El ladrón de tumbas (65 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Todos los buques invasores que iban en cabeza les embistieron irremisiblemente propagándose, al poco, el fuego por todos ellos. El resto de la flota, al ver lo que ocurría, arrió de inmediato las velas aprovechando de este modo la desfavorable corriente del río que les ayudaría a frenar sus embarcaciones, evitando así una nueva colisión.

En ese momento, decenas de barcos de transporte egipcios cargados con material combustible, surgieron de entre la espesa vegetación cubiertos por las llamas, cerrando así la retaguardia enemiga y dejando a su enorme flota hacinada en el ancho del río.

Los capitanes que iban a la cabeza se percataron de inmediato del ardid, e intentaron romper el frente de barcos que se les interponía confiando en sus fuertes quillas. Pero lo único que consiguieron con ello fue crear un atasco monumental, un tapón imposible de quitar y sobre el que el cielo parecía escupir un incesante fuego. Sin margen de movimientos al no haber espacio suficiente para que una flota de tal magnitud maniobrara, los buques enemigos quedaron casi apiñados unos con otros en medio de la corriente del Nilo, conscientes de la terrible trampa en la que habían caído.

Desde una de las orillas, junto al príncipe Parahirenemef, Nemenhat fue testigo directo aquel día, de una de las mayores matanzas que recordarían los anales de la historia de Egipto.

Multitud de gabarras y barcos de transporte que tan sólo cargaban combustible se desplazaban convertidos en antorchas contra una flota enemiga que, indefensa, contemplaba cómo sus barcos ardían unos junto a otros sin opción alguna de avanzar o retroceder.

Desde las riberas, los arqueros hacían puntería con aquellos rudos hombres de mar, con la mayor tranquilidad, lanzando durante horas sus proyectiles contra unos soldados que, aquel día, cayeron sin apenas poderse defender.

Con gran parte de su flota en llamas, los marineros se lanzaban al agua dispuestos a ganar la orilla y al menos poder morir combatiendo. Pero los que lograban llegar a ella, eran derribados de inmediato por las flechas de un enemigo invisible que salía de entre la floresta. Los que no fueron capaces de alcanzar las márgenes del río tuvieron si cabe un final más espantoso, pues ante la gran cantidad de cuerpos que bajaban por el Nilo, éste se llenó de cocodrilos, que, fieles a su naturaleza, se encargaron de devorar a cuantos encontraron a su paso.

—Es la mejor ofrenda que mi padre podría hacer a Sobek —fue el lacónico comentario del príncipe.

En medio de aquel terrible caos, el faraón vio llegado el momento de que su flota fluvial saliera al encuentro del invasor, y así, los rápidos barcos egipcios, surgieron de improviso de entre los innumerables canales que confluían en el río en un perfecto orden de ataque, maniobrando con facilidad y eliminando cuanto quedaba de la flota enemiga.

La desesperación ante una muerte segura hizo que alguno de aquellos buques pudieran ganar la orilla y entablar al menos un digno combate antes de morir. Mas no fueron sino simples espejismos, pues al caer la tarde, el escenario tan sólo era un amasijo de barcos que se hundían aún humeantes, mientras miles de cuerpos flotaban a la deriva a la espera de ser engullidos por los cocodrilos.

Allí acabó la aventura errante de aquel extraño pueblo. Así fue como Ramsés III acabó con los Pueblos del Mar.

Nemenhat, como el resto de los arqueros, participó aquel día en la masacre perpetrada en las bocas del Nilo, y nunca durante el resto de su vida se sintió orgulloso por ello. Para él, aquello resultó más sencillo que el hacer puntería en los palmerales de Menfis en las doradas tardes de verano. Bien a su pesar, intentó hacer el mejor de los blancos para que, cuando llegaran los cocodrilos, al menos ya estuvieran muertos.

Ramsés no quería más prisioneros, pues ya tenía bastante con los apresados en Dyahi. Como todos sus antepasados, odiaba el mar y no sentía ninguna simpatía por los hombres que lo recorrían; nada le empujaba por tanto a ser clemente con aquellas gentes que, por otra parte, tampoco lo hubieran sido con su pueblo.

Para cuando las fuerzas del faraón abandonaron los pantanosos parajes, nada que recordara a los guerreros que vinieron del mar, quedaba con vida. Sólo la memoria que el dios grabó en la piedra de su palacio en Medinet-Habu, recordaría a la posteridad, miles de años después, que el Horus viviente destruyó de raíz a tan bárbara amenaza.

Aquella noche, la campaña del año octavo del reinado de Ramsés III contra los Pueblos del Mar había terminado. La victoria había sido completa, y en el campamento del faraón había algo más que una indescriptible alegría. Ese día, el dios había subido a lo más alto; había alcanzado la cúspide de los grandes faraones guerreros. Su nombre, a partir de ese momento, sería equiparable al de los reyes conquistadores; Tutmosis III, Ramsés II, él… Se sentaría junto a ellos, entre los dioses, cuando alcanzara los Campos del Ialu. «Gloria eterna al último gran faraón de Egipto.»

Parahirenemef, como el resto, se hallaba también eufórico; sobre todo por la perspectiva de su pronto regreso a casa. Verdaderamente, estaba un poco cansado de dormir cada noche en su tienda y de las fatigosas marchas que había tenido que soportar estoicamente. Añoraba las comodidades de su residencia menfita, el frescor del agua de sus estanques, el suave perfume que, desde su jardín, parecía envolverlo todo, y naturalmente se acordaba de sus salidas nocturnas y de las magníficas fiestas a las que concurría. Pensaba en sus innumerables amantes y se frotaba las manos ante la proximidad de su vuelta a casa.

Parahirenemef siempre había vivido el tipo de vida que le gustaba; y no por el hecho de ser príncipe y tener la posibilidad de hacerlo, sino más bien porque lo que a él le atraía era todo lo contrario al modo de vida que se suponía debía llevar un aspirante al trono. Era impensable, por ejemplo, que el segundo aspirante a la sucesión, no tuviera esposa e hijos; y sin embargo así era. El príncipe estaba soltero, y a una edad en la que algunos de sus hermanos eran ya abuelos. La vida de crápula tenía también sus desventajas, y él las asumía.

—Esta noche es imposible que te niegues a beber conmigo —dijo el príncipe mientras llenaba las dos copas—, nuestra gran victoria merece al menos un brindis.

Nemenhat sonrió mientras levantaba la copa que le ofrecía.

—Por mi augusto padre, que hoy ha demostrado a todos que es rey entre los reyes —exclamó el príncipe.

Bebieron el contenido de un trago y dejaron las copas sobre una mesa.

—Ah… delicioso, no hay mayor elixir para mi paladar. Y dime, Nemenhat, ¿qué piensas hacer ahora?

El joven hizo un gesto ambiguo.

—No sé. Si la guerra ha finalizado, supongo que el dios licenciará a sus tropas; aunque desconozco cuál es mi situación con respecto a la justicia.

—Como te dije aquella noche, nada tiene el Estado, oficialmente, contra ti, aunque se iniciaran procedimientos que bien podríamos calificar de arbitrarios.

—Entonces…

—Recuerda que el faraón se divirtió mucho cuando le conté tu historia; se sintió fascinado por el relato que le hice de la trama, aunque le pareciera escandalosa. Pero como te anticipé, no piensa intervenir personalmente en el caso. Es un asunto feo, en el que se han cometido tantas irregularidades, que ordenar al visir que abra una investigación al respecto, podría llegar a poner en entredicho al propio sistema judicial. Mi padre está decidido a limpiar de corruptos la Administración, pero ello le llevará tiempo y paciencia. Ya te dije que hasta él debe ir con cuidado.

—En ese caso —balbuceó Nemenhat— tú dirás cuál será mi destino.

—De eso precisamente quería hablarte. Tengo una propuesta que hacerte y me gustaría que la consideraras.

Nemenhat hizo un gesto invitándole a continuar.

—Rehire, mi viejo acompañante, se recupera de su fractura, pero la edad no perdona y el pobre está ya para pocos trotes. Fue un gran guerrero y se ha ganado un retiro digno junto a su familia. Mi padre, que le aprecia mucho, le regalará una
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de tierra fértil para que viva una vejez feliz. Si quieres, tú podrías ser mi nuevo acompañante; te garantizo que, tanto tú como los tuyos, recibiríais un trato principal. Pasarías el resto de tu vida libre de toda amenaza. ¿Qué me dices?

Nemenhat movió la cabeza dubitativo.

—Me haces un inmerecido honor con estas palabras, pero bien sabes el poco apego que tengo por la vida militar. Sólo una suma de increíbles circunstancias han hecho posible el que nuestros caminos se cruzaran.

—De todas formas me gustaría que lo pensaras, no tienes por qué contestarme ahora.

—En cuanto sea posible debo acudir en busca de mi familia, o al menos de lo que me quede de ella. Hay asuntos que debo tratar —concluyó con una mirada extraña.

El príncipe pareció comprender.

—Antes de que se me olvide —dijo chasqueando los dedos—. Tengo algo para ti.

El príncipe se acercó a un pequeño arcón y sacó un rollo de papiro.

—Toma —dijo entregándoselo—. El faraón siempre cumple sus promesas.

Nemenhat le miró sorprendido mientras estiraba tímidamente su mano.

—Vamos, cógelo; es lo que deseabas. Dentro están escritas las órdenes oportunas para que le sean devueltas a Hiram cuantas posesiones tuviera en Egipto de forma inmediata. Está firmado por el dios. ¿Reconoces su sello?

Nemenhat vio como el príncipe desenrollaba el papiro y le mostraba el cartucho real.

—Gracias —apenas acertó a decir Nemenhat, no pudiendo ocultar una expresión de felicidad—. Es el mejor regalo que me podían ofrecer. Es mucho más que un obsequio, es… En verdad que el dios ha obrado en justicia con este hombre. No sé cómo expresarte la alegría que esto supone para mí.

—No hace falta que digas nada, brinda conmigo de nuevo —intervino el príncipe llenando ambas copas.

Volvieron a beber y, esta vez, a Nemenhat el vino le supo como nunca antes en su vida.

—Aún tengo otra cosa que decirte —continuó Parahirenemef tras apurar su copa.

—Te escucho.

—Lo que pediste a mi padre, he de confesarte que me sorprendió. Él incluso se extrañó que no solicitaras ninguna ventura para ti. Has de reconocer que es un poco inusual encontrar personas así en las épocas que corren. Pedir el favor del faraón por un amigo, cuando tantas desgracias se han cebado en tu persona, te honra y te ennoblece, créeme. Por ello, el dios me dio licencia para que te dispensara la gracia que creyera oportuna.

Nemenhat pareció desconcertado.

—He decidido ayudarte para que vuelvas a tu casa y… soluciones tus viejos problemas.

El joven le miró con ansiedad.

—Para ello he dispuesto un plan que es necesario que aceptes.

Nemenhat se aproximó al príncipe, exultante.

—Lo que quieras, príncipe. Haré cuanto sea preciso.

—Es muy sencillo —continuó Parahirenemef—. Hoy entre las pocas bajas que hemos sufrido se encuentra la tuya.

—¿La mía? No comprendo.

—Sí, hombre, la tuya. Cuando el escriba fue tomando nota de nuestros caídos en combate, uno de los nombres que apuntó fue el tuyo. Yo mismo se lo indiqué y, como comprenderás, el
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no iba a dudar de mi palabra. Así que, oficialmente estás muerto.

Nemenhat movía sus ojos de un lado a otro entendiendo de inmediato lo que aquello suponía.

—La lista se hará oficial mañana y se publicará en todo el país. Mañana, Nemenhat ya no existirá.

—Entonces, mi nombre…

—Deberás olvidarte de él; al menos durante algún tiempo. Tu nueva identidad es la del soldado que realmente murió.

—¿Y cómo se llamaba?

—Dedi.

—¿Dedi?

—Sí, ya sé que no suena a nombre de rancio linaje; el tuyo me gustaba mucho, pero qué quieres que le haga, el muerto se llamaba así. De todas formas, ahora que lo pienso, hubo un gran soldado que se llamaba igual, y llegó a ser comandante en jefe del ejército en tiempos de Tutmosis III.

—Dedi —murmuró Nemenhat disconforme.

—Lo siento, amigo, pero no es tan fácil enmascarar una cosa así. Un soldado caído al que nadie espera que regrese… Surgió la oportunidad y hubo que aprovecharla. Desde ahora te llamarás Dedi; si estás de acuerdo, por supuesto.

Nemenhat levantó su mirada llena de inmensa gratitud hacia el príncipe.

—Me parece bien.

—Magnífico; todo está preparado. Esta misma noche saldrás para Menfis en uno de los barcos de carga que parten hacia allí. Sé cauto y recuerda que, desde mañana, nadie espera volver a verte nunca; eso facilitará tus propósitos.

Nemenhat asintió en silencio.

—No me interesa saber cómo solucionarás tus problemas, pero te aconsejo que, cuando lo hagas, abandones Menfis durante una larga temporada. Sal del país, o si lo prefieres dirígete al sur. En Tebas te encontrarías a salvo, instálate allí y sé discreto. Si me necesitas, acude a la residencia que tengo allí y habla con Kheruef, mi mayordomo. En ese caso, muéstrale esto —dijo dándole una pulsera de malaquita que tenía unas extrañas inscripciones—. Él sabrá entonces cómo ayudarte.

Nemenhat apretó la pulsera entre sus dedos mientras creía que el corazón se le salía del pecho.

—Nunca pensé recibir semejante presente —dijo con los ojos velados por la emoción.

—No es ningún don; es la ayuda que prestaría a un hermano. Has demostrado lo que, para ti, representa la amistad y también tu generosidad.

Nemenhat se acercó al príncipe y ambos se abrazaron emocionados.

—No disponemos de mucho tiempo —balbuceó Parahirenemef al separarse.

—Donde quiera que me encuentre te llevaré en mi corazón. Nunca te olvidaré, príncipe.

Éste sintió un pequeño nudo en la garganta y luchó por evitar que alguna lágrima surgiera de sus ojos.

—Recuerda mi ofrecimiento, y todo cuanto te dije. Espero volverte a ver. Ahora, debes marchar.

Atardecía cuando la gabarra atracó en uno de los muelles de Per-Nefer. Éste mostraba la actividad típica de aquellas horas en las que los trabajadores se preparaban para regresar a sus casas. La noticia de la victoria del faraón se le había adelantado y pudo palpar de inmediato la alegría de la gente, en cuanto saltó a tierra. Respiró con deleite al sentir de nuevo el suelo menfita bajo sus pies, y su recién estrenada libertad. ¿O tal vez era nueva?, pues Nemenhat era, aquella tarde, más libre de lo que nunca había sido. No tenía ningún pasado por el que preocuparse, aunque sí tuviera un futuro, y esto le hacía tener la impresión de que, en cierta forma, acababa de nacer.

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