El ladrón de tumbas (68 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Min quedó impresionado con la narración de las batallas, abriendo sus ojos exageradamente, como solía hacer cuando algo le asombraba.

—Entonces, ¿estuviste cerca del faraón? —preguntó admirado.

—Casi tan cerca como ahora de ti.

—¿Y cómo es? Dicen que de su cuerpo surge una luz de una pureza cegadora.

Nemenhat sonrió.

—La misma que puede brotar de ti. Te aseguro que es un hombre como los demás, aunque su cara lleve marcadas sus innumerables preocupaciones. No envidio a Ramsés.

Min puso una expresión algo estúpida al no poder comprender lo que le decía.

—De cualquier modo, brindaré por él cada día —dijo Nemenhat levantando su copa—. Su magnanimidad sí que es propia de un dios.

—Aunque durante el resto de tu vida tengas que llamarte Dedi —intervino Nubet—. ¡Qué nombre tan horroroso!

—Él me trajo de nuevo a vosotros. Quizá también brinde por él.

Min lanzó una carcajada.

—Set me lleve si no te has aficionado al vino. El príncipe Parahirenemef ha hecho una buena labor contigo.

—Me dio sabios consejos, y me deseó encarecidamente que hiciera lo posible por conservar tu amor —dijo mirando a su esposa.

Ésta se sorprendió.

—¿Hablaste de mí al príncipe?

—Cada noche; y él no cesaba de decirme cuánto me envidiaba. Estaba prendado de tu nombre.

Nubet se ruborizó.

—En la ciudad tiene fama de mujeriego —intervino Min.

—Está lleno de nobleza y siempre le llevaré en mi corazón. Espero volver a verle algún día.

Nubet ocultó un bostezo con su mano, y al poco se disculpó para ir a dormir.

—No tardes, Nemenhat —dijo dulcemente al despedirse.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó Min cuando se quedaron solos.

—Debemos marcharnos de aquí. Menfis ya no es un lugar seguro para nosotros. Pero antes hay algunos asuntos que debo resolver. ¿Me ayudarás?

Min enarcó una de sus cejas.

—No hay nada que desee más. ¿Qué debo hacer?

—Te contaré mi plan.

El
khamsín,
«el que dura cincuenta días»
[221]
, llevaba ya varias semanas soplando con fuerza. Era un viento que llegaba del suroeste alimentado por todo lo que el desierto era capaz de darle, y que azotaba inmisericorde Egipto en el mes de
parmute
(febrero-marzo). Durante este período, el país entero quedaba envuelto por las constantes tormentas de arena que descargaban sobre él y que lo cubrían por completo. Nada se libraba a la furia de aquel ardiente viento, surgido de las entrañas de
Deshret
[222]
; ni tan siquiera el Nilo, que veía cómo sus riberas se cubrían de la espesa capa de arena que el aire transportaba.

Menfis parecía entonces vivir una ilusión y se transformaba en una ciudad espectral en la que los habitantes que osaban transitar sus calles, parecían ánimas vagando sin rumbo cierto, o quizá simples apariciones surgidas de entre una insondable espesura de polvo anaranjado.

Los ciudadanos conocían bien aquel fenómeno desde que Egipto existía, y durante los casi dos meses que solía durar, se amoldaban a él lo mejor posible. Evitaban recorrer las calles durante las horas diurnas, pues en ese período el viento aumentaba su intensidad, limitándose a hacerlo sólo cuando les era del todo indispensable.

La vida en la ciudad, por tanto, se ralentizaba notablemente, permaneciendo la mayoría de los vecinos dentro de sus casas con las puertas y ventanas cerradas para evitar que el finísimo polvo que había en el ambiente los invadiera. Mas aquél se colaba por los resquicios más inverosímiles, recordando al hombre su impotencia ante fenómenos de tal magnitud. Cuando, más adelante, la primavera trajera de nuevo el viento del norte, el fresco «aliento de Amón» haría desaparecer aquella situación, y la ciudad surgiría entonces prisionera por los extensos arenales, que sus habitantes se apresurarían en liberar.

Próximos a las últimas horas de la tarde, Nemenhat y Min erraban por las calles de Menfis rodeados de abrasadoras tinieblas. Cubiertos por largos lienzos de la cabeza a los pies, forcejeaban con el inhóspito viento intentando abrirse paso a través de él. Debido a su efecto, las túnicas se adherían a sus cuerpos perfilándolos en la difusa atmósfera. La visibilidad era tan reducida, que parecía cosa de magos el que los dos hombres pudieran caminar por aquel laberinto de callejuelas sin perderse. De vez en cuando, se detenían precavidos intentando adivinar si alguien les seguía. Mas la soledad era tal, que las calles parecían abandonadas, por lo que, al poco, se convencieron de que su única compañía era el aullido del vendaval.

Llegaron a la zona norte de la ciudad justo cuando la noche ensombrecía aún más las nubes de polvo; se sentaron junto a un muro próximo, y esperaron. Cuando la oscuridad fue total, las ráfagas de viento comenzaron a disminuir paulatinamente y la tormenta pareció cesar. Enseguida ambos empezaron a notar el aire más claro y a reconocer cuanto les rodeaba.

Nemenhat pasó los dedos por sus párpados frotándoselos suavemente para limpiarlos de arena. Le escocían desagradablemente, así que los mantuvo unos instantes cerrados intentando que no le entrara polvo mientras se los restregaba. Cuando los abrió de nuevo, volvió a explorar el entorno que ahora se distinguía con mayor claridad, a la vez que en su rostro se dibujaba una vaga sonrisa al comprobar que se encontraba frente a la casa de Seher-Tawy.

Acurrucados junto a aquella pared que les encubría de cualquier mirada, Min y Nemenhat permanecieron cual si fueran esfinges de piedra; inmóviles y silenciosos.

Ambos dejaron transcurrir un tiempo, imposible de precisar, tras el cual vieron cómo se abrían las ventanas en las casas del vecindario, aprovechando que el viento parecía haberse calmado, observando cómo una débil luz iluminaba el dormitorio principal de la casa del juez a través de las persianas entreabiertas.

Durante noches, Nemenhat había vigilado discretamente aquella casa, haciéndose una clara idea de cuáles eran las costumbres de sus habitantes. El juez resultó ser un hombre de hábitos rutinarios. Todas las noches encendía la lámpara de su habitación a la misma hora y tras un período de tiempo regular, la apagaba. Su esposa, la señora Nitocris, podía decirse que llevaba una vida bien distinta, y ambos dormían en dormitorios separados, algo muy usual entre la clase acomodada egipcia.

Como en noches anteriores, la luz se apagó a la hora prevista y la casa quedó a oscuras. Los dos amigos esperaron durante un tiempo prudencial, hasta que los últimos ecos de las voces de los sirvientes se apagaron y de nuevo el silencio pareció gobernar el lugar.

Se incorporaron con cautela y se aproximaron a la pequeña valla de adobe situada al otro lado de la calle permaneciendo unos instantes junto a ella, asegurándose que nadie les había visto; seguidamente la saltaron.

Atravesaron el pequeño jardín como dos sombras furtivas dentro de la más absoluta oscuridad, luego, al llegar junto a la casa, Min se agachó y Nemenhat subió sobre sus poderosos hombros; acto seguido, el africano se levantó y su amigo se alzó de pie sobre él asiéndose a la balaustrada del balcón que daba al dormitorio del juez. Antes de tomar impulso para saltar, Nemenhat extendió uno de sus brazos para coger la pequeña bolsa que Min le ofrecía; después se encaramó con agilidad a la barandilla y, tras franquearla, se encaminó hacia la habitación.

Entró con facilidad por la ventana entreabierta y se mantuvo muy quieto, intentando atisbar en la penumbra. Todo estaba en calma y enseguida escuchó claramente la regular respiración de Seher-Tawy mientras dormía. Avanzó muy lentamente, con cuidado de no tropezar con algún pequeño obstáculo que pudiera delatarle, hasta que se encontró con el borde de la cama donde descansaba el juez. La rodeó con precaución hacia su izquierda, hasta quedar situado justo a los pies de ella.

Acarició las sábanas con suavidad; eran de lino, cuyo tacto tanto le agradaba, y tras deslizar sus manos por ellas, asió uno de sus extremos y lo levantó levemente. Acto seguido, cogió la pequeña bolsa que llevaba y aproximándola al lecho la abrió con sumo cuidado mientras la sujetaba por su parte trasera. Notó entonces cómo unos cuerpos se movían ansiosos al encontrar, al fin, una salida a su desagradable encierro, deslizándose suavemente a través de aquel hueco al interior de la cama; después, Nemenhat volvió a remeter las sábanas de nuevo dejándolas tal y como estaban. Enseguida retrocedió con la misma precaución con que había entrado hasta llegar a la ventana; acto seguido, salió de la habitación.

Abajo, un ansioso Min le recibió entre sus brazos, y ya en el jardín, saltaron de nuevo la tapia y desaparecieron sin intercambiar ni una palabra.

Tardaron más de media hora en llegar a la casa de Irsw. El viento casi se había encalmado y, aunque la visibilidad había mejorado sensiblemente, el ambiente se hallaba espesamente cargado por el polvo en suspensión que gravitaba sobre Menfis.

—Al amanecer volverá a arreciar —indicó Min lacónicamente.

Nemenhat no dijo nada, limitándose a resguardarse tras una solitaria palmera que había junto al camino. Desde allí intentó divisar la casa del sirio, pero las cortinas de polvo creaban imágenes difusas.

—Hay que saltar la empalizada y aproximarse más. Desde aquí es imposible ver nada —susurró Nemenhat.

Min apenas hizo un leve movimiento con la cabeza mientras los dos se situaban junto al muro; un instante después, ambos se encontraban dentro. Caminaron por el enorme jardín de la villa de Irsw, bordeando uno de los estanques repleto de nenúfares en dirección a la borrosa forma que aquella noche ofrecía la casa. Ya cercanos a ella, se escondieron tras unos arbustos de alheña y vigilaron los alrededores. Aquella atmósfera pesada parecía provocar una extraña calma en el lugar, y no se oía nada. Pasaron los minutos y una luz se encendió en una de las habitaciones del piso superior; acto seguido, parecieron descorrerse unas cortinas y una grotesca figura salió a la terraza. Se apoyó un momento en la barandilla, pero enseguida se dio la vuelta entrando de nuevo en la habitación con andar cansino; era Irsw.

Desde hacía algún tiempo, Irsw estaba teniendo problemas con sus erecciones. Al principio no le dio demasiada importancia, atribuyéndolo al abuso que, por lo general, hacía del alcohol, y que solía producirle frecuentes estados de ebriedad. Un hombre como él, tan aficionado a los apetitos carnales, consideró la situación, dejando de beber con aquella asiduidad durante unos meses. Pero el resultado no fue todo lo bueno que hubiera deseado, así que, enseguida buscó otro motivo que fuera el causante de tan molesto problema.

Tras mucho cavilar, llegó a la conclusión de que debía cambiar a todas las muchachas que trabajaban en su casa, pues si ninguna le proporcionaba placer, no le servían para nada. Estaba aburrido de ellas y su libido seguramente se lo agradecería.

Llenó entonces su mansión con las jóvenes más adorables que se pudieran poseer en Menfis. Un hombre que, como él, poseía tan inmensa fortuna, no tuvo reparos en encargar doncellas de todos los puntos del mundo conocido, llegando a formar en su casa un gineceo de un exotismo del que carecía el mismísimo faraón. Mas el problema continuó.

La núbil adolescente llevaba manoseándole el miembro durante casi una hora. Era una hermosa muchacha, natural de uno de los pueblos del sur próximos a la lejana Kush, poseedora de un cuerpo de ensueño; como el sirio nunca había visto en su vida. Tenía una piel tan suave, que su tacto ya era capaz, por sí solo, de enervar el miembro más alicaído. Nunca Irsw había tocado nada que se le pudiera parecer y sin duda resultaba el más exquisito de los bocados… incluso hasta para los dioses. Sus rasgos eran tan bellos, que el sirio se pasaba a veces horas mirándola embobado, recreándose en cada facción de su cara, en sus enormes ojos que le recordaban a los de las hermosas gacelas, y en aquella boca por la que se volvía loco. Le gustaba verla caminar, siempre envarada, con su largo cuello manteniendo erguida su cabeza mientras iba de acá para allá. Su oscura piel, propia de las razas que habitaban tan lejanas regiones, la hacía parecer todavía más esbelta de lo que de por sí ya era y al incidir sobre ella los rayos del sol, creaban en ocasiones efectos tornasolados que emocionaban al sirio.

Ahora, mientras sentía su pene flácido entre las manos de la joven, Irsw se vio de repente cara a cara con la mayor de las catástrofes. Hizo un esfuerzo sobrehumano intentando concentrarse mientras acariciaba tan gráciles pechos, e incluso la empujó suavemente su cabeza para que se introdujera el glande en su boca, pero todo parecía inútil. La joven hizo acopio de todos sus recursos para intentar que aquel falo cobrara vida, pero no hubo forma.

Irsw estaba aterrorizado; si una diosa como aquélla no era capaz de hacerle reaccionar, significaba que su situación era absolutamente desesperada.

Apartó bruscamente a la joven gruñendo de impotencia, y la despidió de muy malos modos. Acto seguido se sirvió vino en la copa que tenía sobre su mesilla y bebió largamente. Permaneció unos instantes muy quieto, sentado sobre la cama con los ojos en blanco. Luego se miró su pequeño miembro y lo toqueteó un poco arriba y abajo, pero aquello no debió resultarle grato, pues lanzó un bufido levantándose después para encaminarse a la estancia de al lado que hacía las veces de retrete.

Nemenhat, en cuclillas junto a la puerta que daba acceso a la terraza, había sido mudo testigo de la escena. Con aquella frialdad de la que solía hacer gala, su penetrante mirada no había perdido detalle de cuanto allí había ocurrido, sin hacerle cambiar el gesto. Cuando, tras despedir a la chica, observó a Irsw salir de la habitación, vio llegada la oportunidad que desde hacía rato esperaba.

Casi de puntillas, se introdujo en el dormitorio dirigiéndose hasta la mesita situada junto a la cabecera de la cama. Permaneció un momento con todos los sentidos alerta, oyendo claramente cómo la orina de Irsw golpeaba en el orinal. Sacó un pequeño recipiente de entre sus ropas y vertió su contenido en la copa que había sobre la pequeña mesa, revolviéndolo con el poco vino que quedaba. Acto seguido, volvió a aguzar su oído, justo para escuchar cómo Irsw acababa de orinar y lanzaba una sonora ventosidad.

De nuevo de puntillas, Nemenhat abandonó el dormitorio saliendo otra vez a la terraza donde se volvió a esconder. Vio a Irsw entrar en la estancia y sentarse sobre la cama pensativo. El sirio se rascó un momento la cabeza y volvió a levantarse para tomar la copa que tenía sobre la cercana mesa; se la llevó a sus labios, y la apuró de un trago. Debió sorprenderse desagradablemente al ver la poca cantidad que quedaba, pues asió de nuevo el ánfora y se sirvió más vino. Esta vez lo bebió con aparente deleite y pareció sentirse satisfecho cuando depositó de nuevo la copa, ya vacía, sobre la mesilla. Luego se tumbó en la cama estirándose mientras bostezaba, y apagó la luz.

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