El imperio eres tú (51 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Pedro estaba tan conmovido y la vio tan mal que dio la contraorden a la flota para que permaneciese en el puerto dos días más, a la espera de ver cómo evolucionaba su esposa. El problema logístico de mantener a los ochocientos hombres fondeados en Río era enorme, pero bien se lo debía a Leopoldina. De entre el fango de su comportamiento indecente surgía un destello de rectitud moral. Al día siguiente volvió a visitar a Leopoldina, que se encontraba conversando con el barón Mareschal, y la agradable sorpresa le levantó el ánimo.

—Pero ¿no os habéis ido ya?

—No lo haré hasta que estéis mejor.

—Estoy mejor…, ¿no se nota?

Esa misma tarde, Mareschal envió su informe a Viena:
«Tuve la honra de ser testigo de cómo el emperador, que parecía fuertemente conmovido, le testimoniaba su pesar de abandonarla en ese estado…, pero su estado no reviste peligro alguno.
»

76

Mareschal se equivocó, como lo hicieron los médicos que finalmente dijeron a Pedro que podía irse tranquilo. La flotilla puso rumbo al sur, mientras la emperatriz, espoleada por ese sentido del deber tan suyo, hizo acopio de sus escasas fuerzas y, en calidad de regente, se acicaló lo mejor que pudo con una gruesa capa de maquillaje para disimular su mala cara, se vistió y bajó a la sala de reunión a despachar con los ministros. Su lucidez y sentido común habituales les hizo olvidar su aspecto espectral.

Aquel esfuerzo le costó caro. Regresó a su cama muy fatigada, con la respiración entrecortada y midiendo sus pasos para no tropezar. Tenía sudores fríos porque empezó a subir la fiebre, tanto que fue víctima de convulsiones que los médicos describieron como «afecciones espasmódicas». Por la noche se despertó con un dolor agudo en el vientre, y luego sintió un calor líquido que se esparcía en la cama, una marisma viscosa que fluía entre sus piernas. Sacudida por un ramalazo de pánico, empezó a gritar y acudieron criados, damas del palacio y médicos que a base de aplicarle gasas frescas en la frente lograron calmarla. Decía que se le iba la vida por abajo y, en parte, era cierto:

—Su majestad ha expulsado un feto de sexo masculino —le anunciaron en tono rutinario.

Añadieron que no había razón para asustarse más. Los médicos seguían teniendo la seguridad de que el origen de la dolencia estaba en ese aborto, y esperaban que a partir de entonces la paciente iniciase una progresiva recuperación. Pero la fiebre no remitió, y a los espasmos cada vez más violentos se añadieron síntomas de desorientación, insomnio, tos y vómitos. Reunidos alrededor de su cama, pronunciaron un nuevo diagnóstico: «fiebre biliosa». Ahora admitían que esa fiebre era la causa, y no la consecuencia, del aborto. Mareschal, esta vez, acertaba con su propia evaluación:
«Hay una afección moral que provoca los espasmos y que indica el verdadero núcleo de la enfermedad; los médicos dicen que de allí viene el mayor peligro, porque es un mal para el cual no tienen remedios.»
Pedro ya no estaba y Leopoldina se moría enferma del alma.

El súbito empeoramiento de la emperatriz precipitó la llegada del obispo y un grupo de frailes que vinieron a administrarle los santos sacramentos. Al terminar, ordenó a todos los criados que acudieran a la habitación, y éstos se situaron alrededor de la cama, con el aire grave y lágrimas en los ojos. Uno a uno les preguntó si les había ofendido por palabras o hechos.

—No quiero dejar este mundo con la impresión de que alguien pueda necesitar algún tipo de reparación por algo que le haya hecho…

Nadie dijo nada, sólo respondieron con más sollozos. Nuevamente, la emperatriz fue presa de convulsiones por la subida de la fiebre y se despidió de todos los que la habían servido, a pesar de que no siempre lo habían hecho con lealtad.

Después de doce horas de delirio, Leopoldina recuperó la lucidez y, sintiendo la inminencia del fin, pidió despedirse de sus hijos. Los criados los llevaron ante su presencia y los niños entraron tímidamente, vestidos de blanco impoluto. La mayor, Maria da Gloria, de ocho años, reina de Portugal, lloraba amargamente. Era la única que se daba cuenta de la magnitud de la tragedia. Los otros eran demasiado pequeños: Januaria tenía cuatro años, Paula tres, Francisca dos y Pedro uno. «Hijos míos queridos… ¿Qué será de vosotros después de mi muerte?», se preguntó Leopoldina cuando se hubo quedado sola, aterrada ante la idea de que pudieran ser entregados a los cuidados de la marquesa de Santos.

La emperatriz siempre había gozado de la simpatía de la alta aristocracia, que nunca había aceptado a «la intrusa», y que además se identificaba con el alto linaje de la austriaca. La marquesa de Aguiar, una mujer mayor que siempre la había apreciado mucho, dejó su domicilio y se instaló en los aposentos de Leopoldina mientras duró la enfermedad. Fue ella quien la tranquilizó, y le aseguró que se haría cargo de los niños… hasta el regreso de su padre. Sentía gran compasión por aquella alma afligida, despreciada, desamparada en un mundo que nunca la había comprendido. Una mañana, estaba velando a la enferma cuando vio por la ventana a Domitila, que entraba en el porche del palacio acompañada de su hija. Decidida a impedir esa visita, salió del cuarto y dio el aviso a los que esperaban en el rellano del otro lado de la puerta, el marqués de Paranaguá, ministro de Marina, y el antiguo tutor de Pedro, el ascético y delgado fray Antonio de Arrábida.

—No podemos dejar que esa presencia amargue los últimos momentos de la emperatriz, es insultante.

—Tenéis razón, hay que impedirle el paso, mal que le pese al emperador —dijo el fraile.

Domitila y su hija cruzaron el salón atestado de gente y subieron la escalera. En la entrada del dormitorio de la emperatriz, fray Arrábida se interpuso en su camino:

—No se puede entrar, señora, son órdenes de la emperatriz.

—Vengo a darle un regalo, y a preguntarle si necesita algo…

—Lo siento mucho, no se puede entrar. La señora está muy mal.

—Por eso mismo, soy su dama de honor —insistió Domitila.

En ese momento intervino la marquesa de Aguiar:

—Os lo ruego, marquesa. Dejadla descansar. No vengáis por aquí, porque vuestra presencia la perturba.

Domitila se ruborizó con el tono seco que la aristócrata había empleado con ella. De nuevo se sentía marginada, humillada, reducida a su propia realidad, la de una advenediza en un mundo que no era el suyo. Y no estaba Pedro para imponerla. De modo que se retiró con la cabeza gacha, cogiendo a su hija de la mano, avergonzada por el desaire, abriéndose paso entre la multitud silenciosa de cortesanos que ocupaban la planta baja y la escalera, y que ya murmuraban a sus espaldas cosas crueles:

—Lo que quiere es heredar el lugar del trono que va a quedarse vacío como ya ha heredado el lecho imperial…

No sólo los cortesanos entraban y salían del palacio a todas horas, sino que llegaban visitas de todo tipo de gente, blancos, mulatos, esclavos liberados, ricos y pobres. Unos venían a inscribir su nombre en el libro de visitas con una nota de simpatía, otros a recabar noticias sobre la evolución de la augusta enferma; todos iban con el rostro abatido y lágrimas en los ojos. Fuera del enorme parque que rodeaba el palacio, una multitud se agolpaba en la verja de entrada, deseosos de oír una noticia favorable, un atisbo de esperanza. La ciudad entera estaba conmocionada. El Teatro Imperial anunció que suspendía las representaciones hasta que la emperatriz se recuperase. En las plazas, en las calles, en las iglesias no se hablaba de otra cosa. Pronto surgieron procesiones organizadas por las hermandades de las parroquias que efectuaban el largo recorrido hasta la verja de entrada al palacio suplicando que el Todopoderoso atendiese sus humildes y fervorosas súplicas.
«La consternación del pueblo es indescriptible
—escribía el representante de Prusia—.
Nunca desde la muerte de Luis XV, rey de Francia, se ha visto semejante sentimiento de unanimidad. El pueblo se encuentra literalmente de rodillas implorando a Dios que salve a la emperatriz.»
Ese fervor popular era también el caldo de cultivo de un sinfín de rumores, que iban desde que «los médicos estaban matando a la emperatriz» hasta que «la estaban envenenando por orden de Domitila». El más corrosivo de los rumores alegaba que Pedro, antes de partir, había dado la orden de que en su ausencia la emperatriz fuese envenenada. Surgió tal agitación entre el pueblo que los comercios optaron por cerrar sus puertas. Aparecieron violentos pasquines que describían al emperador como alguien incapaz de lidiar con los asuntos de Estado y le exigían «a él y a su amante» que se apartasen y se reconociese al príncipe heredero bajo la tutela de la emperatriz. La indignación del pueblo llegó a tal punto que la policía se vio obligada a recorrer las veinticuatro horas del día el barrio donde vivía la marquesa de Santos.

El emperador no sabía nada de cómo estaban las cosas. Después de cinco días de travesía, había desembarcado en Santa Catarina, desde donde mandó dos cartas casi idénticas: una a su «querida hija y amiga de mi corazón», la otra a su «querida esposa de mi corazón». A la una le contaba que sentía gran nostalgia de no verla, a la otra que su ausencia le partía el alma. Pero la pasión se la reservaba a Domitila:
«Soy tuyo a pesar de todo, ya sea en el cielo o en el infierno o no sé donde…»
De allí partió a caballo a Porto Alegre, una distancia de cuatrocientos kilómetros que recorrió acompañado por el Chalaza y un grupo de militares. Al llegar, descubrió que las condiciones de su ejército eran mucho peores que las que le habían descrito. La tropa estaba desmoralizada, ocupada en defenderse de los constantes ataques de los uruguayos desde el sur. Temían que les invadiesen parte de la provincia. Pedro reaccionó desplegando una febril actividad para sacudir la torpeza de los suyos. Despidió a oficiales que consideraba incompetentes, degradó a algunos y promovió a otros. Arengó a la soldadesca, solicitó voluntarios entre la población local y prometió la victoria. En muy poco tiempo logró levantar la moral del ejército, pero ahora tenía sus dudas de que pudiesen ganar esa guerra.

Una noche apareció en su campamento un emisario a caballo. Llegaba de Santa Catarina con el correo de Río de Janeiro. Pedro reconoció en seguida la caligrafía de la primera carta que abrió. La hubiera reconocido entre muchas: era de fray Arrábida, el hombre que le enseñó a escribir:
«Hasta a mi pluma le cuesta escribir estas palabras
—decía—.
La virtuosa emperatriz Leopoldina ya no es de este mundo.»
Pedro cerró los ojos e intentó no romper a llorar delante de sus oficiales, pero no lo consiguió. Siguió leyendo entre lágrimas: «…
Endulzad con la religión el dolor punzante de tan grande perdida.»
A pesar de que siempre se había mostrado indulgente con su pupilo, el anciano tutor no había dudado en apuntar la responsabilidad del monarca en la muerte de su esposa. Pedro lo sintió como una punzada en el corazón.

El sobresalto de la noticia, la lacerante verdad escondida entre las líneas de su tutor y el pánico a la muerte le produjeron temblores, luego convulsiones. Ahora ataba cabos: se había despertado sobresaltado la noche anterior, con una pesadilla que no acertaba a recordar excepto por las imágenes superpuestas de Leopoldina enferma. Había presentido el desenlace, del mismo modo que los animales presienten las grandes catástrofes naturales. «Don Pedro dio pruebas inequívocas de un gran dolor», según dijo el Chalaza, que le ayudó poco a poco a calmarse. Había mucho correo por leer, le dijo, muchas decisiones que tomar. Ya habría tiempo para el dolor y las lágrimas. Ahora era preciso serenarse, concentrarse, reflexionar. Pero Pedro apenas podía leer las demás cartas debido al torrente de lágrimas que le nublaban la vista. Muchas se las tuvo que leer su amigo, sentado a su vera junto a la hoguera del campamento. Así supieron que los bellos ojos de la emperatriz se cerraron para siempre a las diez de la mañana del 11 de diciembre de 1826, tras varios días y noches de fiebres y delirio, nueve años después de que el paisaje de Brasil los deslumbrase por primera vez. Que la muerte le había devuelto la serenidad a las facciones, y que «parecía pacíficamente dormida», como la describió Mareschal. Que dos médicos hundieron su cuerpo en un baño de alcohol de vino y de cal a fin de provocar el endurecimiento de las carnes y poder embalsamarla. Que fue expuesta para el último besamanos en su lecho cubierta de una colcha de la India y recostada contra dos almohadas de seda verde y oro, y sus manos fueron cubiertas de finos guantes de hilo. Que la gente, hasta los que la denigraron en vida o no le prestaron la más mínima atención cuando se encontraba sola y desesperada, rompía en sollozos al ver ese cadáver de menos de treinta años, tan lejos de su familia y de su marido… Que sus hijitos se portaron con una contención imperial, digna de los mejores vástagos de las casas de Austria y de Braganza. Que al final la emperatriz consiguió lo que se había propuesto, acabar en el convento de Ajuda, bajo la protección de las monjas, aunque no para esperar algún emisario enviado por su padre para rescatarla, sino para ser enterrada entre sus muros. Que de noche el cortejo funerario había cruzado la ciudad en un silencio estremecedor, seguido de una inmensa procesión de gente con cirios en la mano y escoltados por la guardia alemana a caballo. Que se leía la más profunda aflicción en todos los rostros, que mulatos, indígenas, ingleses, portugueses, españoles, italianos, prusianos, todos la lloraban…, especialmente los pobres. Que uno de ellos, un ex esclavo llamado Sebastião, interrumpió el sepulcral silencio para gritar con una voz rota: «¿Quién tomará partido por nosotros ahora? ¿Quién nos defenderá? ¿Quién nos dará comida?… ¡Nuestra madre se fue y nunca volverá!» Que se abalanzó sobre el féretro y la policía tuvo que intervenir para arrestarlo y ponerle grilletes… Que los lamentos en las escuelas y los asilos de caridad no dejaban de oírse, que la noche de las exequias hubo temor a un motín del pueblo, que los rumores que habían circulado durante la enfermedad de la emperatriz habían exasperado a la nación entera, que todas las tropas estaban en estado de alarma, que las patrullas recorrían las calles para evitar cualquier conato de disturbio y que todos sentían «el vacío peligroso del trono de Brasil». Luego hubo cartas que le hirieron en su amor propio y que le irritaron sobremanera, como la del marqués de Paranaguá, ministro de la Marina, que en nombre del Consejo de Ministros ofrecía sus condolencias. El mismo que había impedido la entrada de Domitila en el cuarto de la emperatriz agonizante hacía una mención clara en su carta a la culpabilidad de Pedro:
«No debo ocultar a vuestra majestad imperial que para aumento de nuestra inquietud el pueblo murmura, y mucho, sobre el origen de la molestia, atribuyéndola a causas morales y no físicas.»
Luego había una carta de Domitila, que contaba su versión de los días aciagos que estaban viviendo, de cómo le prohibieron la entrada a la habitación de Leopoldina, a ella que sólo iba a aportarle consuelo, de cómo su casa era vigilada por la policía, del miedo y la soledad que la atenazaban…

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