El imperio eres tú (70 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Al saber que la bandera azul y blanca de los constitucionalistas ondeaba en lo alto del castillo de San Jorge en Lisboa, Pedro se llevó las manos a la cabeza y, siempre sentimental, ahogó los sollozos que la emoción de aquella noticia le provocó. En poco tiempo, había pasado de candidato a morir de hambre o a caer en medio de un combate callejero, a ser el vencedor de una causa justa. De condenado a muerte a campeón de la libertad. Dios castigaba al usurpador. La justicia divina se había pronunciado, y lo había hecho a su favor, a favor de los tiempos que corrían, a favor del siglo. Pedro sintió algo parecido al éxtasis, un momento de intensa comunión con el mundo, con sus soldados, con el pueblo de Oporto, con su padre, y también consigo mismo. Un instante de felicidad pura, la satisfacción profunda de haber cumplido con su deber de buen hijo y de buen padre. Había caído del trono pero se alzaba como un héroe. Y al hacerlo, su vida encontraba un sentido.

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De nuevo, la libertad. Para alguien acostumbrado a grandes cabalgadas y a inmensos paisajes, verse recluido en una ciudad sitiada había sido particularmente duro. Sin embargo, su tiempo en Oporto había llegado a su fin.
«Os dejo por algún tiempo
—les dijo en su discurso de despedida
— y me voy con la saudade más punzante de vosotros y de mis compañeros de armas.»
Una nueva nostalgia se unía a la de Brasil y la de los hijos.

Regresaba a Lisboa, la ciudad donde nació y que le dispensó una calurosa bienvenida al grito de «¡Viva Pedro IV!». La multitud era tan densa en el
Terreiro do Paço
, la plaza que había sido testigo de la salida de los grandes exploradores del pasado, que los alguaciles sacaron sus espadas y las alzaron para abrirse camino entre la gente y dar paso a Pedro.

—Envainad vuestras espadas… —les ordenó él, y acto seguido desenvainó la suya y, en uno de sus gestos teatrales que tanto le gustaban, la lanzó al agua—. ¡No más espadas contra el pueblo!

El alborozo de ese día era bien distinto a la triste agitación del día de su partida, hacía veintiséis años, una fría noche de noviembre. La noche en la que se le partió el alma al ver a su padre, en la pasarela del barco que le llevaría a Brasil, hundirse en sollozos por abandonar su reino y su pueblo a merced del enemigo. Gracias a aquella huida estratégica, a aquella decisión que había tomado don Juan, ahora él podía volver a restaurar la monarquía constitucional. Ahora le aclamaban con gritos de júbilo y alegría, aunque Pedro tampoco se hacía ilusiones: muchos de los que proferían aquellos gritos eran los mismos que seguramente hubieran aclamado a su hermano Miguel de haber salido vencedor. Sin embargo, no podía dejar de emocionarse por el alboroto, los vítores, el júbilo desatado y ampliado por el estruendo de las salvas de cañón que le saludaban desde las fortalezas y los buques fondeados, todos arbolando en sus mástiles el pabellón azul y blanco de la reina, por las explosiones de los petardos y de los fuegos artificiales.
«Fue un espectáculo deslumbrante
—escribió Napier—.
Se quemó más pólvora que en una batalla real.»

Lo primero que hizo Pedro fue subir a Alfama, en lo alto de la ciudad, y acudir al monasterio de San Vicente de Fora, mausoleo de los soberanos portugueses, donde estaban enterrados sus antepasados. Permaneció largo rato de rodillas frente a la tumba de don Juan. «Aquí estoy, padre, para cumplir con mi promesa y vuestro deseo.» Antes de salir, garabateó una hoja de papel que colocó sobre el mármol:
«Un hijo te ha asesinado, otro te vengará»
, decía la nota.

Aquello hacía presagiar una caza de brujas, un ajuste de cuentas tan cruel como lo estaba siendo aquella guerra. Pero no fue así, porque en el fondo pudo más el poso de ternura que Pedro sentía por su hermano que las ganas de revancha.

Los miguelistas, sin el valor y el coraje que sobraba a los pedristas, tuvieron que retirarse de Oporto. Al hacerlo, incendiaron las bodegas de la Compañía para evitar que el dinero obtenido por la venta de ese vino fuese utilizado para financiar la reconstrucción nacional prevista por los liberales. Los sufridos habitantes de Oporto vieron bolas de fuego descender en cascada hacia el río, que se tiñó de rojo. Rojo como la sangre de todos los que habían muerto resistiendo un cerco de diecinueve meses.

Miguel hizo un intento desesperado por conseguir ayuda de fuera en forma de mercenarios y generales usando el patrimonio de Carlota Joaquina. Sin embargo, no supo atraer el talento necesario para vencer. En lugar del audaz general inglés McDonnell, que le propuso un plan para retomar la iniciativa, al final optó por confiar el mando al viejo general Póvoa, el gran represor de los liberales, un hombre cansado y prudente en exceso, que decidió refugiarse en Santarém y parapetar la ciudad. Pero ni Santarém era Oporto, ni Miguel era Pedro. Las tropas liberales, enardecidas por la inercia de haber conquistado las dos ciudades más importantes del país y un rosario de pueblos, les desalojaron en una batalla que costó a los miguelistas mil cuatrocientos hombres y noventa y seis oficiales. Miguel permaneció entre sus soldados hasta el último momento, y al final tuvo que abandonar parte de su equipaje y, lo más triste para él, a su perro favorito, un dogo español que llevaba un collar de terciopelo negro con una inscripción bordada en hilo de oro: «Pertenezco al rey don Miguel I»
[3]
y que se convirtió en símbolo patético de la ambición de un hombre que quiso ser rey sin tener derecho a ello. En silencio y cabizbajos, preguntándose cómo era posible que sus santos les hubieran fallado, los absolutistas cruzaron el Tajo e iniciaron el éxodo. Miguel no huyó por su cuenta a un refugio seguro; al contrario, compartió la derrota con lágrimas en los ojos, cabalgando junto a sus hombres, ayudándoles a vadear riachuelos, a transportar heridos, insuflándoles el ánimo que a él le faltaba. Si su hermano se crecía ante la adversidad, él lo hizo ante la derrota. Se hizo más humano, quizá porque el sufrimiento del fracaso le hizo darse cuenta del despropósito de todo aquello. De pronto, era como si intentase recuperar el tiempo que había perdido al no estar junto a sus tropas, como si quisiese demostrar que él también era capaz de emular a su hermano, de estar a la altura, de saber comportarse como un héroe. Pero ya era tarde, y todo se confabulaba para acelerar su caída.

Como si no hubiera bastante intriga y embrollo en aquella familia dividida y en permanente conflicto, la muerte de Fernando VII en España perjudicó a Miguel al provocar un cambio radical de las alianzas. La designación de su hija Isabel, de dos años de edad, como sucesora al trono de España fue impugnada por Carlos, hermano de Fernando, que utilizaba Portugal para lanzar ataques contra la regencia española. Para acabar con ese hostigamiento, la regente en funciones, la reina María Cristina ofreció ayuda militar a Pedro y reconoció a su hija María II como reina de Portugal. Ese súbito cambio de la postura española, unido al nuevo viento de libertad que soplaba sobre la Península, hizo posible la firma de un acuerdo de paz en Évora-Monte, respaldado por Francia, Gran Bretaña y España.

Pedro supo mostrarse magnánimo y generoso en la victoria: «No penséis que respiro venganza, sangre y muerte contra vosotros —proclamó a los soldados miguelistas reunidos en un cuartel—. Yo me precio de saber olvidar las ofensas que me hacen.» Desde la altura de su conquista, impuso condiciones benevolentes. «Sólo vencía para perdonar» dijo de él un historiador. Aunque no perdonaba a su hermano, le autorizó a abandonar la ciudad de Évora con sus pertenencias, asegurándole una pensión anual de sesenta
contos
[4]
a condición de que nunca pusiese los pies en Portugal ni se dedicase a actividad alguna que pudiese perturbar la tranquilidad del reino. A Carlos, su tío carnal, le quitó el derecho a entrar o permanecer en Portugal. El acuerdo también consideraba una amnistía general para el ejército miguelista, sin juicios marciales ni represalias para los soldados, quienes podían volver libremente a sus casas. Los oficiales tampoco perderían sus puestos. Era un acuerdo que buscaba la reconciliación, no el castigo, pero que despertó ampollas en las filas liberales. A los que habían perdido familiares en aquella guerra, los que habían sido torturados por los absolutistas, los que se habían podrido en sus cárceles durante años, aquellas condiciones no podían satisfacerles. Sintiéndose agraviados e insultados, volcaron en Pedro toda su ira y resentimiento.

Miguel embarcó en el puerto de Sines con destino a Italia a bordo de la fragata
Stag
entre gritos, insultos y abucheos de la plebe, que exigía su ejecución inmediata o su encierro a cadena perpetua. Hubiera jurado que esa gente vociferante era la misma que hacía unos meses se inclinaban a su paso y le bendecían. Así estaba hecha la política, de altibajos y de la voluntad cambiante del pueblo. Al dejar su país, tuvo un gesto de gran señor, que sorprendió a sus adversarios. No sólo hizo entrega de todas las joyas de la corona, sino que también entregó las suyas particulares. Como si hubiera querido poner una venda sobre la herida de odio, perjurio y sangre que dejaba al marcharse. Como si también, al igual que su hermano, quisiera redimirse. Nunca más volvió a Portugal.

105

La gran alegría de Pedro en aquellos días fue recibir a su mujer, a su hija Maria da Gloria y al Chalaza, que llegaron a Lisboa en el vapor
Soho
escoltado por una fragata británica. Pedro salió a su encuentro a bordo de una galera pintada de azul y blanco y propulsada por cuarenta y ocho remeros vestidos a juego. Iba acompañado de Napier y de un radiante Mendizábal, que disfrutaba de su bien merecida victoria soñando con volver a España. Corría el rumor de que la reina regente María Cristina estaba a punto de llamarle para ofrecerle un puesto de máxima responsabilidad en el nuevo gobierno liberal.

A Pedro le pareció que su hija, la joven reina que venía a ocupar el trono, había crecido mucho; vio a su mujer muy hermosa, tan rubia y elegante, vestida de rosa palo y con lágrimas como perlas que rodaban por sus mejillas. Eran lágrimas de alegría, pero también de pesar. Amelia no reconocía a su marido. No se trataba sólo de la barba que se había dejado a la moda de los liberales, sino sobre todo de las facciones tensas, el color gris de la piel, el pelo cano, los ojos hundidos. Había dejado un buen burgués parisino y se encontraba con un espectro humano, delgado, con el rostro enjuto; era un viejo de treinta y seis años. Sin embargo, era también un hombre exultante: «Esta alegría de teneros aquí es el principio de mi paga por mis sacrificios», decía, matizando que, para que la dicha fuese completa, le faltaban sus hijos de Brasil. Tenía a su alrededor a su hija mayor, por cuyos derechos había emprendido toda esa aventura, y a todos los que más quería, los que habían estado en el día a día de su lucha, ayudándole, respaldándole, animándole. El viejo Napier dijo que nunca había visto una reunión de gente más feliz en toda su vida. Siguiendo el protocolo, Amelia y la reina desembarcaron al día siguiente en medio de la pompa habitual.

Dos semanas más tarde, Pedro pensó que la mejor manera de celebrar la amnistía y el final de la guerra era asistiendo a una función de teatro. Como en Río, como en los viejos tiempos. En el San Carlos, teatro construido en homenaje a Carlota Joaquina como agradecimiento por haber dado el primer heredero a don Juan, estrenaban una obra con un título providencial:
El usurpador castigado
, de Valter Montani, un baile trágico en cinco actos. Pedro había hecho imprimir varias copias del acuerdo de paz para que fuesen distribuidas entre los espectadores.

Sin embargo, aquella paz seguía levantando clamores de indignación. La carroza que esa noche llevó a la familia real al teatro fue apedreada en el trayecto. Al llegar, les esperaba una aglomeración tumultuosa de gente y un cartel enorme mostraba las siluetas de Miguel y Pedro con una leyenda que decía: tal para cual. Esperando encontrar un ambiente más tranquilo en el interior, Pedro y su familia, protegidos por sus escoltas, se deslizaron entre el gentío y fueron directamente al palco real. Desde allí, Pedro lanzó unas copias del acuerdo de paz al patio de butacas, pero su gesto, en lugar de aplacar la ira, fue recibido por gritos, un pateo generalizado y un fuerte abucheo. Tuvo que proteger su rostro con su brazo de las monedas que algunos espectadores le lanzaron desde abajo.

—¡Canallas! —les gritó.

Era un motín en toda regla, que le recordó a las reuniones tempestuosas de la Asamblea Nacional de Río, y que confirmaba que la paz se le daba peor que la guerra. Sus escoltas pidieron a la policía que interviniese y desalojase a los cabecillas, pero los alguaciles se negaron para mostrar su solidaridad con los manifestantes. «¡Muerte a don Miguel! ¡Viva la libertad!», gritaban en la platea. Sin perder su sangre fría, Pedro se colocó al borde del palco y se dirigió al público, forzando la voz para pedirles calma. Ninguna fuerza en el mundo podía obligarle a matar a su hermano. Fatigado por el esfuerzo, temblando, su respiración pedregosa dio lugar a un ataque de tos, una tos cavernosa que retumbaba en los muros del teatro. Pedro rebuscaba en sus bolsillos afanosamente y al final encontró el pañuelito bordado de Noémie que siempre llevaba consigo. Se lo acercó a la boca justo cuando sintió regurgitar algo. Al quitárselo, vio que estaba manchado de sangre. Lentamente lo desplegó del todo y lo mostró al público, para que todos lo vieran bien. Entonces se hizo el silencio más absoluto, que duró unos segundos interminables, hasta que Pedro se volvió hacia la orquesta, se inclinó levemente y con un hilo de voz ronca, dijo: «Maestro… música.» Y el espectáculo empezó.

Su sentencia de muerte estaba escrita en la mancha de aquel pañuelo. A partir de ese día, su cuerpo se convirtió en un esclavo a quien le costaba obedecer. A la fiebre y la dificultad en respirar se añadían dolores en el pecho. El diagnóstico no dejaba lugar a dudas: era una tuberculosis, probablemente agravada por las duras condiciones de vida en Oporto. Los médicos le recomendaron sangrías y tomar las aguas. Amelia y el Chalaza le acompañaron a Caldas da Rainha, donde se sometió a un tratamiento hidroterápico con ingestión de aguas sulfurosas y baños en las termas. Al sentirse mejor, se convencía de que iniciaba su recuperación. Optimista y con ganas de vivir, se rebelaba ante la idea de que la enfermedad se adueñase de su vida. Durante un tiempo aprendió a valerse de astucias para engañar a su cuerpo, para imponerle su voluntad o ceder ante las suyas. Era como una guerra particular, hecha de pequeños avances y enormes retrocesos, de compromisos, de súbitas mejorías y ataques sorpresa.

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