—Me queda un consuelo, amigos míos —les dijo ofreciéndoles asiento—. Esperad un momento.
Se levantó con dificultad y al hacerlo, fue víctima de un violento ataque de tos. Se adentró en su casucha y salió al cabo de un instante, con unos papeles, una botella de aguardiente y tres vasos. Tenía la respiración pesada y los ojos febriles.
—Mirad esto…
Traía un documento amarillento que posó sobre la mesa. En él se podía leer:
«Al general Hogendorp, holandés, mi ayudante de campo, refugiado en Brasil, dejo cien mil francos.»
Era una copia del testamento de Napoleón.
—No me ha olvidado —dijo solemnemente.
—¡Sois rico, Hogendorp! —bromeó Pedro.
—No, alteza, no. Se lo dejo todo a mi fiel Simba —y señaló a su ex esclavo que estaba al fondo de la vivienda, en el rincón que hacía de cocina, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Para qué necesito el dinero ya? —añadió, de nuevo sacudido por un ataque de tos.
Hogendorp estaba convencido de que se hallaba al borde de la muerte, como si la desaparición del hombre a quien había dedicado parte de su vida le arrastrase a él también hacia el mismo puerto.
—Por la noche me asaltan delirios… —les confesó, hablando despacio y dejando vagar su mirada por el horizonte—. Ayer soñé con las maravillas de Java cuando contemplaba, a la luz de la luna, a los rajás cubiertos de oro que desfilaban en sus comitivas entre palmeras gigantes… Nunca fui tan feliz como entonces. Me sentía uno más entre esa gente tan impregnada de vieja sabiduría oriental. El problema es que entonces no era consciente de ello.
Hábilmente, Leopoldina llevó la conversación hacia la actualidad política y la inminencia del viaje. Cuando dio por zanjado su ataque de nostalgia, Hogendorp prosiguió:
—¿De verdad queréis regresar a Portugal, alteza? —le preguntó—. Las aguas del Tajo están muy revueltas.
—Pero allí está mi deber, general.
—¿Estáis seguro? Allí está vuestra familia, alteza. Si marcháis, tiraréis por la borda todo lo que vuestro padre ha hecho en estos años, y Brasil acabará separado de Portugal, estoy seguro.
—Las Cortes exigen mi regreso, general… Soy constitucional, creo en la representación popular, no puedo oponerme a sus instrucciones. Además, este país es ingobernable.
—¡Las Cortes! —dijo Hogendorp con un gesto de desprecio—. ¡Ni queriéndolo lo harían peor! Ignorando los deseos y los intereses de los compatriotas de este lado del mar sólo han conseguido enfurecerlos y alienarlos…
Se hizo un silencio mientras les servía una ronda de su aguardiente de naranja.
—¿Cuánto tiempo lleváis viviendo en Brasil, alteza? —preguntó el general, en un tono más de confidencia.
—Catorce años; tenía nueve cuando llegué.
—Habéis vivido más tiempo aquí que en Portugal. ¿No os sentís de aquí, alteza?
—Soy portugués, general. La patria es la patria.
El general guardó silencio. Se oía el canto de los pájaros en la selva circundante, y el martilleo de Simba preparando harina de mandioca. El general volvió a llenar los vasos.
—La patria no es donde uno nace —dijo al servirles.
Se quedó callado un momento, y luego prosiguió:
—La patria está donde está el corazón, lo sé por experiencia…
Pedro le escuchaba, aunque no estaba seguro de entender bien lo que el general quería decirle.
—Yo soy holandés de nacimiento —siguió diciendo el anciano—. Tengo nacionalidad francesa, vivo en Brasil pero mi patria…, mi patria es Java. Es donde hubiera vuelto si hubiera podido. Por eso sueño por las noches que sigo allí… Veo caballos piafando en la veranda, y elefantes enjaezados con sedas llevando a princesas en sus torretas de oro… Diréis que estoy loco, y probablemente tengáis razón.
En ese momento tendió el brazo hacia el paisaje que se desplegaba ante ellos, amplio, brillante de luz tropical, soberbio. Y dijo una frase que se quedó grabada en la memoria de Pedro.
—Tened cuidado, alteza, de no volver a Portugal para pasaros el resto de vuestra vida añorando esto…
Y abarcó con sus brazos aquella inmensidad verde y azul coronada de nubes, esa naturaleza exuberante cuya belleza prístina no podía dejar a nadie indiferente.
41
A lo largo y ancho de todo el territorio brasileño, se fueron eligiendo las juntas de gobierno locales. En las provincias donde había escasa presencia de tropas portuguesas, las nuevas juntas de gobierno acabaron bajo control de gente nativa. Fue el caso de São Paulo, que entonces era una provincia poco poblada con un puerto importante, Santos, y una capital que contaba con menos de siete mil habitantes, São Paulo. El hombre fuerte de la nueva junta, el científico José Bonifacio de Andrada, tenía cincuenta y ocho años y acababa de regresar a su tierra después de haber pasado treinta y ocho años en Europa. Era un hombre pequeño de ojillos vivaces y mirada pícara, con el pelo gris recogido en una coleta que le caía sobre los hombros cargados. Ateo militante, arrastraba una reputación de libertino forjada por la cantidad de hijos ilegítimos que seguía trayendo al mundo, y por su afición a bailar
lundu
—ese baile de origen angoleño en el que acababan frotándose los ombligos— hasta altas horas de la madrugada. En suma, era una curiosa mezcla de hombre sabio y de vividor, de culto y pendenciero. Pero nadie cuestionaba la autoridad de sus conocimientos, la claridad de su criterio, la finura de sus juicios y opiniones.
En su juventud, cuando estudiaba derecho, filosofía y matemáticas en la Universidad de Coimbra, fue denunciado por la Inquisición por haber negado la existencia de Dios. Obligado a huir hacia los ambientes más tolerantes del norte de Europa para terminar sus estudios, acabó convirtiéndose en uno de los grandes científicos de su época. Profesor, investigador, académico y administrador, escribió cientos de artículos en revistas científicas sobre temas tan dispares como la regeneración de bosques o la pesca de la ballena. En Suecia descubrió cuatro especies de minerales y ocho subespecies. Como homenaje a él, se bautizó el descubrimiento de una roca con el nombre de andradita. Regresó a Portugal en 1800 durante la regencia ilustrada de don Juan, que le ofreció una cátedra de metalurgia en la Universidad de Coimbra. Nostálgico de su tierra, al cabo de unos años suplicó al rey que le dejase volver «a pasar el resto de mis cansados días a cultivar lo que es mío en los campos de Brasil». En 1819, don Juan le concedió la autorización de regresar. A su edad, Bonifacio pensaba que ya había vivido su vida y poco le quedaba por hacer, excepto disfrutar de su jubilación dorada.
Sin embargo, una noche de finales de 1821, mientras estaba recuperándose de una infección de piel que le había dejado prostrado en su cama con fiebre alta, rodeado de los cuidados de su mujer y de sus hijas, recibió la visita de un emisario de Río de Janeiro. El hombre llegó empapado porque había estado cabalgando durante horas bajo un aguacero. Venía a contarle el clima de revolución latente que existía en la capital, de rebelión contra los portugueses, y le pedía que su gobierno local se uniera al movimiento para intentar convencer al príncipe de quedarse en Brasil. Como tantos hombres ilustrados, Bonifacio estaba indignado con las Cortes de Lisboa.
—La manera en que han ignorado a nuestros diputados es insultante —se quejaba.
Antes de mandar a sus diputados para representar la provincia de São Paulo en Lisboa, había invertido mucho tiempo y trabajo en escribir unas instrucciones, que eran un compendio de sus ideas. Aunque le parecía importante mantener la unidad de Brasil, consideraba que aún era más urgente acabar con la esclavitud que
«todo lo corrompe e impide que la sociedad evolucione»
. También defendía la protección de los indígenas y proponía una reforma agraria para distribuir la tierra a familias pobres. Sus sugerencias a las Cortes de Lisboa incluían la creación de varias universidades y, curiosamente, una propuesta para cambiar la capital de Río de Janeiro a una ciudad que sería levantada en el centro del país para favorecer la integración nacional, una idea que sería llevada a cabo con la construcción de Brasilia dos siglos y medio más tarde. José Bonifacio era un visionario, un hombre viajado y erudito, un científico respetado mundialmente, un revolucionario pragmático y moderado cuyas propuestas no merecían haber sido ignoradas de esa manera por Lisboa. Sus dos hermanos, a los que estaba muy unido, también habían conseguido una posición importante en la sociedad colonial. El mayor, Martín Francisco, era director del departamento de minas y bosques de la provincia de São Paulo, y había escrito reputados informes de sus viajes por el interior en busca de nuevos minerales. El otro, Antonio Carlos, era un magistrado que había acabado de juez en Pernambuco. Los tres eran masones, estaban en contra de la esclavitud y a favor del tratamiento humano de las tribus indígenas. Los tres tenían fama de ser hombres honrados e íntegros. Y los tres estaban comprometidos con el liberalismo y la preservación de una amplia autonomía brasileña bajo el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve.
La visita de aquel emisario de Río le sirvió de revulsivo, pues le ofreció la oportunidad de poner en práctica sus ideas. Siendo estudiante, había vivido el estallido de la Revolución francesa, y de lo que vio en las calles de París aprendió que las masas sin control podían ser más tiránicas que el más tirano de los soberanos absolutos. Por eso estaba convencido de la necesidad de mantener la institución monárquica, porque pensaba que en un país con tantos esclavos, analfabetos y pobres, una república no tendría sentido y el país acabaría fragmentándose, como había sucedido en la América española. Consciente de la urgencia del momento, pidió papel y tinta, se levantó de la cama y, envuelto en una manta para luchar contra los escalofríos que le producía la fiebre, escribió un manifiesto dirigido a Pedro, cuyo texto marcaría el principio de la independencia de Brasil.
42
En Río de Janeiro, Pedro, cada vez más presionado, aceptó atrasar el viaje a Lisboa a petición de su mujer, que fingió estar enferma. Su amigo Chalaza, que también estaba del lado de los nativos, le informaba puntualmente de la agitación que se vivía en la ciudad. Entre los fanáticos seguidores de las Cortes, los indecisos con miedo a la represión de la tropa o al espionaje de la policía, y los que preferían una solución más radical —una república a imagen y semejanza de los países vecinos— el patio estaba revuelto y al príncipe le resultaba difícil darse cuenta de cuál era el apoyo con el que podía contar realmente. Inquieto, sintió la necesidad de consultar con el padre Antonio de Arrábida, y descubrió que también su viejo profesor se había posicionado del lado de los insurrectos, siguiendo a otro religioso llamado fray Sampaio, un excelente orador y hombre culto, fundador de un diario muy leído, que un día, dirigiéndose a Pedro, escribió:
«O bien os vais, y nos haremos independientes. U os quedáis, y seguimos estando unidos.»
Arrábida le confesó que temía ser descubierto por las autoridades porque ayudaba a recabar firmas pidiendo la permanencia de los príncipes en Río.
A pesar de las amenazas de la tropa portuguesa que les obligaba a partir, Leopoldina no se salía del camino que se había marcado. Para simular sus intenciones, mandó cargar ciento cincuenta cajas en la fragata que se suponía iba a llevarles a Europa. Era muy cuidadosa a la hora de disimular su participación en el movimiento de los que reclamaban su permanencia. Había optado por no escribir a su padre, para no tener que contarle nada sobre su trabajo de zapa y también para no dejar rastro por escrito. Sin embargo, se comunicaba con Mareschal a través de cartas transmitidas por emisarios de su confianza:
«Mi esposo está mejor dispuesto para los brasileños de lo que esperaba, pero no está tan decidido como lo desearía»,
le confesaba.
Seguía hablando diariamente con su marido sobre el rumbo que había que seguir. Cuando no actuaba bajo el dictado de sus impulsos, Pedro era igual de indeciso que su padre a la hora de lidiar con asuntos complejos y decisiones difíciles. ¿Estaba preparado para enfrentarse a las Cortes, para oponerse a las intenciones de un Parlamento legítimo? En suma, ¿para desobedecer al poder? ¿Tenían posibilidad de éxito los que le incitaban a la rebeldía? Pedro sondeaba sin cesar, quería conocer las diferentes corrientes de opinión, no sólo en Río sino también en otras provincias. Asimismo, era muy consciente del apoyo decisivo que necesitaba de los militares. No tenía ninguna confianza en Avilez, que ya disponía de un poder considerable que no estaba dispuesto a compartir. Y los escarceos que Pedro había tenido con su esposa no auguraban una mejoría de las relaciones, más bien al contrario. Sin embargo, había otros generales, los que tenían a su cargo tropas de soldados nacidos en la tierra. Sólo si contaba con su apoyo, podría oponerse a las Cortes. Pedro intuía que el paso que le proponían dar podía llevarle a la gloria, era cierto, pero también a sufrimientos y humillaciones.
—Si sale mal —le decía a Leopoldina— tendré que fugarme para evitar la cárcel y la vergüenza de ser reo de un crimen doble, de desobediencia y traición a mi padre y a la patria.
Por lo general, antes era Leopoldina la timorata y Pedro el atrevido. Ahora los papeles se habían invertido.
—No te preocupes por tu padre; si alguien te puede entender, es él. Acuérdate de lo que te dijo antes de irse: mejor quédate tú con las riendas del país a que lo haga cualquier aventurero.
—Lo que quiero es mantener el reino unido, es lo que querría mi padre también. Hay que resistir como sea la arrogancia de las Cortes de Lisboa.
Pedro estaba tan ansioso que Leopoldina temió que fuese de nuevo víctima de un ataque de epilepsia.
—Te saldrá bien —le dijo acariciándole el pelo que tenía tan encrespado como su ánimo—. Tienes a la gente de tu lado. Te darás cuenta mañana.
Leopoldina se refería a la cita que tenía el día siguiente con una delegación de diputados municipales en el antiguo palacio donde había concentrado las oficinas administrativas. Querían entregarle una petición popular, la misma en la que había colaborado fray Arrábida. Al principio, Pedro había dudado si aceptar o no, pero Leopoldina acabó convenciéndole:
—El César decía que prefería el primer puesto en un pueblo que el segundo en Roma…
Leopoldina conocía el punto débil de su marido —el gusto por mandar y el afán de gloria— y sabía poner el dedo en la llaga.