El ladrón de tumbas (49 page)

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Authors: Antonio Cabanas

—Al principio resultan interesantes, pero acabas cansándote de ellas; suele acudir siempre la misma gente. La alta sociedad de Menfis es un círculo muy cerrado, siempre restringido para todos los que no son como ellos.

—Según parece tú eres bien recibida.

—En el fondo son como la gente que tú conoces. Ellas envidian mi belleza y ellos se vuelven locos por disfrutarla. Yo no pertenezco a más círculo que al mío y les utilizo en mi provecho tanto como puedo.

—Hablas como si tu corazón fuera duro como las piedras de nuestras estatuas.

Men-Nefer rió otra vez.

—¿Corazón? Yo no tengo. Doy y quito mis favores cuando me place. Nunca hago promesas, y menos en el amor. Quien quiera conocerme deberá estar dispuesto a darme lo que yo exija —dijo regalándole la más acariciadora de las miradas que Shepsenuré había recibido nunca—. Déjame tus manos —continuó con voz dulce.

Shepsenuré se las ofreció en un gesto mecánico. Men-Nefer las cogió entre las suyas acariciándolas con suavidad. Shepsenuré recordó al instante lo que el tal Irsw le había dicho tan sólo unas horas antes.

«Si dejas que esa mujer te acaricie estás perdido.»

Lo que sintió era indefinible. Unos dedos que le tocaban con sus yemas deslizándose, casi imperceptiblemente, pero que le transmitían la más placentera de las sensaciones. Le recorrían sus manos lentamente, difundiéndole una especial calidez.

«Éste es el refugio donde desearía dejarlas para siempre», pensó, notando que le costaba tragar saliva.

Ahora estaba tan cerca, que al mirarla a los ojos creyó sentir su respiración; suave, como todo lo demás.

Aquellos ojos oscuros e insondables, dominadores de todo cuanto contemplaban, recordaban a Shepsenuré esos pozos cuya superficie es difícil de adivinar, y en los que su profundidad es un misterio. Algo así ocurría con Men-Nefer, dueña de unos ojos que parecían esconder más de cien vidas y toda su experiencia.

Al pensarlo, Shepsenuré sintió un incómodo escalofrío. ¿Qué edad tendría esa mujer? Nadie lo sabía a ciencia cierta, y aunque lucía joven y lozana, parecía formar parte de Egipto desde hacía mucho tiempo.

—Posee el poder de los antiguos magos —se dijo el egipcio volviéndola a mirar a sus misteriosos ojos.

Reparó entonces en que éstos no iban maquillados con la usual línea negra de
mesdenet,
comúnmente conocido como
khol,
que rodeaba los ojos de los egipcios, sino con malaquita verde del Sinaí, el llamado
udju;
una sombra de ojos muy habitual durante el Imperio Antiguo pero que cayó en desuso después de la IV dinastía, hacía mil trescientos años.

—Me gustan los hombres que trabajan con sus manos —dijo ella melosa sacando a Shepsenuré de su abstracción—. ¿A qué te dedicas?

—Soy carpintero.

—Tu oficio es honorable y además formas parte del gremio de los artesanos, cuyo patrono Ptah es dios tutelar en esta ciudad.

—Vivo más que dignamente de él.

—Ya veo; no es muy corriente encontrar carpinteros invitados a este tipo de fiestas. De hecho es la primera vez que conozco a uno en ellas.

—¿Te sorprende el hecho, o sólo sientes curiosidad?

Ella rió suavemente.

—Ni lo uno ni lo otro —contestó-. Como te dije, es simplemente poco habitual. En fin —suspiró-, me agradas, Shepsenuré, es una lástima que no puedas permitirte una mujer como yo.

—¿Estás segura de eso? —preguntó él.

Men-Nefer se acercó un poco más hasta situarse en el límite que el decoro permitía y que le obligó a aspirar la delicada fragancia que salía de su piel.

—¿Acaso puedes? —inquirió mientras le miraba a los labios.

—Hagamos la prueba —respondió él aproximando los suyos hasta quedar tan próximos como era posible sin tocarlos.

Ella recorrió su cara hasta los ojos, con una mirada que parecía perezosa. Los dejó allí durante unos instantes, los suficientes, y después los volvió a bajar lentamente hasta su boca.

Shepsenuré sintió que su voluntad le abandonaba tan rápidamente que no dispuso de tiempo para poder controlarla. En tan sólo un momento, su boca había salvado la minúscula distancia que les separaba llevado de un impulso del que no era dueño; entonces sintió sus labios y él creyó enloquecer.

Sus brazos la rodearon atrayéndola con fuerza contra sí, sintiendo la peculiar tersura de su piel y la firmeza de sus formas, a la vez que notaba como los pechos de Men-Nefer se aplastaban contra él duros como arietes. Casi instantáneamente sintió cómo su miembro intentaba abrirse paso por debajo de su
kilt,
en una erección de todo punto incontrolable.

Men-Nefer se apretó ligeramente y acto seguido se deshizo de aquel beso separándose con habilidad.

Quedó entonces frente a un Shepsenuré que, enardecido, respiraba con dificultad.

—Sería de un pésimo gusto continuar, ¿no te parece?, y una ofensa para la casa de nuestro anfitrión.

Shepsenuré era incapaz de articular palabra, así que no contestó, concentrándose en recuperar su pulso normal.

—Khepri se abrirá paso dentro de poco —dijo ella señalando el horizonte— y deseo saludarle desde mi casa antes de ir a dormir. Ya es hora de que me marche.

Shepsenuré la agarró por una de sus muñecas.

—Espera, al menos dime si puedo verte otra vez.

—Quién sabe —contestó ella—. Los dioses son caprichosos con nuestro destino.

—De ninguna manera creo en eso.

—¿De veras? —dijo riendo otra vez—. Pues haces mal.

—Dime solamente si puedo visitarte —continuó él con la voz todavía afectada por el ardor que sentía.

—Eres directo, Shepsenuré. En verdad que me agradas, quizá pudiera…

—Pídeme lo que desees —cortó él.

—Ja, ja, ja. En eso no puedo ayudarte Shepsenuré, pues nada te pediré. Deberás ser tú quien me sorprendas. Sólo entonces te amaré.

Con un movimiento de su brazo se deshizo de la mano del egipcio dedicándole de nuevo la más acariciadora de sus miradas. Después atravesó la terraza con el suave movimiento que imprimía a sus curvas al andar y desapareció en el interior de la casa.

Shepsenuré se sentó en los cercanos escalones todavía con la respiración entrecortada, observando el cercano jardín. Nunca en su vida pensó en que algo así pudiera ocurrirle. Su corazón era un torbellino de pasiones que él mismo desconocía; pero le daba igual, pues esa noche había conocido a una diosa. Si el paraíso existía debía estar habitado por seres así, por tanto estaba decidido a recibir un anticipo; tenía serias dudas respecto a que si los Campos del Ialu fueran reales, él fuera admitido en ellos.

Miró hacia la línea del lejano este por donde ya clareaba. Ra anunciaba de nuevo su llegada y los primeros trinos comenzaron a escucharse cuan jubiloso saludo. Shepsenuré se quitó las molestas sandalias y se incorporó dando un suspiro. Bajó por la escalera que daba al jardín, y lo cruzó por el camino que llevaba a la puerta exterior convencido de que amaría a aquella mujer al precio que fuera.

Cuando salió a la calle, las sombras desaparecían; dentro, en la casa, todavía sonaba la música.

Al día siguiente, a la caída de la tarde, Shepsenuré abandonó la ciudad camino de Saqqara. Eligió las calles más concurridas para mezclarse entre la gente y así pasar desapercibido. A aquella hora la carretera principal que conducía al sur se encontraba muy transitada, por lo que no le fue difícil confundirse entre aquel ajetreo.

El crepúsculo le sorprendió junto a todos aquellos caminantes que, en su mayoría, regresaban a la ciudad, y aprovechó la creciente oscuridad para, en un recodo del camino, dejar éste y encaminarse hacia la cercana necrópolis. Ascendió por las todavía cálidas arenas hasta los cercanos farallones, y allí se detuvo durante un buen rato. Era ya noche cerrada cuando continuó su camino, convencido de que nadie le seguía, en dirección al escondrijo. Hacía mucho tiempo que no se aventuraba por allí y, sin embargo, volvió a sentir la extraña familiaridad de antaño al caminar por aquellos parajes.

Tardó en encontrar el lugar, aunque después se sintiera satisfecho al ver que todo estaba tal y como lo dejó en su día. Tras cerciorarse de nuevo que se hallaba en la más completa soledad, quitó la arena que tapaba el acceso al viejo pozo y se introdujo en él. Encendió su lamparilla, y su tenue luz se esparció por el lúgubre agujero. El egipcio se extasió durante unos instantes con el brillo del oro y las piedras preciosas.

«Todavía hay oro suficiente como para amar a Men-Nefer durante toda mi vida», pensó satisfecho mientras recreaba su vista entre aquellos tesoros.

Una verdadera fortuna que ya casi había olvidado y que mantenía oculta bajo las arenas de aquel desierto.

Se movió despacio entre tanta riqueza, eligiendo las joyas que le parecieron más adecuadas. Piezas de gran valor pero pequeñas, para así facilitar su transporte. Cogió las suficientes como para contentar a la más exigente de las princesas, y las guardó en unas alforjas que había traído para ello. Luego apagó su candela y salió como había entrado, sigiloso como una cobra. Todo quedó conforme estaba, borrando cuidadosamente las huellas que sus pies habían dejado; seguidamente desanduvo el camino de regreso a su casa. Era todavía de noche cuando llegó a ésta tras cruzar discretamente las silenciosas calles de Menfis. Puso las alforjas junto a su cama y se tumbó con ambas manos bajo la nuca suspirando complacido. Toda una retahíla de imágenes desfilaron por unos ojos cada vez más entrecerrados, dando a su cara la más dichosa de las expresiones; adelanto de prohibidos goces que hicieron sumirle al fin en un sueño de anhelos.

Cuando se despertó, Ra-Horakhty
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hacía ya bastante tiempo que caía sobre Menfis. Tras desperezarse, se aseó concienzudamente y comió queso con miel, dátiles y un tazón de leche fresca. Luego se puso una camisa de fino lino con unas amplias mangas que llegaban hasta los codos, y un faldellín plisado que le cubría las rodillas y que estaba de última moda. Después se calzó aquellas odiosas sandalias, a las que no estaba acostumbrado, y empaquetó discretamente las alhajas que consideró oportunas en un amplio lienzo, que luego plegó sujetándolo con finas cuerdas.

Al salir de su casa sintió una emoción que le recordó a sus tiempos de adolescente, en los que cada descubrimiento que le ofrecía la vida le producía un efecto similar; sin duda estaba exultante. Mientras caminaba calle abajo, le vino a la memoria la vieja canción que escuchó en casa de Ankh y se puso a silbarla jubiloso como un muchacho.

La tarde declinaba de nuevo creando juegos de luces en las calles que cruzaba, difíciles de imaginar para quien no viviera allí. Se sentía tan contento, que aquella tarde estaba dispuesto a admitir que, en efecto, aquella luz era un regalo de los dioses a su pueblo.

Como ya empezaba a refrescar, el paseo fue muy agradable. Bajó casi hasta los muelles disfrutando de todo cuanto sus ojos veían; del olor de las especias, del alegre bullicio en que se convertía la calle según se aproximaba al río… Un poco antes de llegar a él, torció por una callejuela que discurría paralela, hacia el sur. Anduvo un largo trecho por ella hasta que las casas dejaron de apiñarse y la calleja se convirtió en un camino que transcurría entre altos cañaverales. Cruzó un pequeño puente que sorteaba uno de los brazos que salían del río, y enseguida vio la casa. Le pareció enigmática y solitaria, pues sólo se hallaba rodeada de frondosos bosques de plantas de papiro; además, había un extraño silencio que parecía envolver el paraje, haciéndole aún más misterioso.

El camino le llevó junto a un alto muro que rodeaba la casa, y Shepsenuré lo siguió hasta encontrarse con una puerta de dos hojas. Era de madera de cedro reforzada con múltiples chapas de cobre, que el egipcio acarició con cierta devoción. Al hacerlo, comprobó que una de las hojas cedía al contacto de su mano; la puerta se encontraba abierta.

Shepsenuré la empujó con cuidado, y lo que vio excedió con creces cuanto esperaba encontrar. Ante él se abría el más hermoso jardín que nunca hubiera visto, con tal variedad de plantas, que la mayoría le eran desconocidas.

Había un camino de losas de barro cocido que, desde la puerta, invitaba a adentrarse en aquel vergel y que serpenteaba en dirección a la cercana casa. A ambos lados del estrecho camino, y junto a la puerta, se alzaban dos grandes estatuas de la diosa gata Bastet. Estaban erigidas representándola con figura de mujer con cabeza de gata, en una de cuyas manos mantenía un sistro y en el otro brazo sujetaba un cesto
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. Pero lo que más sorprendió al egipcio, no fueron las plantas ni las estatuas, sino los gatos. Sí, los gatos que le observaban con su felina curiosidad y que se encontraban por todas partes. Nunca en su vida había visto tal cantidad de gatos juntos, ni de tan distintos tamaños y colores. Parecían haber salido de cada rincón oculto de aquel jardín, para interesarse por el intruso que entraba en él. Shepsenuré permaneció inmóvil un momento contemplando tan inusual escena. Ellos a su vez, le seguían mirando atentamente, muy quietos; como calibrando la naturaleza de aquel extraño que se entrometía en su territorio. Poco después, un gato mucho más grande que el resto se abrió paso dirigiéndose hacia él. Era de color negro y su pelo lucía tan lustroso que parecía recién cepillado. Al aproximarse, Shepsenuré comprobó que era una hembra.

El animal se situó junto a él rozando suavemente sus pantorrillas y después dio una vuelta sobre el egipcio sentándose justo enfrente. Alzó su cabeza y miró directamente a sus ojos. Shepsenuré se sintió fascinado por los ojos de la gata. Eran grandes y de un extraño color verde, como nunca había visto con anterioridad en ningún minino. Además, el animal le miraba tan fijamente que cualquiera pudiera pensar que intentaba leer en el fondo de su corazón.

Súbitamente la gata se irguió estirándose perezosa, y dando la vuelta se alejó con paso silencioso, desapareciendo al punto entre unos arbustos de alheña. El resto de gatos, entonces, se dispersó como por ensalmo sin emitir un solo maullido, dejando el camino expedito al extraño.

Shepsenuré lo siguió a la vez que empezó a experimentar una insólita sensación de bienestar. Conforme se adentraba, el aire se llenaba del embriagador perfume que todas aquellas plantas exhalaban para él. Llegó a una pequeña rotonda y se encontró con varias mujeres que estaban encendiendo lámparas que iluminaran aquel jardín, pues ya la noche galopaba imparable hacia Menfis. Le sonrieron amablemente y continuaron aplicándose a su tarea sin decir una palabra.

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