El imperio eres tú (48 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Pocos podían imaginar lo que sufría Leopoldina y los esfuerzos sobrehumanos que hacía para fingir ante todos indiferencia y calma interior. Sobre todo teniendo en cuenta que las pruebas que tenía que pasar eran cada vez más duras, indigestas e insufribles, como el día en que le fue presentada la niña de manera oficial. Vino acompañada a palacio de su abuelo, el coronel Castro. Leopoldina les recibió en la veranda, saludó al viejo soldado y miró con ternura a esa niña que se parecía a Pedro sin ser suya. Entonces la cogió en brazos, le dio un beso, la volvió a abrazar y rompió a llorar, conmovida por lo que su marido exigía de ella. «Tú no tienes la culpa», le repitió varias veces entre sollozos. Tan afligida se sintió, que pasó el día entero tumbada en su cama, llorando todas las lágrimas de su cuerpo.

Pedro quería mucho a esa niña, y pidió que se la trajesen a palacio todas las tardes. Quería mezclarla con sus hijos legítimos, y esa promiscuidad provocaba en Leopoldina la más acérrima repulsión. Temblaba de indignación cuando veía a Pedro agarrar la manita de su hija diciendo: «Anda, bonita, da la mano para que la besen tus hermanas.» El primer día, la princesa Paula se negó a hacerlo. Cuando su padre la obligó, la pequeña hizo ademán de inclinarse, pero en el último momento dio a la niña un fuerte empujón. Pedro levantó la mano contra su hija Paula, mientras la duquesita lloraba.

—¡No le pegues! —saltó Leopoldina.

—No pienso tolerar…

—¡No os atreváis a tocarla! —siguió la emperatriz, con los ojos inyectados en sangre y furiosa como nunca la había visto Pedro—. ¡Que el propio padre presente a sus hijos inocentes la prueba de su traición conyugal me pone enferma!

—Son hermanos, y para mí son iguales, y como tales se criarán juntos. Es la voluntad del emperador… y la haré respetar.

A continuación, Pedro reprendió de tal manera a su hija Paula que después de ese incidente, cada vez que veía a su media hermana, la princesita se agarraba de las faldas de las criadas de puro miedo. Pero la presencia de la duquesita no se limitaba a los días de diario, sino que estaba en todas las ceremonias oficiales, como la que tuvo lugar en el acto de reconocimiento del pequeño Pedro II como heredero del trono. Nadie doblegaba la santa voluntad del emperador y Leopoldina se reconcomía al ver a sus hijos en pie de igualdad con la hija de la amante adúltera de su marido. Como persona y descendiente de la muy antigua y leal casa de Habsburgo podía encajar todas las humillaciones, pero la ofensa que representaba la degradación de sus hijos le resultaba demasiado dolorosa.

La dura y triste realidad se imponía, y Leopoldina tuvo que reconocer el fracaso de su actitud. La bondad, la paciencia, la comprensión…, nada había funcionado. Y el problema era que su carácter no le permitía actuar de otro modo. Ella no era una latina de sangre caliente capaz de escandalizarse y de poner a su hombre en vereda. Estaba demasiado subyugada, en una posición de dependencia de la cual no sabía ni podía escapar.

Ahora que su marido dejaba de ser «su adorado Pedro», cuestionaba su carácter. ¿La había querido alguna vez? ¿Ni siquiera un poco? Tenía sus dudas. Pensó que todos aquellos años había vivido engañada, confundiendo la actitud diligente y cariñosa en público que siempre le había prodigado su marido con el amor verdadero. Ella lo había sacrificado todo desde el principio de su matrimonio…, ¿y él? ¿Qué había sacrificado él? Tuvo que reconocer que nada, que la preocupación que mostraba por ella era sólo disimulo, pose social. El peso de esa verdad la aplastaba porque se encontraba sin amigos, sin nadie que la entendiese y la ayudase, en un estado de abandono total. El castigo de las sucesivas humillaciones, cada vez más crueles, el desprecio de su marido por los vínculos morales y religiosos más elementales, las deudas que acumulaba por su tendencia a la caridad y la obligación de esconderlas a Pedro, la sensación de ser tratada como una más del serrallo, todo ese peso la hundía en una depresión que se hizo constante. A medida que Pedro, esclavo de sus pasiones sexuales, transgredía todos los límites de la moral, ella se refugiaba más y más en la religión. Pero ni la Virgen María ni el Todopoderoso conseguían cicatrizar las heridas de su corazón lacerado. Fue perdiendo interés en el ambiente de la corte, en los asuntos de gobierno, en las relaciones con los políticos, en el mundo que la rodeaba, excepto en sus hijos. Dejó de luchar y renunció a la vida mundana. «No poseo ascendiente alguno sobre los asuntos públicos», confesaba sin remilgos a los pocos que se acercaban a ella a pedirle un favor. Las horas del día se le hacían demasiado largas y ansiaba la llegada de la noche. Cuando regresaba a su habitación, a veces después de su paseo matutino, ordenaba cerrar las persianas: «¡Hagan la noche, señoras!», pedía a sus damas. Parecía que sólo el amor que sentía por sus hijos la mantenía viva. Pasaba largo rato con ellos, acariciándoles el pelo, leyéndoles cuentos, contándoles historias de Europa, que ahora añoraba más que nunca…, siempre luchando por no dejar ver el pozo de su profunda tristeza, conteniendo las ganas de llorar hasta que volvía a sus aposentos donde se desbordaba en un mar de lágrimas.

73

Los excesos y la amoralidad de Pedro hicieron que su magia se evaporase; ya no suscitaba en el pueblo la admiración de antaño, ni siquiera el mismo respeto. Su comportamiento con Leopoldina, los excesos que permitía a su amante, las contradicciones de su carácter que lo hacían pasar ora por un demócrata, ora por un dictador, todo contribuía al desmoronamiento de su imagen. Eso, unido a los últimos treinta meses en los que Pedro había gobernado de manera despótica, había mermado su popularidad. Todas las mañanas las calles de Río amanecían con nuevos pasquines en los que le ridiculizaban de una forma que cada vez resultaba más violenta:
«¿Qué esperáis de este marido brutal, escandalosamente libertino, que todo lo desmoraliza, que trata de la forma más indecente a su esposa?
», decía uno de ellos. En otro se veía el dibujo de un carruaje conducido por la amante, que de una mano llevaba las riendas y de la otra un látigo. Otro mostraba la caricatura de la emperatriz apuñalando a Domitila mientras Pedro, de rodillas, pedía perdón…

Todo ese descontento repercutió en Pedro. Durante una temporada dejó de ver a Domitila y prestó más atención a Leopoldina. ¿Reaccionaba ante el sufrimiento que le infligía?, se preguntaba la emperatriz, sorprendida por ese súbito cambio en su comportamiento. ¿Habría hablado alguien con él? Cuando una mañana de domingo Pedro le pidió que le acompañase a la capilla de Gloria a escuchar misa, Leopoldina se esforzó en disimular el vendaval de emoción que aquella simple petición levantó en su fuero interno. Que su marido le pidiese el favor de acompañarle a la iglesia de Gloria, esa capilla que había sido testigo de los más importantes acontecimientos familiares, la hizo pensar que no todo estaba roto entre ellos, que el vínculo que les unía seguía palpitando. ¡Necesitaba tan poco para que su corazón se acelerase! La atención que él le prodigaba era como un filtro que le devolvía la vida. Cuando estaba con él, olvidaba como por arte de magia todos los desmanes y las humillaciones que le había hecho pasar, y sólo contaba la dicha de estar disfrutando del objeto de sus sueños, sus pensamientos y deseos. «Quizá no esté muerta para el amor», pensó. Durante una temporada en la que la pequeña duquesita de Goias dejó de aparecer por el palacio, el emperador se mostraba muy atento con Leopoldina y salían todos los días juntos. La austriaca y las demás damas del palacio llegaron a pensar que él estaba entrando en razón, que había tomado conciencia de que su mal comportamiento estaba mermando seriamente el prestigio de la realeza y que por lo tanto debía reaccionar. ¿Era un espejismo? ¿Podía fiarse? Leopoldina tenía sus dudas, su corazón estaba demasiado magullado para hacerse ilusiones, pero lo cierto es que no podía resistírsele, ni siquiera cuando una noche entró en sus aposentos y, por primera vez en meses, quizá años porque había perdido la cuenta, él la abrazó, la desnudó e hicieron el amor.

Luego llegó una mala noticia que aún les unió más. Estaba Leopoldina junto a Pedro en el despacho cercano a la veranda cuando llegó un emisario del puerto con noticias traídas de un barco portugués que acababa de atracar: don Juan VI, el rey de Portugal, había muerto seis semanas antes, mientras estaban en Bahía. De indigestión, según las fuentes oficiales. A Pedro se le saltaron las lágrimas, nadie le había visto llorar en mucho tiempo, desde la muerte de su hijo. Ella también estaba muy afectada, pues perdía a un segundo padre.

—Pero si nunca ha tenido problemas de salud… —dijo Pedro, esbozando un gesto de incredulidad.

—Acuérdate de las molestias en su pierna, de los baños de mar en aquel artefacto —le recordó Leopoldina.

—Nunca le vi enfermo ni convaleciente en una cama.

—Pero comía mucho.

—Necesito ir a Gloria. ¿Vienes conmigo?

Fueron los dos a rezar por el alma de aquel padre bonachón, de aquel suegro solícito y cariñoso, de aquel rey prudente e indeciso que había sabido mantener el imperio y que había cambiado la faz de Sudamérica. Fue un momento de duelo y recogimiento que compartieron como el matrimonio que en su día fueron, ese que Leopoldina quería resucitar de entre la niebla del tiempo. Desde allí fueron cabalgando al otro lado de la
lagoa
, al jardín botánico que Pedro se había afanado últimamente en rehabilitar. ¿Qué mejor homenaje que devolver su antiguo esplendor al paraíso que su padre había creado con tanto mimo y dedicación? Luego volvieron a San Cristóbal, donde esperaban encontrarse con pasajeros del barco portador de la luctuosa noticia, para recabar detalles. Así supieron por un fraile agustino que don Juan había enfermado yendo de camino a una procesión religiosa, después de haberse zampado su comida favorita: pollo horneado en manteca, queso y varias naranjas. Cuatro horas después fue presa de violentos espasmos y lo vomitó todo. Transportado al convento de Bemposta, los médicos hicieron lo posible por salvarle, pero fue en vano. Su agonía duró una semana, una larga semana de dolores, calambres y vómitos.

—¿Avisaron a mi madre?

—Los frailes de Bemposta avisaron a la reina de la inminencia del desenlace, pero ella se negó a visitarle —le respondió el religioso—. Alegó que no se encontraba bien y que estaba demasiado lejos para viajar.

—¡Pero si estaba en Queluz!

—A no más de cinco leguas de la ciudad, señor…

El fraile le miró fijamente a los ojos, como tanteándole para saber si debía continuar con su relato. Al final se decidió a hacerlo:

—Por las calles de Lisboa corren rumores sobre la muerte de vuestro padre, señor… Parece extraño que a los pocos días sus dos médicos, así como su cocinero particular, le siguiesen a la tumba… Los masones y el partido apostólico, simpatizante de vuestra madre, se han lanzado acusaciones mutuas…

—¡Esa zorra ha conseguido matarle! —gritó Pedro fuera de sí, refiriéndose a su madre.

Lo dijo con tanta vehemencia, que los pájaros del jardín dejaron de cantar, los perros se inmovilizaron y giraron la vista hacia su amo, y los criados se esfumaron.

—No digas eso, que te van a oír los niños… —intervino Leopoldina.

—Demasiadas casualidades, y mi padre no era un hombre enfermo.

El fraile prosiguió:

—Lo extraño es que las naranjas desaparecieron de los cuencos en los que habían sido ofrecidas. Dicen que se les había inyectado una solución de arsénico, pero no se puede probar nada, señor.

—¡Dios mío! —dijo Pedro tapándose la cara con las manos y con la voz apagada.

Más tarde, y por la vía de un embajador, Pedro y Leopoldina se enteraron de que la reina había mostrado un ánimo exultante el día que recibió las condolencias del cuerpo diplomático. Un humor que no se correspondía con la circunstancia, lo que bastó para que aumentasen las sospechas de que ella era la autora intelectual del crimen.

El rey don Juan VI —«el único que me engañó», según dijo Napoleón en su exilio de Santa Helena— dejó un mundo un poco mejor que el que había encontrado cuando fue obligado, contra su voluntad, a asumir la regencia. A la postre, el balance de su reinado era positivo: había salvado la corona, había trasplantado de la noche a la mañana un gobierno y un Estado en una colonia atrasada y remota, había abierto el comercio y dinamizado la economía de un territorio gigantesco; en definitiva, había sentado las bases de un país que crecía unido, y de una independencia que, al fin y al cabo, no se gestó con la misma violencia que padecieron las colonias vecinas. Aunque sólo fuera por eso, se había ganado el cielo.

Ahora, el eco inquietante de una pregunta flotaba en el aire, de Lisboa a Río, de Oporto a Bahía: si Pedro era emperador de Brasil, si su hermano Miguel estaba exiliado en Austria, si Carlota Joaquina seguía codiciando el poder… ¿Quién acabaría sucediendo a don Juan?

No hubo tiempo para divagaciones y especulaciones, como tampoco lo hubo para el duelo. Pocos días después de la noticia de la muerte del rey, llegó otra del otro lado del océano: Pedro había sido proclamado rey de Portugal por su hermana, la regente Isabel María, cumpliendo así los deseos de don Juan. «¡Viva Pedro IV de Portugal!», exclamaban los portugueses. Al saberlo, el emperador, sentimental y siempre con las emociones a flor de piel —tanto las buenas como las malas— no pudo impedir que las lágrimas brotasen de sus ojos. Saberse reconocido por su padre, ese mismo padre que durante la infancia y la juventud tanto le había ignorado, le conmovía. Luego sintió un dolor casi físico, el desgarro de la separación definitiva. «Gracias, padre… No te decepcionaré, estaré a la altura de tus más bellos sueños…» ¡Ah!… El sueño de don Juan: la unidad del mundo lusitano. Se acordaba de cuánto le hablaba de ello… ¿No era ése el más bello destino que sus hijos podían dar a sus vidas, el mejor legado a su cultura, a su imperio? Hasta el final, hasta después de su muerte, don Juan intentaba hacer realidad su sueño de unir Brasil y Portugal bajo un mismo cetro… Cómo le hubiera gustado a Pedro hablar con su padre en ese momento, comentarle que aquel sueño era imposible de realizar porque no era el de los brasileños, porque les había dotado de una Constitución que prohibía expresamente llevar ambas coronas… Estaba seguro de que el Parlamento, al que había convocado para dentro de diez días, se opondría ferozmente a ello. «Miedo a la recolonización», dirían los patriotas. De modo que para seguir siendo Pedro I de Brasil, sabía que debía renunciar a ser Pedro IV de Portugal, aunque en el fondo le hubiera gustado mantenerse en ambos tronos. Acariciaba una idea, la de abdicar la corona portuguesa a favor de su hija Maria da Gloria. Estaba seguro de que su padre le alabaría el gusto. De esa manera mantendría a Portugal, el lugar donde se encontraban las raíces de su familia, bajo su esfera de influencia. Pero era consciente de que se trataba de una maniobra dinástica difícil de conseguir: estaba convencido de que su madre se opondría con todas sus fuerzas, ella que soñaba con descalificar a los Braganza y colocar de rey absoluto a Miguel.

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