad de demostrar que sois hombre del pueblo.

La emperatriz, que estaba escuchando la conversación, dio a su marido un empujoncito, como para animarle:

—Creo que el general tiene razón,
chéri

Pedro estaba desorientado. Nada de lo que sucedía le había ocurrido en el pasado, por eso no sabía cómo lidiar con tanto agravio. Acudir sin haber sido invitado no casaba con la condición de emperador, ni siquiera con el amor propio de un hombre común. Aparecer como un intruso… ¿no era humillarse?

—¿No ves que esto es una provocación? Si te plantas en medio de la iglesia, les vas a dejar a todos boquiabiertos. No se lo esperan.

Amelia supo sacudir su torpor mental, y hacerle ver claro una situación inédita para él. Al final, Pedro se colocó una rama de cafetal en la pechera, ensilló su caballo y se dirigió a la iglesia para demostrar que ni tenía miedo ni tenía prejuicios y que era más constitucional que nadie. Su entrada, como había previsto Amelia, causó una fuerte impresión. Un hombre se acercó a besarle la mano: «¡Viva el emperador, siempre y cuando sea constitucional!»

—Siempre lo fui, y prueba de ello es que aquí estoy, sin que me hayan invitado —contestó altivo.

Otro hombre le corrigió:

—Como primer ciudadano, es su deber acudir sin ser llamado…

Pedro se hizo el sordo y se adentró en la nave. A la salida, después de la misa, recibió la peor ofensa: hubo vivas a la soberanía, a la independencia, a la república, a la prensa, pero ninguno para él. Nunca le había ocurrido algo semejante. De pronto escuchó:

—¡Viva don Pedro II!

Pedro se dio la vuelta para ver quién había proferido ese grito, pero había demasiada gente, demasiadas miradas hostiles. Alzó los hombros, palideció y le oyeron murmurar:

—Pero si es un niño todavía…

Cuando regresó al Campo de Santana, Amelia, que lo estaba esperando ansiosamente, se quedó sorprendida por la palidez de su rostro, la tensión que había en sus facciones y una expresión de espanto en sus ojos que no le había visto antes.

92

Decidido a oponerse a este brote de odio, desafiante ante los que le amenazaban, en un arrebato de insensatez se negó a cancelar la fiesta de cumpleaños de su hija Maria da Gloria que tuvo lugar en el palacete de abajo. Era el besamanos de la reina de Portugal a sus súbditos, muchos de los cuales habían contribuido a exacerbar el ambiente de odio que ahora se respiraba en la capital. Después hubo un concierto y una cena ofrecida a los súbditos de la joven reina. En plena fiesta, llegó un mensajero con un despacho de la ciudad anunciando que habían vuelto a estallar los disturbios, esta vez con muertos y heridos. Pedro mandó detener la música y leyó el papel en voz alta ante una multitud que guardaba un silencio sepulcral. En su típico impulso, se dirigió a los ministros de Justicia y de Guerra, les abroncó delante de todos y les ordenó que saliesen a tomar las medidas necesarias para restaurar la calma. Sin embargo, esta vez los ministros se plantaron:

—No podemos reprimir el desorden —contestó el ministro de la Guerra—. No creo que debamos emplear la fuerza contra los manifestantes, majestad.

—No sabemos de qué lado está la tropa —añadió el otro.

Ese acto de desobediencia pública añadía aún más confusión a la gravedad del momento. Si ni siquiera sus ministros le obedecían, ¿en qué tipo de monarca se había convertido?

—Vuestra negativa a obedecer mis órdenes es una traición a los intereses del imperio —les espetó en un tono que dejaba traslucir más patetismo que autoridad.

Luego se volvió hacia los invitados, que estaban inquietos, y preguntó:

—¿Cómo se puede gobernar con ministros incompetentes, o peor, que están en connivencia con los exaltados?

En eso llegó un nuevo despacho, que venía a confirmar el estado alarmante de la seguridad pública en las calles de la ciudad. Entre los distinguidos invitados empezaba a cundir el pánico. Un ex ministro de la Guerra exhortó a Pedro a enfrentarse sin dilación a los agitadores. Los miembros del cuerpo diplomático le apoyaron.

—Lo más importante es proteger las vías de acceso para evitar un ataque al palacio —dijo uno de sus ministros—. Vamos a colocar a la guardia imperial a la entrada de San Cristóbal.

Pedro estaba perplejo, sin saber si debía castigar a sus ministros o salir al frente de la tropa como cuando era joven y tomó la delantera a su padre durante los disturbios de la Cámara de Comercio. Pero su sentido de la supervivencia le indicaba que ahora eso no funcionaría. Faltaba el ingrediente esencial para tener éxito: el apoyo popular. La calle ya no era su aliada, era su enemiga. De pronto estalló el diluvio, un providencial aguacero con rayos y truenos. Poco después llegó otro despacho diciendo que la situación de las calles se había calmado un poco gracias a la lluvia.

Para apagar este nuevo incendio, Pedro podía ceder y nombrar un gabinete de ministros no sólo oriundos de Brasil, sino liberales y nacionalistas extremistas. Pero no: a estas alturas necesitaba hombres de su absoluta confianza, no ministros que hiciesen el juego a sus adversarios. Lo que hizo al día siguiente fue destituir a los miembros de su gobierno y nombrar otro gabinete de hombres que consideraba fieles, con el marqués de Paranaguá al frente. La mayoría eran aristócratas con títulos pomposos, con el problema añadido de que eran todos portugueses de nacimiento y carecían, por tanto, de la popularidad necesaria para imponerse ante el pueblo.

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