Read El incorregible Tas Online

Authors: Mary Kirchoff & Steve Winter

Tags: #Fantástico

El incorregible Tas (31 page)

—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró, alzando los ojos al cielo.

Balcombe se había perdido de vista hacía rato, y la joven tenía sólo una vaga idea de hacia adonde se dirigía: un escondrijo arroyo arriba, aunque bien podía encontrarse a kilómetros de distancia. Hecha un ovillo, con la cabeza hundida en las manos arañadas, Selana lloró hasta quedarse sin lágrimas; una extraña calma se apoderó de ella.

No tenía comida, ni refugio, ni más hechizos; agotada hasta la médula de los huesos, necesitaba dormir para recobrar sus poderes mágicos. La única esperanza de alcanzar a Balcombe antes de que fuera demasiado tarde para recuperar el brazalete y salvar a Rostrevor era seguir viajando a pie. Apenas se sentía con ánimo para hacer frente a la idea. Desesperada, cogió un puñado de guijarros y los arrojó al arroyo con rabia.

La joven elfa se sentía perdida, lejos de su gente, en un medio que no se parecía en nada a su entorno marino.

Selana cogió con la lengua la lágrima salada que se deslizaba por sus labios y esbozó una triste sonrisa al recordar los días felices vividos con su familia, en especial con su hermano mayor, con quien compartía los juegos.

A Semunel le encantaba tomarle el pelo; por ejemplo, cuando jugaban a «tú la llevas» y estaba a punto de alcanzarlo, él se transformaba en delfín, la forma que todos los dragonestis tenían el don natural de adoptar, principalmente para huir de los depredadores. Siempre nadaba más deprisa que ella, escabulléndose entre los bancos de coral y los numerosos restos de barcos naufragados esparcidos en el fondo del mar, siempre adelantándola por un cuerpo de ventaja, eludiéndola.

Cuando era sólo una niñita, rompía a llorar e iba a quejarse a su padre, el Orador de las Lunas, que reprendía a Semunel.

—Todos los miembros de la casa real dragonesti deben estar por encima del ridículo o la derrota, incluso entre ellos mismos —decía con gesto austero.

Después, cuando su padre no los estaba mirando, Semunel le daba un codazo.

—Eres una princesita caprichosa y malcriada, hermanita. Algún día padre no estará a tu lado para defenderte y sacarte de aprietos —la zahería. Y, cuando pensaba que iba a estallar de rabia, su hermano sonreía, la estrechaba en sus brazos, y decía—: Pero yo estaré siempre contigo, Selana.

Las comisuras de los labios de la joven se curvaron en una sonrisa agridulce.

—Quizá Semunel tenía razón… Tal vez sea un poquito cabezota, acostumbrada a hacer mi santa voluntad —musitó para sí, con gesto pensativo—. Ojalá estuviese ahora aquí para ayudarme.

Recordó que le había enseñado la fórmula que había encontrado para el brazalete. Cuando le dijo lo que se disponía hacer en su favor, le ordenó tajantemente que abandonara su plan.

—Mantente alejada de los habitantes terrestres; sólo saben crear dificultades —le dijo, agitando el dedo ante su nariz—. Resolveremos este problema sin su intervención. Ni que decir tiene que, espoleada por sus aires de superioridad, hizo caso omiso de sus objeciones y se escabulló amparada en las sombras de la noche para hacer las cosas a su manera.

Le daba rabia tener que admitir que su hermano tenía razón respecto a los habitantes de tierra firme. Con un suspiro, Selana se acercó al borde del arroyo y se sentó con las piernas cruzadas; contempló absorta el reflejo de su imagen en el remanso protegido por un tronco caído.

—¿Cómo fuiste tan arrogante de pensar que podrías arreglártelas tú sola en una empresa tan descabellada? —gimió, con la mirada prendida en el semblante pálido y angustiado que se reflejaba en el agua. ¿Qué locura había convertido a una joven y risueña princesa en una criatura necia y desesperada que lloraba entre los arbustos de unas lejanas montañas? Tendría que estar jugando alegremente entre las olas, en su añorada patria. Ojalá pudiese nadar…

De pronto, Selana abrió los ojos de par en par. Dirigió la vista hacia el caudaloso arroyo. ¿Sería bastante profundo? ¿Y si la corriente era demasiado fuerte y la arrastraba? El agua, sin duda, sería mucho más fría de lo que estaba acostumbrada. Además, era agua dulce, no salada; aun así, podía sobrevivir en ella bastante tiempo.

A despecho de las dudas, la elfa marina ya lo había decidido. La arrolló el irrefrenable deseo de sentirse arropada por el agua familiar y envolvente, fueran cuales fueran las consecuencias. Se quitó una de las suaves botas de piel para probar la temperatura del agua. La rozó con la punta de los dedos; estaba helada. Se calzó otra vez la bota, sacudida por un escalofrío que sólo en parte se debía al frío, mientras se decía que no lo notaría tanto una vez que hubiese adoptado la forma de delfín y la protegiera la gruesa piel gris.

Selana cerró los ojos. Con los dientes apretados, obligó a sus piernas a que la llevaran al interior de la frígida corriente de agua. Todas las fibras de su ser gritaron en protesta por la brutal agresión. Se detuvo cuando el agua le llegaba a la cintura, congelándola hasta los huesos. El sonido rítmico de la corriente al precipitarse ladera abajo fue como un sedante para sus nervios. Extendió los brazos ante sí con la facilidad de la practica, inhaló profundamente, contuvo la respiración y se zambulló en el agitado torrente.

Selana evocó un recuerdo de su niñez y se concentró en él. Al instante, el agua que la rodeaba dejó de ser frígida. La joven percibió la familiar «fusión», que era de la única manera que podía describir la sensación de sus dos piernas convirtiéndose en una cola poderosa. Sus brazos empequeñecieron y adoptaron la forma de aletas y su visión se desplegó al crecerle un morro alargado, en forma de botella, que situaba sus ojos muy separados entre sí, a cada lado del protuberante hocico.

¡Se sentía libre!

Impulsándose con la cola, remontó la corriente con precaución comprobando la profundidad del cauce del arroyo a medida que avanzaba. Cuando necesitó tomar aire por primera vez, fue incapaz de resistir la peligrosa tentación de saltar en un grácil arco, en tanto que tomaba aire a bocanadas, del mismo modo que los peces capturan las moscas al vuelo. Hizo un giro de tonel, una de las primeras acrobacias que había aprendido como delfín. Impulsándose otra vez, salió del agua y se elevó en el aire, chapoteando la poderosa cola en un gesto desafiante de renovada seguridad en sí misma.

Anímicamente colmada, enfocó toda su atención en la tarea de nadar corriente arriba, procurando cubrir distancias con la mayor rapidez posible. Pronto tendría que buscar alguna señal del templo, aunque no sabía muy bien qué era lo que tenía que buscar. ¿Sería un edificio, como el castillo de la ciudad? Sacó el morro fuera del agua y siguió avanzando, en tanto que sus ojos negros escudriñaban el paisaje en busca de cualquier indicio que delatara la presencia de Balcombe.

Lo más difícil del viaje era salvar los cambios imprevisibles de la corriente. De tanto en tanto, el arroyo se ensanchaba el doble de lo habitual, el cauce se hacía más profundo y formaba de improviso un estanque de aguas remansadas. Con igual brusquedad se estrechaba, o el fondo subía de manera repentina convirtiéndose en un torrente somero y tumultuoso.

A medida que nadaba remontando la corriente, montaña arriba, los altos abetos y los álamos fueron dando paso a pinos más bajos y matorrales. A esta altitud, Selana se vio obligada a esquivar grandes trozos de hielo desprendidos de las orillas. Por si esto fuera poco, la profundidad del arroyo decrecía de manera paulatina. Selana comprendió que, a menos que encontrara la guarida de Balcombe enseguida, le sería imposible continuar el viaje como hasta ahora. En su forma de delfín, necesitaba un mínimo de profundidad para nadar.

Debatiéndose contra la fuerte corriente en un tramo estrecho en el que el agua encajonada fluía a gran velocidad, Selana soltó un chillido de dolor cuando su aleta derecha chocó contra una puntiaguda roca sumergida. Sintió y oyó cómo la gruesa piel gris se desgarraba. El agua helada agravó la lesión, y la joven sufrió un momentáneo ataque de pánico. Se hundió en la desesperanza al comprender que le era imposible controlar sus movimientos en la rápida corriente con la ayuda de una sola aleta, y, menos aún, seguir remontando el arroyo. Se impulsó con la cola hacia la orilla, dirigiendo el rumbo con su aleta izquierda.

Aún más desalentador era saber que no podía quedarse flotando al borde del arroyo hasta que se hubiese sanado la herida. Necesitaba las manos para hacerse un vendaje, y el descanso de un sueño reparador para poder pensar con cordura. Perecería ahogada si se quedaba dormida en el arroyo, convertida en delfín. No tenía opción. Selana suspiró con abatimiento y se concentró para adoptar de nuevo su forma humana.

Al abrir los ojos se encontró de rodillas, con el agua la altura del pecho. De inmediato, la herida bajo la manga de la empapada túnica, de diez centímetros de largo y lo bastante profunda para dejar el hueso a la vista, empezó a palpitarle con un dolor insoportable, al tiempo que la sangre le salía a borbotones y teñía el agua a su alrededor. Esforzándose por no perder el sentido, se arrastró hasta la orilla valiéndose del brazo ileso. Una vez allí, se tumbó en el helado suelo y empezó a temblar con la cortante brisa.

Casi no podía creerlo, pero lo cierto es que ahora se encontraba en una situación más apurada que antes. La temperatura dentro del arroyo se había mantenido constante, pero el aire era mucho más frío a esta altitud. Ahora estaba gravemente herida, sin comida ni abrigo. Comprendió que podría morir antes de que el sol se volviera a levantar.

«Tengo que secarme», pensó aturdida Selana, mareada por la pérdida de sangre. Reuniendo hasta el último vestigio de la tenacidad que la caracterizaba, se concentró en el último conjuro que tenía memorizado: un truco nimio, una mera técnica de práctica, tan insignificante que casi resultaba ridículo. Una vez que se dominaba, sin embargo, podía ser dúctil en extremo, y con ello contaba Selana. Le costó un gran esfuerzo llevarlo a cabo, pero con él consiguió escurrir el agua helada de la exigua túnica y secar el tejido; no obstante, el proceso la dejó extenuada.

Actuando más por instinto que de manera consciente, rasgó una tira de tela del borde deshilachado de la túnica y se vendó la rezumante y dolorosa herida prietamente, a fin de cerrarla y cortar la hemorragia. La presión del vendaje aumentaba el dolor, pero al mismo tiempo le daba cierta confianza.

—Necesitas descansar un momento —susurró, con la esperanza de que el sonido de una voz, aunque fuera la suya, la mantuviera despierta—. Busca un refugio a resguardo del viento.

A trompicones, caminó hacia un afloramiento rocoso cegadoramente blanco, en la cara de la montaña. Allí encontraría un nicho o hendidura en donde resguardarse del inclemente ventarrón de la montaña.

Por fin alcanzó un saliente pequeño, debajo del cual apenas había hueco suficiente para su cuerpo menudo. Se desplomó, hecha un ovillo, sobre el frío granito, con el rostro vuelto hacia fuera. Se arrebujó en la andrajosa túnica, y parpadeó para enfocar los borrosos ojos en el panorama que se extendía ante ella.

Supo con aterradora claridad que iba a morir… sola. El viento seguiría soplando y entretanto ella se iría hundiendo en el sueño eterno del que no despertaría… A menos que fuera cierto lo que decían los clérigos de que había otra vida en el más allá para quien creía en los dioses verdaderos. Pero no tenía fe.

Creyó ver un movimiento y se esforzó por enfocar otra vez los ojos un instante. ¿Alguna rama caída, quizá? ¿Una alucinación? Rechazó de inmediato la primera posibilidad, ya que, fuera lo que fuera lo que había atisbado, era mucho más grande que una rama y se mimetizaba a la perfección con el tono gris del granito de la montaña. Le pareció distinguir un inmenso minotauro, uno de esos híbridos bestiales, medio hombre medio toro, aunque éste era de granito pulido y blanco. Se dirigía hacia ella, acortando la distancia que los separaba.

«En verdad, sufro alucinaciones —pensó—. Cerraré los ojos y me dormiré y, cuando despierte, ya no estará. —Sin embargo, aunque cerró los párpados, escuchó un apagado rugido gutural y el sonido de una respiración—. Cerraré también los oídos y el ruido desaparecerá», se dijo, en medio de su aturdimiento. Aguardó, con los párpados apretados y las manos tapándose los oídos.

Entonces, dos manos enormes, frías como el propio granito, se cerraron sobre sus hombros y la alzaron en el aire. A punto de perder el conocimiento, Selana entreabrió los ojos brevemente y vio otra vez al aterrador minotauro de granito.

Por un fugaz instante pensó, casi con gratitud, que debía de estar muerta.

15

La fuga

Tasslehoff se tumbó bajo un pequeño velador y se lamió las patas y se atusó el pelo. Su cola se movía a un lado y a otro de tanto en tanto. Era una sensación fascinante, y casi lamentó que los kenders no tuvieran cola.

Todavía no podía creer lo que Selana y él habían presenciado en el laboratorio. ¡Una moneda parlante, que representaba al malvado dios Hiddukel! Estaba impaciente por contárselo a Tanis y a Flint, sobre todo ahora que Selana se había marchado volando. Le había lanzado un último mensaje telepático antes de desaparecer a través de la tronera, en los aposentos del mago.

«Tas, voy a seguirlo y a recuperar mi brazalete», había dicho, sin darle ocasión de disuadirla, ya que echó a volar y se perdió de vista en un santiamén.

Así pues, inducido por la naturaleza de un ratón asustado, Tas se había escabullido del laboratorio del hechicero y, tras recorrer parte del pasillo, se había metido por debajo de la primera puerta que le salió al paso y se había encontrado en un dormitorio. Probablemente, era un cuarto que no se utilizaba, supuso, ya que la chimenea estaba apagada y varias hojas secas giraban arremolinadas en los rincones cada vez que entraba una ráfaga de viento por la minúscula ventana. Con todo, unas cuantas alfombras extendidas en el suelo daban al cuarto un aspecto bastante acogedor; parecía un buen sitio para hacer una pausa y reflexionar sobre lo que haría a continuación.

La primera decisión de Tas fue cambiar su forma de ratón por otra que el hechicero no estuviera buscando. A casi todo el mundo le gustaban los gatos y, en consecuencia, el castillo de Tantallon contaba ahora con un minino de pelaje blanco, marrón y turquesa, que tenía en la parte posterior de la cabeza un mechón de pelo llamativamente largo.

También razonó que no le haría ningún mal esperar un par de minutos antes de darse una vuelta, por si acaso hubiese alguien vigilando el pasillo. Tas se acicaló, al estilo de los gatos, mientras se preguntaba si al adoptar de nuevo su forma habitual estaría más limpio.

Other books

They Call Me Crazy by Kelly Stone Gamble
Shadow Country by Peter Matthiessen
Tournament of Losers by Megan Derr
The Devils of Cardona by Matthew Carr
The Telling by Jo Baker