—Dicen los criollos que los esclavos son el cimiento de Brasil —le decía Pedro.
Leopoldina, con su lógica teutona, en cambio, preguntaba:
—Si uno se considera un buen cristiano, como tu padre, ¿cómo puede dejar que haya tantos mendigos, tantos negritos, pobrecitos, con la piel cubierta de heridas?
Algunos niños estaban esqueléticos, sobre todo los que yacían desnudos al sol en los patios del mercado de Valongo, un lugar macabro donde se confinaba a los esclavos recién llegados y donde hacía un calor asfixiante. Desde la distancia, la austriaca vio cómo los traficantes hacían desfilar desnudos a hombres y mujeres y cómo los compradores inspeccionaban sus dientes, les tocaban los genitales, les hacían correr y les golpeaban para comprobar cómo reaccionaban. No todos los compradores eran hombres; también había mujeres que salían de compras por la mañana en busca de una nodriza o una criada. Mientras contemplaba aquel espectáculo, Leopoldina tuvo que colocarse un pañuelo en la cara para soportar el hedor que despedía el cementerio de los llamados «negros nuevos», detrás del mercado, donde se enterraba en filas a los que habían muerto durante el viaje o antes de ser comercializados, de pie o de cabeza, para aprovechar el espacio al máximo.
—Aunque cueste creerlo, la situación ha mejorado mucho desde que llegamos… —explicaba Pedro, abochornado por lo que pudiera estar pensando Leopoldina.
Ella estaba entre escandalizada y profundamente conmovida. ¡Qué lejos quedaba la vida de los palacios de Schönbrunn o Laxenburg!, pensaba. Pedro prosiguió:
—Mi padre intentó cambiar las cosas, pero no es fácil. Por ejemplo, mandó prohibir la práctica de marcar al hierro candente la piel de los negros.
—Pero si están todos marcados… —dijo Leopoldina.
—¿Sabes por qué?
La austriaca negó con la cabeza.
—Porque la alternativa que había, es decir, collares y esposas de metal, aún resultaba más dolorosa. De modo que se volvió al hierro.
Leopoldina se debatía entre la pena y el asco, el horror y la compasión. En un país de abundancia donde había frutos en todos los árboles, no había comida para todos. En un país confesional, no había quien protegiese a aquellas criaturas medio muertas que, gimiendo y quitándose las moscas de encima, extendían su mano trémula para pedir una limosna. Los propios curas vivían una vida depravada, y según le contaba su marido, sin decir que había sido testigo de ello, no se avergonzaban de entrar en casas de citas a plena luz del día.
—Muchos viven en concubinato y negocian con todo, esclavos, oro… La orden de San Benito es dueña de más de mil esclavos…
«¡Dios mío! —se decía Leopoldina—. ¿Adónde he ido a parar?» Sólo encontraba consuelo en la presencia reconfortante de su marido, que le siguió contando cómo su padre, para reducir la mortalidad en los viajes desde África, impuso un límite al número de negros por tonelaje que podían transportar los barcos, así como la obligación de llevar un médico a bordo.
—Hace unos años recaló en la bahía un barco procedente de Angola, con todos los esclavos muertos en su bodega. Cuando mi padre se enteró, promulgó una ley especial…
Dicha ley obligaba a los negreros a incentivar con dinero a los capitanes que mantuviesen la mortalidad en los barcos por debajo del tres por ciento.
—Pero rara vez lo cumplen. Muchos de los esclavos mueren durante el viaje. Tampoco se ven ahora los castigos en los
pelourinhos
, esos postes que ves en las plazas. Allí, los capataces ataban al esclavo para administrarle una serie de latigazos frente al público.
Ahora los castigos los efectuaban, previo pago, funcionarios de la corona en el patio de la cárcel. La corona no había podido restringir la esclavitud, pero por lo menos había intentado controlarla burocratizándola. Los criollos habían accedido a esos cambios para mantener el decoro. Cedieron ante los argumentos de los funcionarios del rey: no quedaba bien azotar a la gente en las plazas públicas, pues era una costumbre que desprendía un tufo salvaje y cruel a corte de la antigüedad. Ahora que don Juan se había instalado en Río, había que darle a la ciudad un aire menos bárbaro, más propio de la capital de un imperio, sede de una monarquía de rancio abolengo y profundos principios cristianos que quería abrirse al mundo. De manera que los criollos aceptaron unas medidas que no cambiaron su esencia de ciudad colonial y esclavista, pero que la disimularon un poco.
22
A la par que descubría la ciudad y esa sociedad tropical, despiadada y estrafalaria, Leopoldina descubría también a su marido, un hombre fogoso y autoritario, capaz de humillar y castigar pero también de arrepentirse y de pedir perdón. Podía ser hiriente con sus palabras, y hasta malvado, como cuando su caballo perdió una herradura de regreso del bosque de Tijuca. Impaciente porque se echaba una tormenta encima y Leopoldina se asustaba con la violencia de los rayos y truenos del trópico, y como el herrador no acertaba a clavar la herradura en la pezuña del animal, Pedro le apartó de un gesto brusco:
—¡Déjame hacerlo a mí, patoso! —le soltó exasperado.
Y él mismo cogió las herramientas y terminó la tarea. No en vano decían en Río que Pedro era el mejor herrador de la ciudad.
Leopoldina aprendió a no sorprenderse demasiado por la brusquedad del carácter de su marido, que veía como reflejo de la aspereza del mundo que le rodeaba, y de que se hubiese criado en un entorno de hostilidad entre sus padres. Se lamentaba de que don Juan, parapetado detrás de una cohorte de aduladores, no dejase que su hijo participase en los asuntos públicos. Lo tenía apartado, excepto por las exigencias del protocolo. Muy desconfiado y precavido, el rey estaba siempre a la espera de una traición y el hecho de que su hijo profesase ideas liberales ya podía considerarse una deslealtad. Además, el carácter voluble e impulsivo de Pedro le recordaba al de Carlota, y precisamente porque era el heredero, lo tenía especialmente a raya. El resultado era que Pedro vivía en un estado de ociosidad impuesta que le exasperaba. Aparte de los paseos con su mujer, pasaba el tiempo domando potros, conduciendo carruajes o ensayando con una orquesta de africanos… Activo como era, ardía en deseos de escapar de la tutela paterna y de desempeñar algún papel relevante en la vida pública. La lectura de obras de Voltaire y Benjamin Constant que habían llegado en los baúles de Leopoldina le había confirmado en sus creencias más liberales, lo que a su vez aumentaba la suspicacia del rey, quien siempre encontraba nuevos argumentos para apartarle del trono: que si era muy joven, que si era inestable, que si estaba contaminado por ideas revolucionarias…
—Es joven, es lógico que sea rebelde —le decía el preceptor de Pedro.
Leopoldina, que encarnaba el espíritu tradicional de la Santa Alianza, tampoco estaba de acuerdo con las ideas liberales de su marido, pero era tolerante. Tanto que ella había traído consigo aquellos libros por mera curiosidad pero no porque suscribiese sus tesis.
«Mi esposo tiene un temperamento exaltado
—escribió a su hermana—,
pero tiende hacia todas las innovaciones, le gusta todo lo que significa libertad.»
Las ideas progresistas eran para Pedro la manera de rebelarse contra la autoridad de su padre. Los que le rodeaban —esa «chusma de lameculos», como él mismo los definía— sospechaban que tenía contacto con las logias masónicas, que en aquella época estaban a la vanguardia de los enemigos de la monarquía absoluta, defendían la igualdad de los hombres y pretendían abolir todos los privilegios, y en el campo político querían una Constitución y un Parlamento. Aquello no era cierto, pues Pedro aún no había entrado en contacto con los masones, pero no disimulaba sus preferencias por las mismas ideas.
—La monarquía, tal y como la conocemos hoy, tiene sus días contados… —se le oyó decir cuando don Juan prohibió por decreto las logias masónicas a principios de 1818.
Aquello dio lugar a una agria discusión después de la ceremonia del besamanos, en presencia de toda la familia y de parte de la corte. Pedro criticó la medida que había tomado su padre, y la comparó con la abolición de la Constitución de Cádiz que había decretado Fernando VII en España. Terminó su comentario con una frase lapidaria:
—De todas maneras, ¿qué se podía esperar de ese rey que se vendió a Napoleón?
En ese momento, Carlota se le acercó, con su cojera característica, los rasgos crispados, la mandíbula apretada, y le miró fijamente a los ojos.
—No te permito que hables así del rey de España…
—Pero es cierto… ¡Si hasta los españoles le llaman el rey felón! Ha sido un trai…
Su madre no le dejó terminar la frase. Levantó la mano y le asestó una bofetada con todas sus fuerzas. Pedro se quedó impasible, mudo ante la humillación. Ni siquiera hizo un gesto de protesta. Digno, impertérrito, firme, escuchó a su madre en silencio:
—No te permito que hables así de mi hermano, del marido de tu hermana, ni de ningún miembro de tu familia… ¡Descastado!
Y cruzó la sala renqueando, dejando a todos boquiabiertos, especialmente a Leopoldina, que no podía creer lo que acababa de presenciar. Con un pañuelo en la mano, se acercó a limpiar unas perlitas de sangre que brillaban en la mejilla de Pedro, resultado del pequeño laceramiento provocado por los afilados diamantes que la reina llevaba en sus anillos.
«Si el señor supiera cuán penoso es, después de habersido tan feliz en mi familia, donde estábamos tan unidos
—escribió Leopoldina a su padre a raíz del incidente—,
encontrarme aquí, donde todos se llevan tan mal, donde todo el mundo intriga…»
Pero Leopoldina aún habría de bajar bastantes peldaños más en la cueva oscura donde la vida la había metido.
Aquella misma noche se llevó un susto de muerte cuando, de madrugada, Pedro se despertó temblando, incapaz de controlar sus movimientos. Los temblores dieron paso a unas violentas convulsiones y acabó retorcido en el suelo, echando espuma por la boca. Aterrada, Leopoldina recordó lo que había dicho aquel médico alemán a su padre antes de la boda. ¿Sería verdad que su marido, que yacía en el suelo con los ojos en blanco, era epiléptico? Tuvo la presencia de espíritu de colocarle un pañuelo en la boca para que no se mordiese la lengua ni los labios. La crisis apenas duró un minuto, pero se le hizo eterna. Ella le abrazaba en el suelo para intentar controlar sus convulsiones.
«Pasé un miedo terrible porque yo era el único socorro
—escribió a su hermana con la mano todavía temblorosa—.
Pienso que las malas relaciones familiares y el clima de Brasil contribuyen mucho a esta dolencia. Por eso, deseo volver un día con él a su patria…»
Pedro se recuperó, aunque se echaba a temblar cada vez que recordaba la humillación a la que su madre le había sometido, tanto que su mujer temía que volviese a caer en una crisis. Aquélla no había sido la primera vez que Carlota le había cruzado la cara en público, aunque siempre lo había hecho cuando era un niño. Era bien sabido que su madre perseguía a su hermano Miguel con un zapato en la mano para arrearle, pero nunca pensó que pudiera hacerle algo así a su edad, recién casado. Leopoldina le abrazaba y procuraba quitar hierro al asunto.
—Ten mucho cuidado con lo que dices —le avisó Pedro—. Mejor no menciones abiertamente lo de ir a Portugal, te puede causar problemas.
Le explicó que aquélla era la gran brecha abierta en su familia, pues su madre deseaba volver tan ardientemente como su padre se negaba. Los que estaban interesados en el regreso del rey a Lisboa utilizaban el argumento de que un cambio de clima podría mejorar la enfermedad del príncipe. Por eso, la palabra «epilepsia» era tabú en círculos próximos al rey. Lo llamaban «crisis de nervios, simples convulsiones causadas por el sol ardiente». Así, sin saberlo, Leopoldina entraba también a formar parte del rifirrafe de intrigas cortesanas.
—¿Y a ti te apetece volver? —le preguntó Leopoldina.
—Sí… Con tal de estar lejos de…
No acabó la frase. Adoptó un tono menos íntimo, más grandilocuente para justificarse:
—No se puede abandonar Portugal a su suerte, como hace mi padre.
Con la seguridad de que tenía a su marido de su parte en esa cuestión, Leopoldina intentó influenciar a su suegro a través del diplomático alemán Von Eltz. Pero a la sugerencia de que Pedro y Leopoldina regresasen a Europa, don Juan le había respondido en su estilo lacónico:
—Comprendo al señor, pero eso no puede ser.
23
Unas semanas después se produjo una segunda crisis que provocó en Pedro fuertes vomitonas. Y esta vez no había habido bronca de su madre.
«Ha tenido un ataque muy violento el día 7
—escribía Leopoldina a su hermana—.
Estaba sola con él y tuve la mayor dificultad en desabrochar su corbata, atada con un lazo, que amenazaba con asfixiarle. Dicen que ha sido otro ataque de nervios, pero infelizmente me parece que es epilepsia.»
¿Tendría razón aquel informador alemán que aseguraba que el otro gran defecto de Pedro eran sus devaneos con toda clase de mujeres? Leopoldina descartó de un plumazo ese funesto pensamiento porque compadecía a su marido y estaba ciega de amor.
«Puedo garantizaros, queridísimo padre
—escribió al emperador de Austria—,
que gracias a Dios tengo un marido de carácter bueno, justo, franco y directo y que posee un buen corazón.»
En otra carta, le rogaba a su padre que no creyese las historias escandalosas que circulaban sobre su marido. Le aseguraba que Pedro pasaba todo el día con ella, que había abandonado completamente las visitas a las tabernas y que no veía a otras mujeres. Era cierto.
Pedro era sensible al amor que le profesaba su mujer, a su buen talante, a su dulzura y a la dedicación que le demostraba. Aparte de sus cambios de humor y sus ataques epilépticos, la mayoría del tiempo estaba animado. La condesa de Kunburg lo confirmaba en una carta:
«El príncipe está encantado con su esposa, y ella con él. Los dos pasean diariamente, siempre solos, como dos enamorados.»
También dentro de casa, la vida doméstica se desarrollaba en un ambiente de sosegada felicidad, que sorprendía a los que conocían a Pedro. El príncipe parecía transformado, aunque nadie hubiera apostado porque ese cambio fuese duradero, menos aún el Chalaza, que ahora frecuentaba a su hermano Miguel. Ellos eran el viejo mundo.
«Desde su casamiento
—escribió un diplomático alemán—,
Pedro se ha vuelto bastante más serio.»