La mayoría de los mercenarios que Pedro se encargó de entrenar eran ingleses, aunque también había un pequeño contingente de franceses, españoles, holandeses y polacos. Como era de esperar, la presencia de los ingleses en las islas provocó varios escándalos de orden público porque después de sus horas de entrenamiento se dedicaban a la bebida con auténtico frenesí. Como los irlandeses en Río, recordaba Pedro. Borrachos, acababan llamando a las puertas de los conventos.
«Nos divertíamos mucho con las monjas»
, escribió el capitán Charles Shaw, segundo en la cadena de mando del batallón británico. Contaba cómo participó en una banda que fue a tocar música a un convento.
«Acabamos bailando en el locutorio, lo que no se había visto nunca antes»,
añadió
.
Según el inglés, las monjas eran feas, sucias y descuidadas, «y escupían abominablemente». Pero eran las únicas mujeres con auténticas ganas de diversión en aquellas islas. Su fama en este sentido venía de lejos, pues ya en el siglo XVIII, el conde de Ségur, de viaje hacia América, había informado sobre la ligereza de las monjas de las Azores, las mujeres más solas y aisladas del mundo. Pedro se tomó muy en serio la emancipación de las religiosas, y firmó un decreto para que los conventos abriesen sus puertas y les permitiesen volver con sus familias. Se tomó tan en serio la suerte de aquellas monjas, que no pudo resistir los encantos de la más bella, sor Ana Augusta Peregrino, una joven clarisa de veintitrés años (tres más que su mujer), sacristana del convento de la Esperanza, que le esperaba todas las noches con el corazón en un puño. Pedro llegaba de madrugada enfundado en una amplia capa y escondiendo su rostro bajo un sombrero de ala ancha. Solo, lejos de París y de Amelia, con la perspectiva de ir a una guerra en la que quizá perdería la vida, el monarca que creía que la castidad no era virtud que debiera cultivarse volvía a caer en sus viejas costumbres.
A principios de junio de 1832, la flota invasora estaba lista: unas cincuenta naves que incluían dos fragatas, dos bergantines, tres vapores, una corbeta, tres goletas, así como un buen número de embarcaciones pequeñas muy útiles a la hora de reconocer la costa. Pero sin caballos. Los barcos estaban numerados del uno al cien; esperaban que ese truco ingenuo confundiera al enemigo. El mal tiempo, sin embargo, obligó a posponer la partida hasta finales de mes. Por fin, el día 27, entre vítores de la multitud que agitaba pañuelos y cantaba himnos marciales, convencida de que la victoria estaba al alcance de la mano, la flota con sus siete mil quinientos hombres zarpó bajo un sol radiante. En la galera
Amelia
, que arbolaba la bandera azul y blanca del movimiento liberal, viajaban Pedro y sus generales. Sus espías les habían informado de que Miguel había concentrado el grueso de sus fuerzas en los alrededores de Lisboa, unos veinticinco mil hombres a los que esperaba añadir otros cuarenta mil, más dos mil hombres a caballo, por lo que decidieron poner rumbo al norte e intentar entrar por Oporto, que les parecía el punto más vulnerable de toda la costa. Además esa ciudad había sido tradicionalmente un bastión liberal, desde que un rey medieval expulsase a los hidalgos que no ejercían una actividad lucrativa, de modo que la influencia de la clase burguesa de comerciantes y negociantes había predominado a lo largo de los siglos. Oporto albergaba más tiendas que Lisboa y sus librerías tenían mejor fama que las de la capital. Pedro estaba seguro de que muchos de sus habitantes se unirían a sus fuerzas y que podrían transformar la ciudad en centro de operaciones.
Desembarcaron en la playa de Pampelido, doce kilómetros al norte, sin encontrar resistencia, lo que les pareció sorprendente, dada la disparidad de fuerzas. Las columnas de soldados y la artillería avanzaron despacio hacia la ciudad, encaramada en la falda de una montaña sobre el Duero, dejándose guiar por la silueta de los torreones macizos de su catedral. Los soldados no entendían ese silencio que se les antojaba hostil, y los oficiales intercambiaban miradas de consternación. Era un paseo, más que una intervención militar. Todos iban recogiendo del borde de los caminos hortensias azules y blancas que prendían en los cañones de sus rifles y bayonetas. Niños harapientos corrían descalzos entre los soldados, y algunos pescadores y vendedores ambulantes se unieron al lento desfile. Montado en un penco flaco y huesudo, Pedro, portando un estandarte al frente de sus tropas, hizo su entrada por la calle Cedofeita, que conducía directamente al centro, flanqueada de casas señoriales de granito cerradas a cal y canto. Los ricos y los nobles tenían miedo; los que no habían huido estaban encerrados en sus casas. Los campesinos, la mayoría adeptos de Miguel, se habían ido hacia el norte. Algunos eran tan ignorantes que hablaban de doña Constitución, convencidos de que se trataba de una mujer de carne y hueso. Fanatizados por la influencia del clero, no querían celebrar la llegada de ese ejército, que para ellos no era más que un puñado de masones, heréticos, judíos y extranjeros.
Poco a poco y ante el ambiente festivo que tomaba aquella invasión, fue saliendo gente a la calle, simpatizantes liberales, largamente reprimidos, que recibieron a sus libertadores con gran efusión. En su mayoría eran empleados de comercios, cajeros, estudiantes, intelectuales, trabajadores de las bodegas y todos los que siempre estaban dispuestos a aclamar al vencedor, fuese quien fuese. La plaza Nueva se fue llenando de una multitud enfervorizada que gritaba vivas al rey Pedro IV de Portugal, título que había adquirido apenas ocho días después de la muerte de su padre. Mujeres vestidas de azul y blanco se agolpaban en los miradores y los balcones mientras los hombres, abajo, recibían a Pedro con una nutrida ovación. «¡Portugueses! —les dijo—. Ha llegado el tiempo de sacudir el yugo tiránico que os oprime…. ¡Ayudadme a salvar la patria que me vio nacer! Desde aquí os ofrezco paz, reconciliación y libertad…» Sus seguidores se lanzaron a ocupar los edificios oficiales. Abrieron las puertas de las cárceles, soltaron a los prisioneros políticos —comerciantes, profesionales, curas liberales y aristócratas disidentes—, y como signo de represalia contra el régimen absolutista colgaron en la plaza pública al único verdugo de la ciudad. Los monasterios fueron convertidos en cuarteles para alojar a los constitucionalistas, a pesar de la indignación de los curas. Palmela pensó que los generales miguelistas habían perdido la cabeza al haber abandonado la ciudad de esa manera. Sin embargo, a Pedro le costaba creer que el enemigo se hubiera retirado la noche anterior sin disparar un solo tiro.
Tenía razón. El enemigo estaba ejecutando un plan: rodear Oporto, sitiarlo y atacar de manera que nadie pudiese escapar. Estaban transformando la ciudad en una jaula para poder masacrar tranquilamente a las fieras atrapadas en su interior. Pedro recibió informes de que un importante contingente de tropas absolutistas estaba desplegándose a veinte kilómetros de la ciudad y tomaba posiciones en un círculo amplio en las colinas de los alrededores. Supo entonces que habían caído en una trampa.
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¿Qué hacer? No habían venido hasta aquí para mantenerse a la defensiva. Para una tropa que se creía libertadora, permanecer quieta era desmoralizante. La opción de iniciar una marcha hacia el sur era imposible porque no tenían caballería y su artillería era para distancias cortas. Así que Pedro y su Estado Mayor decidieron sondear al enemigo allá donde estuviera en los alrededores, ir a su encuentro…, mirarle a la cara. Enviaron una fuerza de cuatrocientos soldados a Braga, hacia el norte, para proclamar en camino la causa de la reina. Y una columna de reconocimiento de un millar de hombres al este, hacia Peñafiel. Sin embargo, a la entrada del pueblo se toparon con una feroz resistencia. Los absolutistas lucharon para repeler el ataque con la colaboración de los vecinos, campesinos fornidos armados de palos, picos y azadones. La primera batalla que libraron pedristas y miguelistas fue una escabechina que costó la vida a doscientos absolutistas y a un centenar de liberales. Por otro lado, los que habían ido a Braga volvieron a Oporto después de haberse topado con el mismo tipo de resistencia popular. Ambas expediciones confirmaban que al Portugal profundo poco le importaba la llegada de la reina niña y sus partidarios.
Pedro estaba ofuscado. «¿Dónde estaba ese entusiasmo del pueblo hacia su reina constitucionalista del que tanto hablaban los exiliados portugueses en París?», se preguntaba. Aquellos refugiados tomaban sus deseos por realidades. El Portugal profundo era un país atrasado, empobrecido, embrutecido por la omnipotencia del clero, traumatizado por haber perdido la gran colonia de la que había vivido durante tantos siglos y, en consecuencia, resentido contra el responsable de aquel desastre, ese príncipe liberal y masón que había traicionado a la madre patria haciéndose brasileño. ¿Cómo le iban a aclamar ahora como un héroe si ni siquiera le consideraban jefe de la casa de Braganza, sino un aventurero a la cabeza de una panda de saqueadores? Apesadumbrado, Pedro descubría que la mayoría de la población no ansiaba la libertad; que, lejos de abrazar su causa, estaban dispuestos a combatirle con saña. Sólo les interesaba seguir en la senda de la tradición nacional, en la estela marcada por su madre, seguros en su fe, sin deseos de cuestionarse la vida. El precio de haber idealizado Portugal durante tantos años lo pagaba ahora con un rosario de decepciones. Hasta le costaba entenderles por el acento tan cerrado que tenían al hablar. Había similitudes con Brasil, pero Pedro sólo veía las enormes diferencias que dividían a ambos países, ambas culturas, ambos mundos.
Miguel, por su parte, delegaba las tareas del gobierno en el anciano conde de Bastos mientras seguía dándose la gran vida. La estancia de su hermano en las Azores no le había quitado el sueño. Conociéndole, pensaba que aquella aventura sería otra quijotada de Pedro, una fantochada de la que se arrepentiría. Estaba muy seguro de su poder, de su popularidad entre el grueso de la población campesina, de la apabullante diferencia de fuerzas a su favor, de que Dios estaba de su lado, y el desembarco de aquel ejército de pacotilla no le privó de seguir dedicándose a sus placeres habituales: navegar de cabotaje en su goleta pintada de color rojo, descansar en Queluz, cazar jabalíes en Samora, marcar novillos en las fincas del Alentejo y hasta bajar al ruedo y dar algunos pases. Vivía en su burbuja de privilegios, ajeno al peligro de la invasión y a la miseria de las calles, que era terrible. En todas las iglesias había una urna con una inscripción que rezaba: «Para los gastos del Estado.» Los oficiales del ejército entregaban parte de su sueldo al gobierno para evitar la ruina de la economía.
La diferencia de carácter de ambos hermanos fue fundamental en el resultado final de aquella contienda. Pedro no era un hombre que se dejara vencer fácilmente. Al contrario, se crecía ante la adversidad y sacaba lo mejor que tenía dentro. La tragedia le hacía olvidarse de sí mismo y le reafirmaba en su voluntad casi pueril de ser un héroe. Pedro tenía ansias de gloria; Miguel, de seguir disfrutando los placeres de la vida y de ser rey.
Para Pedro y sus hombres era crucial romper el cerco enemigo. Decidieron atacar en tres frentes a la vez. Dejaron en Oporto un destacamento simbólico de sólo doscientos soldados, y el resto partió disciplinadamente. Sabían que se jugaban el todo por el todo. Era ahora o nunca. Enfrente tenían a doce mil soldados, con buena caballería pero con una artillería muy pobre. Era un ejército mal organizado, mal entrenado y peor mandado por oficiales que tenían conflictos entre ellos y que no se podían comparar con los avezados cuadros ingleses, franceses y portugueses del ejército liberal. Sin embargo, era un ejército numeroso. Se avecinaba el combate crítico, el que decidiría la supervivencia de la revolución constitucionalista en Portugal.
La batalla duró todo el día, con repetidas avanzadas y retiradas. Haciendo caso omiso del peligro de los cañonazos y del fuego de los mosquetones, Pedro se dejó llevar por el ardor guerrero, espoleó su caballo y alcanzó un montículo para seguir de cerca, catalejo en mano, el curso de la lucha. Tanto en tiempos de paz como de guerra, necesitaba estar al mando, sentir que tenía el control de la situación. Era la primera gran batalla a la que asistía, y recordó al general Hogendorp, que tantas veces le había contado los secretos estratégicos de las batallas napoleónicas. También se acordó de su hermano: las peleas de niño, en las que utilizaban esclavos como soldados, ahora se habían transformado en combates con muertos de verdad. Pero antes no sentía náuseas como ahora. El olor de la sangre mezclado con el de la pólvora de los disparos que crepitaban a su alrededor le producía arcadas. Tan absorto estaba por la evolución de la pelea, cuyo resultado era impredecible a pesar del tiempo transcurrido, que no oyó a sus generales que le conminaban a desplazarse unos metros más atrás. Permaneció en el mismo lugar hasta el atardecer, cuando los absolutistas, hartos del estancamiento de la batalla, lanzaron un ataque concentrado sobre un regimiento. En ese momento, Pedro observó por su telescopio cómo uno de sus artilleros lanzaba dos ráfagas muy precisas que reventaron la columna enemiga y después vio a los miguelistas batirse en retirada, presas del pánico. Cuando intentó responder a los gritos de júbilo de sus soldados, a Pedro se le agarrotó la garganta. Estaba entre fascinado y paralizado ante la proximidad y la cercanía de la muerte de tantos hombres.
Dueño del campo de batalla, cruzó a caballo lentamente el prado de helechos pisoteados, humeante, sembrado de cadáveres. Entre heridos y muertos, había perdido cuatrocientos sesenta hombres. El enemigo, por su parte, quizá el doble. La guerra no había hecho más que empezar y la sangría era terrible. Uno de los soldados, un portugués alistado voluntariamente en París, le comentó que en el fragor de la batalla había reconocido a un pariente suyo en las filas enemigas. Ahora estaba rebuscando entre los muertos por si lo encontraba. La guerra entre hermanos era también una guerra entre familias, entre vecinos, entre antiguos amigos. Aquella victoria, al mostrarle la determinación en la lucha de las tropas de su hermano, le dejó un regusto amargo. Sin caballería, no podía darles alcance ni conquistar nuevas posiciones, siempre estarían en desventaja. ¿Valía la pena seguir? ¿No era mejor solicitar el arbitraje de las grandes potencias para solucionar este conflicto? Fue un momento de flaqueza que desapareció nada más regresar a Oporto, cuando sintió el calor de la gente que le prodigó un segundo recibimiento triunfal.