El juego del cero (53 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

—¿Senadora? ¿Tiene algún problema con una presidenta negra y enorme?

Me echo a reír con ganas ante su comentario.

—Yo también hablaba en serio —añade—. Seguiré necesitando un buen jefe de personal.

—Tenemos un trato. Incluso regresaría a Washington para ello.

—¿Oh, entonces nos abandona a todos? ¿Qué piensa hacer, escribir un libro? ¿Volver a practicar el derecho con su amigo Dan? ¿O simplemente retirarse a alguna playa como sucede al final de todos los
thrillers
?

—No lo sé… estaba pensando en volver a casa por algún tiempo.

—Eso me encanta… el chico de pueblo regresa al hogar… le ofrecen el desfile de la victoria… todo el mundo come pastel de manzana…

—No, no me refería a Pennsylvania —digo. Durante casi diez años he estado convencido de que el éxito en la liga mayor contribuiría de alguna manera a enterrar mi pasado. Pero lo único que está enterrado soy yo—. En realidad, estaba pensando en quedarme por aquí. Dan me ha dicho que hay una escuela secundaria en Baltimore que podría aprovechar los servicios de un buen profesor de educación cívica.

—Espere un segundo… ¿se dedicará a la enseñanza?

—¿Tan malo es eso?

Viv lo piensa durante un momento. Hace una semana, como cualquier otro mensajero, ella hubiese dicho que podía hacer cosas más importantes con mi vida. Ahora, los dos sabemos que no es así. Su sonrisa es enorme.

—En realidad, suena perfecto.

—Gracias, Viv.

—Aunque sabe que esos chicos se lo comerán vivo.

Sonrío.

—Eso espero.

—¡Señorita Parker…! —exclama su abogado por última vez.

—En seguida voy… Escuche, debo marcharme —me dice, dándome un rápido abrazo. Cuando me rodea con sus brazos puedo sentir la bolsa de hielo que se apoya en mi espalda. Me aprieta con tanta fuerza que el brazo comienza a dolerme. No me importa. El abrazo merece cada segundo.

—Aplástalos, Viv.

—¿A quiénes, a mis padres?

—No… al mundo.

Ella se aparta con la misma amplia sonrisa que tenía la primera vez que nos vimos.

—¿Sabe, Harris? Cuando me pidió que lo ayudara… yo estaba colada por usted.

—¿Y ahora?

—Ahora… no lo sé —bromea—. Creo que debería conseguirme un traje que me sentara bien. —Comienza a retroceder por el corredor y añade—: Entretanto, ¿sabe cuál es la mejor parte de ser profesor?

—¿Cuál?

—El viaje anual con toda la clase a Washington.

Ahora soy yo quien sonríe de oreja a oreja.

—¿Le gusta eso, verdad, rey Midas? —añade.

Volviéndose, me da la espalda y se dirige hacia su abogado.

—Hablo en serio con respecto a ese puesto como jefe de personal, Harold —exclama y su voz resuena a través del largo corredor—. Sólo dieciocho años hasta que alcance la edad requerida. Lo esperaré allí puntual y aseado.

—Lo que usted diga, señora presidenta. No me lo perdería por nada del mundo.

Capítulo 83

—Que pase una buena noche, señor Sauls —dijo el chófer mientras abría la puerta trasera del Jaguar negro y sostenía un paraguas sobre la cabeza de su jefe.

—Tú también, Ethan —contestó Sauls, bajando del lujoso coche y dirigiéndose hacia la puerta principal del exclusivo edificio de apartamentos de seis pisos en el centro de Park Lane. En el interior, un conserje que estaba detrás de un mostrador de recepción de nogal nudoso lo saludó con la mano y le entregó un pequeño montón de cartas. Una vez en el ascensor, Sauls dedicó el resto del viaje a revisar superficialmente el habitual surtido de facturas y publicidad.

Para cuando entró en su bien equipado apartamento, ya había seleccionado la correspondencia desechable, que arrojó rápidamente dentro de una papelera de cerámica que había junto al antiguo secreter de cubierta de cuero, donde lanzó las llaves. Dirigiéndose al armario del vestíbulo, colgó el abrigo de cachemir gris en una percha de madera de cerezo. Pasó por la sala de estar, accionó un interruptor y unas luces ocultas en el techo se encendieron encima de las estanterías empotradas que ocupaban la parte izquierda de la habitación.

Sauls enfiló finalmente hacia la cocina y el rincón del desayuno que dominaban el Speaker's Córner en Hyde Park, y fue directamente a la nevera de paneles negros y brillantes, donde pudo ver su propio reflejo en la puerta mientras se acercaba a ella. Cogió un vaso de la encimera, abrió la nevera y se sirvió un poco de zumo de arándanos. Cuando cerró la puerta, pudo contemplar nuevamente el reflejo de su figura en su brillante superficie, pero esta vez había alguien parado a su lado.

—Bonita choza —dijo Janos.

—¡Ehhhh! —exclamó Sauls, girándose tan rápidamente que estuvo a punto de dejar caer el vaso—. ¡No me des estos sustos! —gritó, cogiéndose el pecho y dejando el vaso en la encimera—. ¡Santo Dios… creí que habías muerto!

—¿Y qué le hizo pensar semejante cosa? —preguntó Janos mientras avanzaba un paso hacia Sauls, una mano hundida en el bolsillo del abrigo y la otra aferrando la empuñadura metálica de un bastón de aluminio.

Alzó ligeramente la barbilla, revelando los cortes y los cardenales repartidos por toda la cara, especialmente donde se había aplastado los huesos de la mejilla. El ojo izquierdo era un manchón color vino, una cicatriz fresca le surcaba la barbilla y su fémur izquierdo estaba roto en tantos pedazos que los médicos habían tenido que insertarle una varilla de titanio en la pierna para poder estabilizar los huesos e impedir que músculos y ligamentos se convirtiesen en un saco flácido de sangre y tejidos. Diez centímetros más abajo, lo único que mantenía unida su rodilla eran los clavos que atravesaban la piel y entraban directamente en los fragmentos de hueso. La caída había sido peor de lo que jamás admitiría.

—He estado tratando de ponerme en contacto contigo… no he tenido respuesta desde hace una semana —dijo Sauls, retrocediendo—. ¿Sabes siquiera lo que está pasando? El FBI se apropió de todo… Se llevaron hasta el último tornillo de la mina.

—Lo sé. Leo los periódicos —dijo Janos, cojeando hacia él—. Por cierto, ¿desde cuándo tiene chófer privado?

—¿Qué estás…? ¿Me has seguido? —preguntó Sauls, retrocediendo aún más.

—No sea paranoico, Sauls. Desde la ventana del dormitorio se pueden ver muchas cosas… como mi coche aparcado delante del edificio. El MGB azul celeste…

—¿Qué quieres, Janos?

—… modelo de 1965, el primer año que comenzaron a usar las manijas con botón en las puertas. Es difícil meter las marchas con los clavos en la pierna, pero realmente es un coche muy bonito…

—Si se trata de dinero, te pagamos como habíamos convenido…

—… a diferencia de aquel viejo Spitfire que solía conducir, esta criatura es digna de confianza… segura…

—Recibiste el dinero, ¿verdad?

—… algunos incluso dirían fiable.

Al llegar a la encimera de la cocina, Sauls se detuvo.

Con una mano aún metida en el bolsillo, Janos clavó la mirada en su socio.

—Me mintió, Marcus.

—¡N… no lo hice! ¡Lo juro! —insistió Sauls.

—Ésa es otra mentira.

—Tú no lo entiendes…

—Conteste a la pregunta —le advirtió Janos—. ¿Era el Yemen o no?

—No es como tú crees… Cuando empezamos con esto…

—Cuando empezamos con esto usted me dijo que Wendell era una compañía privada sin conexiones con ningún gobierno.

—Por favor, Janos… tú sabías lo que estábamos haciendo allí abajo… Jamás ocultamos…

—¡Una compañía privada sin conexiones, Marcus!

—¡Es el mismo resultado, en cualquier caso!

—¡No, no lo es! ¡Una es especulación, la otra es suicidio! ¿Tiene idea de durante cuánto tiempo nos buscarán por esto? Ahora quiero saber quién firmó el jodido cheque… ¿fue el Yemen o no?

—Janos…

—¡¿Fue el Yemen o no?!

—Por favor, trata de tranquilizarte y…

Janos sacó una pistola del bolsillo, la apoyó en la frente de Sauls y presionó con fuerza hasta hundir el cañón en la piel.

—¿Fue el Yemen o no?

—P… por favor, no… —imploró Sauls mientras las lágrimas comenzaban a humedecerle los ojos.

Janos quitó el seguro del arma y tensó el dedo en el gatillo. Ya estaba cansado de hacer preguntas.

—¡El Yemen! —tartamudeó Sauls, frunciendo la cara al tiempo que cerraba los ojos—. ¡Fue el Yemen… por favor, no me mates…!

Sin decir una palabra, Janos bajó la pistola y volvió a guardarla en el bolsillo del abrigo.

Cuando el arma se apartó de su frente, Sauls abrió los ojos.

—Lo siento, Janos… Lo siento mucho… —continuó implorando.

—Recupere el aliento —le dijo Janos, alcanzándole el vaso con zumo de arándanos.

Sauls bebió el líquido con avidez, pero no le trajo la calma que estaba buscando. Sus manos temblaban al bajar el vaso, y éste resonó al chocar con la encimera.

Janos meneó la cabeza, giró sobre su pierna buena y se volvió para marcharse.

—Adiós, Sauls —dijo mientras abandonaba la cocina.

—¿E-entonces no piensas matarme? —preguntó Sauls con una sonrisa forzada.

Janos se volvió y le dirigió una mirada cansada.

—¿Quién ha dicho eso?

Una larga pausa se instaló entre ambos hombres. Luego Sauls empezó a toser. Ligeramente al principio. Luego con más fuerza. Al cabo de pocos segundos, su garganta explotó con un jadeo húmedo y asmático. Era como el tubo de escape de un coche viejo. Sauls se llevó las manos al cuello. Era como si su tráquea hubiese dejado de funcionar.

Janos echó un vistazo al vaso vacío de zumo de arándanos y no dijo nada.

Entre toses, Sauls apenas pudo articular las palabras.

—Maldito hijo de…

Janos, nuevamente, se limitó a permanecer allí. A esas alturas, un ataque al corazón inducido por la pequeña caja negra era una tarjeta de visita obvia. Una inflamación temporal de la tráquea, sin embargo, no era más que otro accidente doméstico en la cocina.

Con las manos en la garganta y luego tratando de cogerse de la encimera para levantarse, Sauls cayó de rodillas. El vaso de zumo se hizo añicos sobre el suelo blanco y negro. Janos se marchó antes de que comenzaran las convulsiones.

De todos modos, era hora de tomarse unas vacaciones.

Epílogo

Al mirar a través del panel de cristal en la División de Detención Central de Washington, D.C., no puedo evitar escuchar las conversaciones que me rodean. «Rosemary está bien…» «No te preocupes, él no usará tu coche…» «Pronto, dijeron que será pronto, querido…» A diferencia de lo que sucede en las películas, aquí la sala de las visitas no tiene cubículos separados por paredes para disfrutar de intimidad. Esto es Washington, D.C. Una cárcel dentro del presupuesto de Washington, D.C.… no se permiten lujos. El resultado es un coro de voces parlanchinas, cada una intentando mantener un tono bajo, pero lo suficientemente alto como para poder oírse por encima de todo ese ruido de fondo. Si añadimos el zumbido artificial de las voces de los presos cuando hablan a través del vidrio, ya tenemos todos los ingredientes de una cabina telefónica gigantesca y cerrada. La única buena noticia es que los tíos vestidos con monos anaranjados se encuentran del otro lado del cristal.

—Aquí llega —me dice el guardia que está junto a la puerta.

Cuando acaba de pronunciar estas palabras, todos y cada uno de los visitantes que hay en la sala, desde la mujer negra con el pelo rubio hasta el hombre bien vestido que sostiene una Biblia en su regazo, vuelven imperceptiblemente sus cabezas hacia la izquierda. Esto sigue siendo Washington, D.C. Todos quieren saber si se trata de alguien a quien merezca la pena echarle un vistazo. Para mí, sí.

Con los brazos y las piernas encadenados, Barry avanza arrastrando los pies, el bastón sustituido por el guardia que lo sostiene del bíceps y lo guía hacia la silla de plástico anaranjada que hay frente a mí.

—¿Quién? —pregunta Barry mientras leo sus labios.

El guardia pronuncia mi nombre.

En el momento en que Barry lo oye, hace una pausa, luego disimula con una perfecta sonrisa. Es un truco clásico de los cabilderos, simular que eres feliz de ver a todo el mundo. Incluso cuando no puedes verlos.

El guardia ayuda a Barry a sentarse en la silla y le alcanza el auricular que cuelga del cristal. Alrededor de la muñeca lleva una tarjeta de identificación similar a los brazaletes que llevan los pacientes en un hospital. Sus zapatillas no tienen cordones. A Barry no parece preocuparle ninguna de las dos cosas. Cruzando una pierna sobre la otra, tira de la pernera de su mono anaranjado como si fuese su habitual traje de dos mil dólares.

—Cójalo —me grita el guardia a través del vidrio mientras me hace señas para que levante el auricular.

Un océano de ácidos se agita en mi estómago cuando levanto el descascarado auricular y me lo llevo a la oreja. Hace dos semanas que espero esta llamada, pero eso no significa que la espere con ilusión.

—Hola —susurro en el auricular.

—Tío, por tu tono de voz, parece que estés hecho una birria —canturrea Barry, intentando actuar como si estuviese dentro de mi cerebro. Inclina la cabeza como si pudiese ver cada una de mis expresiones—. De verdad, como… si alguien te hubiese pateado la cara.

—Alguien lo hizo —digo, mirándolo fijamente.

—¿Es por eso por lo que has venido? —pregunta—. ¿Un último disparo al azar?

Permanezco en silencio.

—Ni siquiera me explico cómo puedes quejarte —añade—. ¿Has leído los periódicos últimamente? Según la manera en que la prensa presenta la historia, estás saliendo bastante bien parado.

—Eso cambiará cuando publiquen la parte relacionada con el juego.

—Tal vez sí, tal vez no. Seguramente no conseguirás otro trabajo con el gobierno, y es probable que te conviertas en un paria durante algunos años, pero eso pasará.

—Tal vez sí, tal vez no —replico, tratando de mantenerlo interesado. Cualquier cosa con tal de que siga hablando.

—¿Qué hay del senador Stevens? —pregunta Barry—. ¿Lamenta haber tenido que darte la patada?

—No tenía otra alternativa.

—Hablas como un auténtico funcionario —dice Barry.

—¿Acaso me equivoco?

—Estás completamente equivocado. Él sabía que harías un trato con el gobierno y ésa es toda la excusa que necesitaba.

Tú, en cambio, te pasaste una década trabajando como un esclavo para ese hombre, ¿y él te dio una patada en el culo cuando más lo necesitas? ¿Sabes lo que eso significará para él? Apúntalo: le costará la reelección.

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