El imperio eres tú (22 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Pedro fue a ver a su padre para pedirle que anulase el decreto del día anterior. Había pasado la noche en blanco, tenía barba rala, ojeras, el pelo sucio de polvo y olía a pólvora. No sabía si el rey lo iba a recibir felicitándole o enfadado, y quizá por eso se emocionó hasta las lágrimas cuando don Juan le abrazó como hacía años que no lo hacía. Ese hijo que había querido con cierta distancia, sin intimidad, ahora le provocaba una secreta admiración. Sobraban las palabras.

A modo de explicación, en el texto que anulaba el decreto don Juan escribió que los miembros de la delegación que habían venido a verle la víspera y que se hicieron pasar por representantes del pueblo eran sólo
«hombres con malas intenciones que buscaban la anarquía»
. A continuación, en otro decreto, transfería oficialmente a Pedro
«el gobierno general y la entera administración de todo el reino de Brasil»,
reiterando su idea fija, la de un Brasil políticamente unido y en pie de igualdad con Portugal.

—Nunca ahorres esfuerzos para mantener unidos todos los dominios de la corona… Nunca como ahora han estado tan amenazados de disolución. Te lo digo con el corazón en la mano, hijo mío querido.

Fue el último acto oficial de la corte en Río de Janeiro.

Así que todo volvía al orden anterior, que autorizaba al rey a nombrar a los ministros que formarían parte del gabinete de su hijo. Como ministro principal y jefe de gobierno nombró al conde de Arcos, el antiguo virrey que les había recibido a su llegada trece años atrás.

—Es un hombre capaz de conciliar los intereses de la realeza con los del pueblo —le dijo a su hijo.

Éste le respondió en broma:

—No sé si podremos trabajar juntos porque querrá mandar sobre mí…

—Él habla con franqueza, y eso lo tienes que aprovechar. No dejes que el orgullo te ciegue.

Pedro respetaba la experiencia del conde, a quien conocía desde la infancia, y esperaba que no le hiciera sombra, porque no estaba dispuesto a dejarse gobernar por otros.

Una vez descabezada la revolución y nombrado el nuevo hombre fuerte del gobierno, el horizonte estaba despejado para que Pedro ejerciese la regencia. Su decidida actuación de las últimas horas le había convertido en el amo indiscutible de Río de Janeiro. Para poder mantenerse en esa posición y lograr aglutinar el resto de Brasil bajo su control, ahora se hacía imprescindible que su padre y los miembros de su gobierno partiesen cuanto antes.

De modo que se aceleraron los preparativos en una ciudad que estaba magullada y resacosa. Al igual que había sucedido al abandonar Portugal trece años antes, tampoco ahora habría procesiones, ni fuegos artificiales, ni arcos triunfales como los que recibieron a Leopoldina, ni siquiera una ceremonia de besamanos para despedirse de sus súbditos. Don Juan, precavido, seguía temiendo manifestaciones violentas y optó por guardar la máxima discreción. El silencio inusitado que se abatía como un manto de plomo sobre Río sólo era interrumpido por las voces de los estibadores y los gritos de los esclavos que terminaban de cargar los doce navíos que formaban la flotilla real. Don Juan en persona supervisó la estiba del más preciado de sus cargamentos, el féretro que contenía los restos de su madre la reina María.

La mayoría de los cortesanos embarcaron en la oscuridad de la madrugada del 25 de abril, tres días después de la fracasada asonada. Doña Carlota Joaquina lo hizo unas horas más tarde, cuando las aguas de la espléndida bahía centelleaban con los reflejos del sol. Acompañada de sus hijas, fue despedida por un grupo de fieles seguidores en el muelle de la plaza del Rocío donde les esperaba el bergantín rojo y dorado de la casa real, cubierto con un dosel púrpura. Ajena a la susceptibilidad de los remeros que se disponían a llevarla hasta el buque fondeado en la bahía, saludó con la mano a los que se quedaban en tierra, sin poder reprimir una de sus gracias: «¡Voy al fin al encuentro de una tierra habitada por hombres!», dijo saludando con la mano.

Por la tarde embarcó el rey. El muelle estaba abarrotado de gente que lloraba y agitaba sus pañuelos blancos. Los últimos en verle en tierra firme siempre recordarían su semblante deshecho. Lloraba de
saudade
por aquella tierra que nunca más volvería a ver. Por la mañana había dado un último paseo por el jardín botánico. Las simientes que había plantado de forma experimental a su llegada se habían convertido en árboles frondosos, en floridos matorrales y en parterres de plantas medicinales. Los estanques que él mismo había diseñado eran el hogar de numerosos flamencos que se movían entre nenúfares, papiros y otras extrañas plantas acuáticas; las palmeras de las alamedas que él había trazado ya medían la altura del Teatro Real, el edificio más alto de la ciudad, que era también otro legado suyo. Además, el aroma a almizcle de algunas flores, el canto de tantos pájaros, el murmullo de las cascadas y la quietud del lugar…, todo aquello proporcionaba a una alma sensible como la suya, a un iluminista, un deleite que no era de este mundo. Y abandonar aquel paraíso… ¿no era como morirse antes de la cuenta?

Cuando llegó al barco aquella tarde, se encontró con la desagradable presencia de su esposa, que era para él casi como una enemiga. Verse obligado a sufrir su compañía era un suplicio añadido a la nostalgia de partir. ¡Qué largo se le iba a hacer aquel viaje con ella! En un espacio tan reducido no podría mantenerla a raya, ni hacer como en tierra, limitarse a mostrarle consideración en público y nada más. Y luego… ¿Qué pasaría en Lisboa con ella? ¿Para cuándo la próxima deslealtad?

Los marineros dejaron de adujar cabos, de limpiar pasamanos y de cepillar bronces para cuadrarse ante el príncipe que venía a despedirse, acompañado de Leopoldina y de su hijita Maria da Gloria. Nada más acceder a cubierta, se encontraron con Carlota, que no cabía en sí de satisfacción, a pesar de los horribles recuerdos que tenía del viaje de ida, cuando tuvo que pelarse la cabeza debido a una infección de piojos en aquel barco destartalado en el que tenía que utilizar las letrinas al aire libre, unas plataformas amarradas y suspendidas en proa, y las deyecciones iban a parar directamente al mar. Ahora viajaba en un barco de lujo, con camarote, aseo propio y un nutrido personal de servicio para vaciar orinales. Estaba tan feliz que no paraba con sus bromas cáusticas: «A Lisboa voy a llegar ciega porque llevo trece años viviendo en la oscuridad rodeada de negros y mulatos», decía muy ufana de su ocurrencia. En un alarde de cariño materno, abrazó a Pedro y le agradeció su comportamiento de audaz hombre de acción y de «español valiente» —siempre que su hijo hacía algo bueno lo atribuía a su lado español—, que había sabido sacar el mejor provecho de la situación para salvar a la monarquía.

Cuando a Pedro le llegó el turno de despedirse de su hermano, se abrazaron dándose fuertes palmadas en la espalda. Miguel le susurró al oído, señalando a su madre:

—Menuda zorra… No ha parado de coquetear con los constitucionalistas.

—Será zorra, pero nos ha parido sin miedo —contestó Pedro, y esa defensa inesperada de su madre dejó a su hermano desconcertado.

Luego Pedro, Leopoldina y su hija fueron a ver al rey, ya instalado en su camarote.

—¡Cómo me hubiera gustado llevarme a los pequeños conmigo! —les dijo don Juan con la voz quebrada mientras, embelesado, miraba a su nieta, vestida de blanco con lazos azules en el pelo rubio como el de su madre.

—Espero que podamos seguiros pronto —le dijo Leopoldina—. Os voy a echar tanto de menos…

El rey la abrazó:

—Vuestra permanencia aquí es un sacrificio a favor de la estabilidad de la monarquía, y os lo agradezco de corazón… Quizá dentro de seis meses, o un año máximo, podáis veros libres de este sacrificio y regresar con nosotros… ¡Ojalá!

«Parece que estoy viviendo un mal sueño
—escribió la austriaca a su padre contándole la partida—.
La realidad, sin embargo, es que me tengo que quedar aquí, separada de mi querido suegro, lo que es muy doloroso y difícil para mí, por varias razones.»
Aparte del sincero afecto que sentía por el rey, temía que sin el freno de la presencia paterna su marido se deslizase por una pendiente de depravación y excesos. También le asustaba el aislamiento. Entre los cuatro mil cortesanos y sus familias se iban algunos amigos muy queridos que habían vivido en Brasil bajo el mecenazgo del rey, como el músico Sigismund von Neukomm, el pintor francés Antoine Taunay, el cónsul de Rusia y varios amigos alemanes.

Fue una despedida emotiva la que tuvo lugar en cubierta, cuando a los visitantes les llegó la hora de volver a los botes porque el buque estaba listo para zarpar. Don Juan estrechaba con fuerza las manos de los vasallos que dejaba en Brasil,
«entre sollozos y bañado en lágrimas»,
como escribió un cronista local. Antes de dejarle partir, don Juan quiso hablar con su hijo en privado. Se fueron hacia el balcón de proa, desde donde se veía el Corcovado, con la sierra al fondo, coronada de nubes de algodón y la ciudad blanca desproporcionadamente pequeña ante la magnificencia de las montañas y los promontorios que la rodeaban. «Aquí he sido feliz —le dijo—. Aquí he sido rey.» Le reiteró la angustia que sentía al dejarle solo frente a un futuro lleno de imprevistos. No le dijo lo que más miedo le daba, que era no volverle a ver más.

—Te he dejado amplios poderes, hijo mío, tanto que te permiten hasta declarar la guerra o hacer la paz. Úsalos con parsimonia y sentido de la justicia, te lo pido con amor de padre y autoridad de rey.

Por primera vez, mencionaron la posibilidad de la independencia de Brasil. Don Juan temía que el país cayese en manos de revolucionarios como Macamboa o Duprat, que purgaban su intentona encerrados en la prisión de la isla de las Cobras, esa que surgía de la neblina por babor. Al final, mezclando su maña de viejo rey con la ternura paterna, le hizo una confesión:

—Pedro, si Brasil debe separarse, más vale que tomes tú el mando, que al fin y al cabo me respetas, que caiga en manos de cualquiera de esos aventureros.

Tal vez así, soñaba don Juan, un día pudiesen unir los dos reinos bajo un mismo cetro.

Pedro hizo grandes esfuerzos para mantener la entereza. Siempre tenía las emociones a flor de piel, y en eso se parecía a su padre. Estaba especialmente conmovido porque, aparte de la gloria momentánea de los últimos días, que presentía frágil, había ganado algo que toda su vida le pareció inalcanzable, y que sin embargo siempre necesitó para sentirse un hombre de verdad. Había ganado lo imposible, que era la confianza de su padre. Por fin.

Cuando regresaron a la costa, donde las colinas coronadas de palmeras y los tejados de las iglesias brillaban con los reflejos dorados del sol, escucharon a lo lejos cómo las salvas de artillería saludaban el paso de la flotilla real. Pedro y Leopoldina se quedaron largo rato mirando cómo las velas blancas desaparecían en el horizonte, con sentimientos encontrados. Se quedaban solos y eran dueños de la situación. Si él estaba invadido de un sentimiento que mezclaba el triunfo personal con la sensación de peligro, ella estaba apesadumbrada e inquieta por un futuro que no veía claro.

CUARTA PARTE

El líder verdadero siempre es guiado.

R
ABINDRANATH
T
AGORE

36

Al príncipe regente Pedro y a su mujer, ambos de veintidós años, les tocaba abrir una página de la historia del continente americano.
«No sabes lo desesperada que estoy
—escribió Leopoldina a su hermana dos días después de la partida de la flotilla real—.
La rueda de la suerte ha girado, y tenemos que quedarnos por un tiempo indefinido, lo que, considerando el actual espíritu del pueblo, me parece una decisión bien arriesgada. Existe poca esperanza de que nos volvamos a ver…»
A la soledad y el aislamiento se unía ahora el peso de la responsabilidad política que don Juan les había traspasado, en un momento en el que muchos cariocas cuestionaban la sinceridad del «constitucionalismo» del príncipe, después de los sangrientos acontecimientos de la Cámara de Comercio.

—Tu padre era muy reverenciado y amado —le decía Leopoldina—. Tú tienes que aumentar tu prestigio para que olviden lo que ha pasado.

Eran consejos parecidos a los que recibía del conde de Arcos. Pedro deseaba ser querido por la gente. Desde la más tierna infancia, le habían acunado con historias del Quijote, y él se sentía un poco como un caballero andante, porque valoraba la gloria y el honor más que nada en la vida, más que el poder, o que el dinero.

La primera medida que tomó dejó perplejos y asombrados a sus súbditos por las contradicciones de su carácter. Él, que carecía de la cultura propia de un príncipe, mandó suprimir los aranceles de aduana sobre los libros extranjeros y abolió la censura de todo material impreso.

—Las duras medidas del día de Pascua han sido necesarias para preservar el orden sin el cual la libertad es imposible —declaró a los que todavía dudaban de sus ideas.

La idea de la frase era suya, la sintaxis, del conde. Pero el príncipe era un liberal convencido. Siguió adoptando medidas que no dejaban lugar a dudas ni sobre su voluntad de volverse a crear una buena imagen ni sobre su tendencia política. La propiedad privada fue declarada segura y no sujeta a expropiación arbitraria, como lo había sido durante el reinado de su padre, que nunca derogó una ley que otorgaba a la corona el derecho de confiscar casas privadas para uso de la nobleza. Pedro y el conde quisieron acabar en seguida con aquel sistema que había dado lugar a tremendos abusos, como el caso de un aristócrata que ocupó una casa durante diez años sin pagar alquiler, mientras que el propietario se vio obligado a vivir con su gran familia en otro alojamiento mucho más exiguo. Para ganarse a los criollos y a los nuevos gobernantes de Portugal, mandaron reducir impuestos y dictaron leyes que garantizaban las libertades civiles. Ser constitucional estaba a la orden del día. Ahora se hacía indispensable tener una orden de arresto firmada por un juez para detener a alguien. Quedó prohibida la tortura y el uso de cadenas, esposas, grilletes y hierros antes del juicio.

Pero lo que no pudieron imaginar ni Pedro, ni Leopoldina, ni el conde de Arcos ni sus consejeros fue el estado de las cuentas que había dejado don Juan. Años de derroche habían sumido al Estado en la bancarrota más absoluta. Las arcas de la hacienda pública estaban vacías. Desde que los gobiernos provinciales recibieron un decreto de las Cortes con instrucciones de dejar de pagar sus tributos a Río, a la espera de poder hacerlo directamente a Lisboa una vez aprobada la nueva Constitución, los ingresos de las provincias cesaron por completo. Miles de portugueses se habían llevado toda su fortuna. El nuevo gobierno tuvo que lidiar con una crisis mucho más profunda de lo que hubieran imaginado.

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