Su padre había tomado pocas decisiones en su vida, pero la de trasladar en aquellos buques a toda la maquinaria administrativa del país, incluyendo la biblioteca de Ajuda con sesenta mil volúmenes, había marcado un hito en la historia del mundo. Pedro recordaba el miedo que sintieron antes de zarpar cuando, después de dos días de intensa lluvia, el viento de sudoeste les impidió levar anclas y huir del puerto de Lisboa. Era tal el terror que inspiraban las fuerzas de Napoleón que nadie se atrevía ni siquiera a pensar en enfrentarse a ellas; sólo deseaban escapar cuanto antes. La excepción era su madre, Carlota Joaquina, que soñaba con el desenlace opuesto. Para ella, aquel viento era su aliado y rezaba, apretando fuertemente las cuentas de su rosario entre los dedos, para que durase un día más. Sólo un día más, y el general francés Andoche Junot, que ya estaba a las puertas de la ciudad, conseguiría abortar la aventura excéntrica y estúpida —pensaba ella— de largarse a Brasil.
Recordaba Pedro el júbilo entre el pasaje, a la mañana siguiente, cuando el viento roló a noreste, «el viento español», como lo llamaban, porque soplaba desde la Península por encima del valle del Tajo y hacia el océano. «¡Izad trapo!» Miles de pasajeros suspiraron de alivio cuando sintieron cómo arrancaban los buques al hincharse las velas. A excepción de su madre, derrotada en su última esperanza, viéndose encerrada definitivamente en un hacinamiento al que no estaba acostumbrada, sin posibilidad de evadirse ni de salvarse. «¡Amura mayor! ¡Zafa cabos! ¡Caza foque y trinquete!…» En el vetusto
Príncipe Real
, Pedro y su padre lo veían todo desde lo alto del castillo de popa, asustados por los crujidos que la tensión de obenques y velas producían sobre los palos y el casco. Estaban rodeados de nobles, militares y cortesanos, pero también de médicos, carpinteros, boticarios, calafates, cocineros, artesanos, jueces, pajes… la mayoría de los cuales nunca había navegado o salido de Lisboa. Todos tenían ojos y bocas abiertos de consternación ante el desfile de los muelles desiertos del puerto, que ofrecían un espectáculo desolador: maletas, papeles mojados, cajas reventadas y diversos artefactos que pertenecían al patrimonio real y que las prisas habían obligado a dejar en tierra. El general Junot llegó justo a tiempo para ver a lo lejos los barcos con las velas desplegadas, en dirección al Atlántico. Enrabietado, disparó personalmente fuego de artillería contra el más rezagado: la jarcia y el palo saltaron por los aires y el velamen se desparramó sobre la cubierta. Sin embargo, fue un trofeo irrisorio: aquel barco no llevaba a nadie importante. Los navíos que había intentado alcanzar navegaban ya a lo lejos bajo escolta británica. Lo que veían sus ojos era, sin embargo, difícil de creer para Junot: desaparecía en el horizonte, flotando en aguas del Atlántico, el centro neurálgico de un imperio.
Más de dos décadas después, Pedro no había podido mantener a la familia unida, como lo había hecho su padre entonces. Aunque las circunstancias fuesen totalmente distintas, se reprendía por ello. Sentía auténtico dolor en el pecho al pensar en sus hijos, aunque el hecho de que Bonifacio hubiese contestado favorablemente a su petición contribuía a reducirle la ansiedad. El patriarca de la independencia se había sentido muy honrado de haber sido nombrado para desempeñar aquella alta responsabilidad. ¿Cómo no iba a estarlo si también se trataba de los hijos de Leopoldina, su amiga, su confidente, su emperatriz? Llevaría a cabo su misión con gran dedicación y coraje y acabó convirtiéndose en el más ardiente defensor del ex emperador y también en el más leal de sus partidarios.
Este viaje era muy distinto al de entonces. En la madrugada del 7 de abril de 1831, el ex emperador, ahora sólo duque de Braganza, salió llorando del palacio de San Cristóbal. Docenas de sus empleados y criados, la mayoría ex esclavos liberados por Leopoldina y por él, corrieron hasta el puerto detrás de su carruaje, suplicándoles que les llevasen con ellos. Les tuvo que decir que sólo había sitio para seis. El resto debía quedarse para servir a su hijo, su nuevo señor. Sin embargo, ellos no se dieron por enterados y los marineros ingleses tuvieron que repeler a la fuerza el abordaje de los sirvientes, que pugnaban por subir al barco. Pedro, vestido con una levita marrón y sombrero de copa, parecía más un viajero cualquiera preocupado por el bienestar de su mujer y por la suerte de su equipaje que un ex emperador. Amelia estaba hecha un mar de lágrimas. Todos se apiadaban de la ex emperatriz, que ante el desmoronamiento de sus sueños, se mostraba mucho más afectada que su marido. No tenía consuelo y de poco servía que Pedro le dijese que iba a volver a ver a su madre pronto. Estuvieron tres días en el
Warspite
, fondeado en la bahía de Río. Fueron tres días agotadores, en los que tuvo que organizar los mil detalles de su partida, incluido el inventario de su patrimonio: hacía listas de sus bienes muebles e inmuebles, los cuadros de todos los palacios, sus libros y mapas, las colecciones de minerales, contaba los caballos de sus cuadras, los carruajes —ingleses, alemanes, franceses, portugueses, algunos ostentosos, otros sencillos—, la plata, las vajillas. Preocupado en asegurar su independencia material ante el incierto futuro que se le avecinaba, consiguió negociar la venta de parte de sus bienes con el nuevo gobierno. El resto lo trataba con corredores y comerciantes, no siempre honrados, que buscaban hacer negocio con las prisas de la partida. Del palacio mandó traer toda su biblioteca, la ropa de cama, veinticuatro toallas finas de mano, dieciocho pañuelos de hilo, doce almohadas de plumón: también se instalaron a bordo dos urinarios imperiales. Lo que no vendía, lo donaba: por ejemplo, la mantelería nueva para su hijo, la vieja para la misericordia. En un alarde de magnanimidad, perdonó deudas de casas y tierras a amigos, sirvientes y protegidos. Daba gran importancia a los asuntos de dinero, pero no era avaro en el sentido estricto de la palabra.
«No hablaría de dinero principalmente ahora
—escribió al nuevo gobierno
— si tuviese con qué aparecer en Europa decentemente.»
De lo que no hablaba era de sus planes para reconquistar la corona de Portugal y, quizá, convertirse en emperador de Iberia. Las últimas cartas del Chalaza hablaban del entusiasmo con el que los miembros del Club Central Hispano-Lusitano de Londres querían aclamarle emperador constitucional de la Península. Sabía que era un espejismo, pero a pesar de todo se aferraba a ello, ahora que había perdido sus otros tronos.
Al final, y por indicación del almirante británico, que temía un ataque de los nativistas contra el
Warspite
, Pedro y su familia tuvieron que mudarse a la fragata
HMS Volage,
que zarpó el 13 de abril a las seis de la mañana. Río de Janeiro desapareció poco a poco en la bruma, difuminándose en ella la silueta del palacio de San Cristóbal, la cúpula dorada de la capilla de Gloria, las fortalezas de Santa Cruz y San Juan, los morros coronados de palmeras, el Pan de Azúcar y el Corcovado, todo el decorado donde habían transcurrido los últimos veintitrés años de su vida. Ese día la prensa local publicó la carta que Pedro había escrito a sus amigos:
«Abandonar algo tan querido como mi patria, mis hijos o mis amigos es penoso hasta para el corazón más duro. Pero no puede haber gloria más alta que dejarlos para conservar el honor. Adiós mi patria, adiós mis amigos, adiós para siempre.»
94
A medida que se alejaba de la costa de Brasil, sentía crecer la morriña, sobre todo después de pasar la línea ecuatorial, momento en que el tiempo empezó a cambiar y a hacerse más fresco. Se acabaron veintitrés años de calor constante. Tuvieron seis semanas de navegación tranquila, hasta que les alcanzó un temporal que aterrorizó a Amelia, pero que fascinó a Pedro tanto como el que vivió en el viaje de ida cuando era niño. Se lo contó pormenorizadamente a su hijo en una carta, una de las muchas que le mandaría durante los meses siguientes, y aunque eran cartas que sobrepasaban la capacidad de entendimiento del pequeño Pedro II, lo hacía para dejar constancia de sus actos y pensamientos. Pensaba que quizá más adelante su hijo las leería y aprendería a conocerle. Le contó cómo el barco empinaba la proa, se detenía en la cresta de la ola y luego, en una embestida veloz, se deslizaba pendiente abajo e hincaba el mascarón de proa como una estocada en el mar. Le habló del agua que se filtraba por los tambuchos y las ventanas del castillo de popa, de los gritos de un marinero que pedía ayuda para achicar las sentinas, del chirrido de los cabestrantes y las poleas y el crujir de la jarcia. Le contaba que esas penurias no eran nada comparadas con la alegría de volver a ver, dentro de poco, a su hermanita la duquesita de Goias, interna en el colegio del Sagrado Corazón de París.
La carta fue enviada desde Faial, en las Azores, donde, después de dos interminables días de temporal, recalaron sólo diez horas para reaprovisionarse. Once días más tarde, Pedro era recibido en Cherburgo por las autoridades locales, por el Chalaza, por un grupo de refugiados portugueses y por cinco mil hombres de la guardia nacional francesa que le rindieron un cálido homenaje. Fue aclamado como campeón de la libertad, dador de constituciones, un hombre que había sabido sacrificarse y dejar el trono antes que violar la Carta Magna. Aquí no era visto como un déspota, sino como un monarca liberal. Qué bueno era sentirse de nuevo respetado, comprendido, e incluso amado… Qué bien sentaba un poco de calor humano para luchar contra el frío del destierro. Aquella bienvenida fue un bálsamo para su corazón henchido de nostalgia. Su vida dejaba de parecer un final; de pronto era como un nuevo principio.
En la mansión que el gobierno municipal puso a su disposición, Pedro recibió a numerosos emigrantes portugueses que habían solicitado una audiencia con el padre de su reina. Escuchó historias terribles de la represión en Portugal, planes descabellados para reconquistar el país; aceptó ofertas de colaboración —hombres dispuestos a alistarse inmediatamente para ir a luchar— y prometió restaurar a su hija en el trono lo antes posible. Supo que Benjamin Constant, poco antes de morir, dejó escrito que su llegada daría a Europa un rostro nuevo, que sería el hombre de la libertad constitucional europea contra los gabinetes autocráticos, que estaba llamado a desempeñar un papel inmenso,
«el más bello que le haya sido ofrecido a un príncipe en memoria de hombre».
Eran bonitas palabras que vinieron a confirmarle el sentimiento íntimo de que estaba cumpliendo con su destino, pero que también le exigían mucho. Su admirado Benjamin Constant le había puesto en la tesitura del héroe: sólo cabía triunfar… o morir. No tenía ninguna intención de dejarse la piel en el intento, así que todo empezaba por el dinero: ¿de dónde iba a sacar fondos para levantar un ejército e invadir Portugal?
El general portugués Saldanha, un hombre comprometido con la causa liberal y de impecable reputación, le puso sobre la pista:
—Un español puede ayudarnos. Se llama Mendizábal y es muy amigo mío. Un hombre idealista con los pies en la tierra, un liberal. Es banquero, un genio de las finanzas. Se ha arruinado dos veces y también dos veces ha rehecho su fortuna. Es el mayor exportador de vinos españoles a Gran Bretaña. Al igual que yo, está convencido de que liberar Portugal es el primer paso para liberar el resto de la Península.
—¿Podéis ponerme en contacto con él?
—Vive en Londres… ¿Sabéis, majestad? Ahora más que nunca sigue siendo deseo de los liberales españoles haceros rey de España.
Pedro no contestó, pero le gustó oír aquello. Decidió efectuar un viaje rápido a la capital de Gran Bretaña. Simpatizó mucho con el exiliado español Juan Álvarez y Mendizábal. Oriundo de Cádiz, Mendizábal era un hombre alto, de porte distinguido y una delgadez extrema, con una nariz aguileña que le confería un aire de viejo hidalgo. Había cambiado su apellido original, Méndez, porque decía que era de origen judío y en círculos financieros españoles carecía del prestigio de un apellido vasco. Liberal redomado, a la edad de treinta años había entregado su primera fortuna a la causa de la revolución liberal de Cádiz, en 1820. Después de la intervención francesa en España de los Cien Mil Hijos de San Luis, tuvo que exiliarse a Londres, donde rehízo su fortuna y continuó ofreciendo su talento financiero a la causa de la libertad en la Península. Para Mendizábal era urgente derrocar a Miguel, porque ese rey chapado a la antigua estaba resucitando un fanatismo cerril en la Península, el mismo del que se había nutrido la Inquisición y el que había desembocado en la persecución de los judíos y en la paralización del progreso en Portugal y España. Pedro y el español se necesitaban el uno al otro y el resultado de aquel primer encuentro se materializó unos días más tarde, cuando firmaron un acuerdo por el cual Mendizábal se comprometía a conseguir una línea de crédito de dos millones de libras a nombre de la reina María II. Luego, aprovechando el ofrecimiento que le hizo el rey de Francia, Luis Felipe, de alojarle gratuitamente en el castillo de Meudon, Pedro decidió irse a París, donde seguiría intentando recaudar fondos, conseguir apoyos, barcos, armas, soldados. «Me voy porque Londres es muy caro», le dijo a Mendizábal.
La razón más importante era que allí vivía su ojito derecho, la duquesita de Goias, y además hablaba bien francés —no así el inglés— y, puestos a exiliarse, se sentía más cómodo en un país latino. Su estado de ánimo oscilaba entre la angustia de encontrarse lejos de su tierra y de sus hijos y la satisfacción que le producía vivir por primera vez como un hombre cualquiera, como un burgués.
«Voy a vender mi plata y mis joyas para hacer un fondo y poder vivir de camisa blanca y engomada, sin deber nada a nadie»,
escribió a su hijo. Se evadía en sus recuerdos de Brasil cuando se sentía aplastado por la inmensidad del desafío al que había decidido enfrentarse. Añoraba sus caballos, el olor de la tierra tropical después del aguacero, los atardeceres rojizos, las sonrisas de la gente, y sobre todo a sus hijos, hasta los que no conocía ni conocería jamás. Le pesaba sobre la conciencia no haber reconocido a la última hija que tuvo con Domitila, y que nació unos meses después de haberse marchado a São Paulo. No lo había hecho por deferencia hacia Amelia, pero no por ello olvidaba a la pequeña. Antes de abandonar Londres, pidió a su amigo el marqués de Resende que escribiese a Domitila, en su nombre, para decirle que su precipitada salida de Río no le había permitido comunicarle sus intenciones a propósito de la pequeña María Isabel, pero le anunciaba que la había nombrado condesa de Iguazú y que quería que viniese a Europa, al igual que su hermana, la duquesa de Goias, para ser educada
«con aquel cuidado de decencia que exige su categoría»
. Domitila contestó cinco meses más tarde diciendo que
«antes de dar esa prueba de amor paternal, ya tenía el proyecto de acompañar a mi hija a París a fin de darle la educación que se merece».