El imperio eres tú (44 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Don Juan escogió un día 22 para reconocer la independencia de Brasil: un 22 de junio había nacido Leopoldina. El gélido 15 de noviembre de ese mismo año, firmó el tratado de reconocimiento de la independencia brasileña en su despacho del monasterio de Mafra: era el día de la onomástica de la emperatriz. Si la política está hecha de gestos, los de don Juan eran un homenaje a la admiración y al afecto que sentía por su nuera. Era su manera de darle importancia, de ayudarla desde la distancia. A don Juan le dolía haber perdido Brasil. En el fondo, la idea de un reino trasatlántico, dual, con el que había soñado cuando se mudaron a Río de Janeiro, se había terminado.

Los gestos de Pedro, sin embargo, apuntaban a Domitila:
«Mi amor y mi todo: el día en que hace tres años empezamos nuestra amistad firmo el acuerdo de nuestro reconocimiento como imperio por Portugal…»
Cada uno escogía sus fechas según el dictado de su propio corazón para señalar la envergadura de lo que estaba en juego: al desaparecer el riesgo de guerra con Portugal, Brasil oficialmente entraba a formar parte del concierto de las naciones. El punto final de la lucha por la independencia marcaba también el principio de la andadura de una nueva gran potencia.

Aparte del lado solemne, el tratado también tenía un sentido familiar: al reconciliarse Brasil y Portugal también lo hacían padre e hijo.
«Tú no desconoces cuántos sacrificios he hecho por ti
—le escribió don Juan a Pedro después de la firma
— sé grato y trabaja también de tu parte para cimentar la felicidad recíproca de estos pueblos que la divina providencia confió a mi cuidado, y haciéndolo darás un gran placer a este padre que tanto te ama y que te da su bendición.»
El rey que había perdido su imperio envejeció, y pronto aparentaba más edad que los cincuenta y nueve años que tenía. Había engordado, el problema de su pierna seguía haciéndole sufrir y caminaba con dificultad. Se dejó crecer una barba mal rasurada que iba a juego con su vestimenta raída y vieja, con su ánimo abatido y que le daba un aire de vagabundo de la calle.

La ratificación del tratado fue seguida por el establecimiento de relaciones diplomáticas con Londres, que a cambio de sus buenos oficios de intermediaria recibía un tratamiento comercial de «nación más favorecida». En cuanto a la abolición del tráfico de esclavos, los ingleses aceptaron una moratoria de cuatro años, aunque nadie era tan ingenuo como para pensar que Brasil la cumpliría. Pero Gran Bretaña no iba a quedarse sin reconocer a Brasil por un mero problema de intereses y moral histórica. Después, el resto de potencias cayó, en efecto, como un dominó. Hubo intercambio de embajadores con las demás cortes de Europa, incluida Austria. Leopoldina, que sentía la satisfacción profunda del deber bien hecho, pensaba que a partir de entonces podría mostrarse ufana de su origen:
«Será posible confesarme públicamente europea o alemana, lo que tanto me costaba esconder, pues mi corazón y pensamiento están cerca de vosotros y de mi patria querida
», escribía a su hermana.

SÉPTIMA PARTE

El hombre es el único animal que hace daño a su pareja.

M
AQUIAVELO

68

Una vez firmado el tratado, Pedro vio gruesos nubarrones que se perfilaban en el sur, en la provincia Cisplatina anexionada por don Juan después de la salida de los españoles. En Montevideo surgía un movimiento rebelde contra la dominación brasileña, fomentado por los gauchos, hombres rudos acostumbrados a la vida de las pampas donde domaban caballos salvajes que les permitían hacer incursiones guerrilleras muy eficaces. Unos buscaban la independencia total de la provincia; otros luchaban para anexionarla a La Plata. El caso es que el sur vivía en estado de guerra latente y las tropas brasileñas sufrían importantes reveses. Pedro suspendió las garantías constitucionales en lo que llamaba «la banda Cisplatina» (actual Uruguay) y contrató nuevos reclutas en Europa para engordar las filas de su ejército de cara a embarcarse en una larga campaña militar. Aprovechó la situación bélica para no convocar al recientemente elegido Parlamento durante más de un año y tener las manos libres para gobernar a su antojo, rodeado de ministros jóvenes y maleables. Se había hecho inmune a las críticas que le acusaban de despotismo y de querer rodearse de una guardia pretoriana. En aquellos días, Pedro veía el futuro con optimismo. Creía ciegamente en su buena estrella.

Su vida personal le proporcionaba grandes alegrías. Vivía entre sus dos mujeres con absoluta naturalidad, ajeno al sufrimiento que pudiera estar causando a su legítima esposa. El cura marsellés que daba clases de francés a su hija, así como los empleados del palacio, con el odioso Plácido a la cabeza, le intentaban convencer de que no había nada malo en su conducta. Ellos preferían la amante brasileña, cercana y amoral, a la esposa austriaca, que veían lejana y severa. ¿No era propio de reyes tener amantes?, le decían. ¿No habían tenido
maitresses
los grandes monarcas de Francia? El cura francés regaló a Pedro y a Domitila libros que contaban las crónicas escandalosas de finales de los reinados de Luis XV y Luis XIV. De repente, la amante y el emperador se veían en el contexto de los grandes monarcas del pasado, que tenían
affaires
con vistosas cortesanas como madame Pompadour o madame Du Barry y, predispuestos por el ambiente de la esclavitud que les rodeaba y que rebajaba los imperativos de la moral, les parecía que lo suyo formaba parte del orden natural de las cosas. No era de extrañar que Leopoldina desarrollase hacia aquel cura perverso auténtica aversión.

Pedro las quería a las dos contentas, o por lo menos lo más felices posible, y cuando iba de cacería repartía sus trofeos entre ambas: un cuarto de venado a cada una, doce perdices a la amante, doce palomas a la mujer, etc. Y si volvía de una cabalgada por el campo, repartía cestas de fresas, ramos de flores, quesos, higos, lirios blancos… Domitila se llevaba la mejor parte: recibió varios caballos como regalo y alhajas con la efigie del emperador. Rara vez Pedro obsequió a Leopoldina una joya.

Ambas le daban hijos a intervalos puntuales. Con Domitila tuvo a la pequeña Isabel Maria casi al mismo tiempo que Leopoldina alumbraba, por fin, a un hijo varón. En su candidez, la austriaca pensó que ésta era su oportunidad, que cumpliendo el más ferviente deseo del emperador —que era tener un heredero— quizá volviese a ella. De nuevo tenía la satisfacción íntima de haber cumplido con su deber, pero también la sensación difusa de que no sería recompensada por ello, al contrario. Había deseado tanto un hijo varón que a lo largo del embarazo había solicitado la ayuda de una francesa que pretendía conocer el secreto para condicionar el sexo de un feto. La mujer venía por las noches a su habitación y hacía sus conjuros mágicos hasta altas horas de la madrugada. No quiso cobrar nada hasta ver el resultado, y cuando nació el niño, esperó en vano que la emperatriz le pagase. Pero Leopoldina estaba sin un conto. Al final, mandó varios requerimientos al emperador reclamando la recompensa pactada.

Como colofón de su desdicha, Leopoldina vivía en un estado de permanente bancarrota. La mesada no le alcanzaba y Plácido se quedaba con casi todo para pagar los gastos de ropa y el sueldo de Maria Graham. Por lo tanto siempre estaba pidiendo dinero prestado a sus parientes, al embajador Mareschal, a algún amigo de paso, y cuando se le agotaba, pedía en secreto a prestamistas que abusaban cobrándole altas tasas de interés. Sin embargo, por nada en el mundo hubiera renunciado al deber sagrado de ayudar a criados o criadas inválidas y repartir limosnas entre los más pobres. ¿No era la enseñanza de Jesucristo socorrer a los débiles? Se tenía por una buena cristiana que, al ir de paseo, llevaba consigo una bolsita llena de monedas de plata que repartía alegremente a todos los que le daban pena, que eran legión. En el acto de dar encontraba Leopoldina sus únicos momentos de felicidad, quizá porque veía a gente que aún se sentía más miserable que ella, o porque se sentía con poder de hacer feliz a la gente. Un día se encontró atado a un poste a un esclavo que acababa de recibir cuarenta latigazos por haber huido y haberse refugiado en un quilombo de la montaña, una de las comunidades de esclavos que vivían casi como animales, escondidas en las selvas. Lo mandó desatar, recordando a los capataces que el látigo estaba prohibido por la Constitución. Se enteró de que le habían descubierto en la ciudad, donde él había ido a visitar a su enamorada, una mulata que trabajaba de criada en una casa. Sin pensárselo dos veces, Leopoldina compró el esclavo a los capataces del dueño.

—Ya eres libre —le dijo.

El hombre se lanzó a sus pies y los besó con fervor.

—No me des las gracias…

—¿Cómo no voy a hacerlo, señora, si me ha dado la vida? —le contestó.

Se lo volvió a encontrar unos meses más tarde, durante uno de sus paseos por los alrededores. El hombre salió de su choza al verla pasar, y la persiguió gritando su nombre.

—¡Soy Sebastião! ¿No se acuerda de mí?

Leopoldina se acordaba perfectamente. Aunque tenía prisa por volver al palacio, aceptó la invitación que le hizo el pobre negro de presentarle a su mujer. La emperatriz entró en aquella choza agachando la cabeza. El interior carecía de muebles, vivían en el suelo, que estaba impoluto. La mulata era una mujer joven y de facciones alegres. Acunaba en sus brazos a un niño, el hijo que había tenido con Sebastião. ¿No era ésa la verdadera felicidad?, se decía Leopoldina, convencida de que las enseñanzas de Jesucristo encerraban todos los secretos para alcanzar la dicha. Se encariñó con aquella familia y a partir de entonces todas las semanas les llevaba algo de comida o ropa para el niño o les daba dinero si veía que pasaban apuros.

Por eso, cuanto más desgraciada se sentía, más dadivosa se mostraba: para sobrevivir, para sentirse útil y amada, para pensar que su vida tenía un sentido. Si ella no podía ser feliz, haría feliz a los demás. El problema era que esa prodigalidad agravaba su infortunio porque estaba siempre endeudada y con sensación de penuria material y afectiva, mientras veía cómo su marido rodeaba a Domitila y su familia de un ambiente de lujo.

La salud de Leopoldina se vio afectada por el último parto. Como si de alguna misteriosa manera hubiera transferido la robustez de su salud al recién nacido: su hijo crecería sano y fuerte mientras ella se debilitaría cada vez más. El tiempo demostraría que también transmitió a su retoño la virtud de su carácter, su serenidad, su sed de saber y su generosidad. El niño fue bautizado con el nombre de Pedro de Alcántara en una ceremonia majestuosa en la iglesia de Gloria, cuya ladera estaba cubierta por dos batallones de soldados extranjeros. Otro batallón, en la puerta, hacía funciones de guardia de honor. Radiante, vestido de sus mejores galas, el emperador llevaba al heredero del trono de su vasto imperio americano en brazos y lo entregó al capellán mayor de los ejércitos imperiales, quien lo bautizó y lo bendijo en loor de multitudes.

Domitila no asistió al bautizo, no era su lugar; todavía prevalecía un cierto pudor sobre las relaciones ilegítimas entre ella y el emperador. Pero estaba dolida porque, en contraste con los fastos que habían saludado la llegada al mundo de Pedro de Alcántara, ella había tenido que inscribir a su hija en el registro como «hija de padre desconocido». No es que tuviera envidia de la emperatriz, pues Domitila no era una persona intrínsecamente malvada; sin embargo aquello le parecía injusto.

—No quiero hijos para criarlos en la calle —le había dicho a Pedro.

—No le faltará de nada en el mundo —le volvió a decir él.

Pero carecía de coraje para reconocer públicamente a su hija espuria. Viendo a su amante afligida, la tranquilizó: «Sólo te pido un poco de paciencia.»

Para Domitila era incómodo seguir viviendo entre la sombra a la que su estado de concubina la condenaba y la luz pública a la que esa misma condición la exponía. Era lógico, pues, que quisiese salir de la clandestinidad, pero al hacerlo, también era lógico que chocase contra los principios de la buena sociedad y el sentimiento de los brasileños que adoraban a Leopoldina.

Una noche se presentó en la puerta del pequeño teatro de San Pedro, acicalada y elegantemente vestida para asistir al espectáculo de la
troupe
de moda,
Apolo y sus Bambolinas
. Después del incendio del Teatro Real la noche del juramento solemne de la Constitución, las funciones se montaban en escenarios improvisados o en pequeños teatros como éste.

—¿Tiene usted invitación? —le preguntaron en la entrada.

—No, no sabía que…

—Lo siento, la entrada está restringida.

—Soy Domitila de Castro.

El empleado se cuadró y se adentró en el edificio. A los pocos segundos salió junto al director. Domitila le ofreció su sonrisa más seductora y repitió su nombre, como si fuese la llave que abría todas las puertas.

—No puedo hacer excepciones, señora. Esto es un teatro privado y sólo se puede acceder por invitación.

Se le congeló la sonrisa, y sus rasgos adoptaron un semblante grave, como si lo que iba a decir fuese transcendente:

—Soy amiga del emperador, déjeme pasar.

—No, señora, lo siento, no puedo.

El hombre se mantuvo en sus trece. Parecía complacido humillando a la amante que tanto humillaba a la emperatriz. Domitila, muy ofendida, tenía lágrimas en los ojos. Desde la puerta del teatrillo llamó a sus porteadores, que acudieron prestos con la silla de mano para llevársela de vuelta a casa.

El incidente provocó un arrebato de furia imperial. Al día siguiente, el intendente general de la policía, cuyo nombramiento había apoyado Domitila precisamente, ordenó suspender las funciones del teatrillo y la
troupe
recibía la orden de desalojar el edificio en el acto. El director, los propios actores y miembros de la compañía fueron obligados a tirarlo todo por las ventanas —muebles, trajes y atrezo— que fueron recogidos y llevados frente a la iglesia de Santana, donde acabaron ardiendo en una monumental hoguera. Con este hecho, Pedro esperaba que el mensaje calaría: Domitila era intocable.

A este escándalo siguió otro que estalló durante la Semana Santa en la capilla imperial cuando, de acuerdo con Pedro, Domitila fue a sentarse en el palco reservado a las damas de palacio para presenciar la ceremonia religiosa. Al reconocerla, la austera baronesa de Goitacazes se levantó de repente y, aunque la misa ya había empezado, salió rauda de la iglesia. Las demás la siguieron. Entre el rozamiento de las faldas de seda, el tintineo de los collares y los murmullos de indignación, abandonaron la tribuna profanada por la presencia sacrílega de la amante del emperador. ¡Menuda la descarada esa!, musitaban. ¡Quiere exhibirse sin consideración alguna para la emperatriz y la familia! Fue un ultraje brutal para Domitila, que permaneció sola en el palco, abochornada. «Estoy harta de vivir a escondidas, de que me rechacen así», le dijo a Pedro en un mar de lágrimas esa misma noche. Tenía claro que quería disfrutar a la luz del día de su ascendiente sobre el emperador. Se lo susurró en la cama, al fragor de una noche de amor tumultuosa, mientras él le quitaba la ropa y ella fingía ser forzada por su macho ansioso. Habían aprendido a conocerse, sabían cómo excitarse y dónde estaban los puntos sensibles de cada cual. Pedro podía hacer el amor con Domitila sin fin, como en tiempos de Noémie, la bailarina francesa. Disfrutaba poseyéndola hasta el último resquicio de su pensamiento, hasta el último pliegue de su cuerpo. Sin embargo, había algo más: se habían vuelto indispensables el uno para el otro. Había amor entre ese ser deificado y la plebeya elevada por él a la condición de amante, de mujer con cierto barniz de finura, un amor que sobrepasaba el deseo. Por eso Pedro acabó rindiéndose ante su exigencia que era, como en el caso de todas las grandes amantes, ser reconocida por el poder legítimo, en este caso por la mismísima emperatriz. No se conformaba con ser la hembra favorita del rey. Semejante al cazador que marca previamente la presa que considera suya para apropiársela, quería comprometerle a la vista de todos para convertirse en una gran dama. El precio que pedía por la humillación recibida era alto, pero en sus brazos el emperador era un muñeco obediente.

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