El legado de la Espada Arcana (15 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Ahora fui yo quien se detuvo a contemplarla. Mi vida hizo una pausa, en ese momento, para estudiarla, y cuando la vida se reanudó, al cabo de un segundo, ya no volvió a ser la misma. Aunque no volviera a verla, su imagen jamás se borraría de mi mente.

Una cabellera revuelta, espesa y negra cayó en una cascada de rizos desordenados desde un punto central, para brillar en exuberantes mechones sobre los hombros. Las cejas también eran gruesas, negras y rectas, lo que le daba un aspecto severo e introspectivo que quedó disuelto por la repentina y deslumbradora luz de unos enormes y brillantes ojos negros. Ése era el legado de su padre; su madre le había transmitido el rostro oval y la barbilla puntiaguda, y la gracia y soltura de movimientos.

No la amé. El amor era imposible en aquel primer instante de nuestro encuentro, pues el amor es algo que sucede entre humanos y ella era algo extraordinario, no realmente humana. Habría sido como enamorarse de una imagen de un cuadro o de una estatua en un museo. Me sentía asombrado, admirado.

La hija de Próspero, me dije interiormente, recordando a Shakespeare. Y entonces me burlé de mí mismo, al recordar sus palabras, al ver a los extranjeros que la magia de su padre había arrastrado a la orilla: «¡Cuántas criaturas hermosas veo aquí! ¡Qué hermosa es la raza humana!».

Comprendí por su rápida mirada que me recorrió con curiosidad y poco más, que yo no le proporcionaba imágenes de valerosos mundos nuevos, pero que, sin embargo, le interesaba. Aunque tenía la compañía de sus padres, la juventud anhela la compañía de los suyos, para compartir sueños recién descubiertos y esperanzas en ciernes que pertenecen sólo a los jóvenes.

Pero por el momento, su primera preocupación era su madre. Puso los brazos sobre sus hombros en actitud protectora y nos miró con osadía, acusadora, las negras cejas unidas formando una recta línea.

—¿Quiénes sois? ¿Qué le habéis dicho para trastornarla? ¿Por qué no dejáis de importunarnos?

Gwen levantó la cabeza, se secó las lágrimas, y consiguió esbozar una sonrisa.

—No, Eliza, no hables en ese tono. Este hombre no es como los otros. Es uno de nosotros. Éste es el Padre Saryon. Ya has oído hablar de él. Es un viejo amigo a quien tu padre y yo queremos mucho.

—¡Padre Saryon! —repitió Eliza, y la gruesa línea desapareció, los ojos negros se tornaron brillantes y luminosos, como el sol al brillar tras una tormenta—. Desde luego, he oído hablar del Padre Saryon. ¿Habéis venido a enseñarme? Padre, decía que yo tenía que ir a vos, pero no hacía más que posponerlo y ahora ya sé por qué... ¡vos habéis venido a mí!

Saryon enrojeció, volvió a tragar saliva, y turbado, miró a Gwen en busca de orientación, para saber qué decir.

Ella no fue capaz de prestarle ayuda, pero su mediación no fue necesaria porque la rápida mirada de Eliza pasó de uno al otro y comprendió su error. La luz se oscureció.

—¿No es ése el motivo por el que habéis venido? Claro que no. Mi madre no lloraría si fuere ése el caso. ¿Por qué estáis aquí, entonces? Vos y vuestro... —volvió su resplandeciente mirada hacia mí, e intentó adivinar—, ¿vuestro hijo?

—¡Reuven! —exclamó Saryon. Giró en redondo y extendió la mano, instándome a avanzar—. ¡Muchacho, perdóname! Eres tan silencioso... olvidé que estabas aquí. Es mi hijo por afecto, aunque no por nacimiento. Nació en Thimhallan, nació aquí en El Manantial, en realidad, ya que su madre era una catalista.

Eliza me contempló con fría intensidad y de repente tuve otro de aquellos extraños fogonazos, como el que había experimentado antes, en el que me pareció estar mirando a través de una ventana a otra vida.

Me vi a mí mismo como catalista, de pie entre una multitud de catalistas. Íbamos vestidos con nuestras mejores túnicas ceremoniales, todos muy juntos, las tonsuradas cabezas inclinadas en señal de respeto. Y ella pasó junto a nosotros, regia, elegante, cubierta de sedas y joyas, nuestra reina. Levanté la cabeza, en una terrible osadía, para mirarla y ella se giró en aquel momento y me miró. Me había estado buscando entre la muchedumbre, y sonrió al verme.

Le devolví la sonrisa, compartimos un momento secreto, y luego, temiendo que mis superiores se dieran cuenta, bajé la mirada. Cuando volví a osar levantarla de nuevo —con la esperanza de que tal vez siguiera mirándome—, no vi más que su espalda, e incluso ésta desapareció, pues la seguían todos sus cortesanos, todos ellos a pie. A pie. ¿Por qué me pareció eso tan extraño?

La imagen desapareció de delante de mis ojos, pero no desapareció de mi mente. En realidad era tan nítida que las palabras «Su Majestad» afloraron a mis labios y creo que las habría pronunciado en voz alta, de haber podido hablar. Como no era así, me sentí perplejo y desorientado, de un modo muy parecido a como me sentí cuando Mosiah nos permitió que regresáramos a nuestros cuerpos.

En cuanto me recuperé, le indiqué por señas que me sentía honrado y satisfecho de conocer a aquellos que ocupaban un lugar especial en el corazón de mi señor.

Eliza abrió los ojos de par en par al contemplar los veloces movimientos de mis manos.

—¿Qué es lo que hace? —inquirió, con la franqueza y honestidad de una criatura.

—Reuven es mudo —explicó Saryon—. Habla con las manos. —Y les repitió en voz alta lo que yo había dicho.

Gwendolyn me dedicó una sonrisa preocupada y dijo que era bienvenido. Eliza me evaluó, estudió de arriba abajo con descarada curiosidad. Lo que vio fue a un hombre joven de estatura mediana, tamaño medio, con cabellos largos de color rubio sujetos hacia atrás para dejar al descubierto un rostro que siempre parecía inspirar en las mujeres un afecto fraternal. Honrado, dulce, amable eran palabras que las mujeres usaban para describirme. «Por fin un hombre en quien puedo confiar», decían. Y a continuación pasaban a contármelo todo sobre los hombres a los que amaban.

En cuanto a lo que yo vi en Eliza, la estatua iba adquiriendo vida y calidez, convirtiéndose en humana.

Gwendolyn me miró, y dio la impresión de que acababa de adquirir una nueva preocupación, aunque una mirada en dirección a Eliza la tranquilizó. Volviéndose hacia Saryon, Gwen se lo llevó aparte, para hablarle en voz baja y suplicante. Eliza se quedó allí inmóvil, con la mirada fija en mí.

Mi situación era muy embarazosa e incómoda. Nunca antes había maldecido mi defecto físico como lo hacía ahora. De haber sido un hombre como cualquier otro, podría haber hablado con ella.

Pensé en sacar mi agenda electrónica, y escribir en ella. ¿Escribir qué? ¿Alguna necedad? «Qué día tan magnífico. ¿Le parece que va a llover?»

No, pensé. Será mejor mantener la agenda cerrada.

Pero deseaba hacer algo para que siguiera manteniendo su interés por mí. Ella ya empezaba a volver la cabeza, para mirar a su madre y a Saryon, y a mí se me acababa de ocurrir la idea de arrancar una flor y ofrecérsela, cuando escuché un golpe sordo a mis pies.

—¡Teddy! —exclamó ella con un grito de alegría.

A mis pies yacía un oso de juguete; muy estropeado, con la mayor parte del pelaje desaparecido, y sin una de las orejas.

La muchacha se agachó veloz, recogió el oso y lo alzó en el aire entre gritos de satisfacción.

—¡Mira, Madre, Reuven ha encontrado a Teddy!

Gwen y Saryon interrumpieron su conversación para mirar, y Gwen sonrió, con una sonrisa tensa.

—Qué bien, querida.

Saryon me dirigió una mirada de inquietud, pero yo no pude hacer más que encogerme de hombros, impotente.

Alrededor del cuello, Teddy lucía una cinta naranja.

10

—Sin embargo, allí estaba yo, una perfecta tetera colocada sobre su escritorio.

Simkin
, El Triunfo

—He tenido a Teddy desde que era una niña pequeña —dijo Eliza, acunando al muñeco.

Yo no había visto en mi vida a un oso de trapo de expresión más satisfecha y autosuficiente. Me hubiera gustado estrangularlo.

—Lo encontré en una de las zonas viejas de El Manantial —prosiguió ella—, donde acostumbraba jugar. Sin duda había sido una guardería, porque había también otros juguetes. Pero a mí el que más me gustó fue Teddy. Le contaba todos mis secretos. Era mi amigo, mi compañero de juegos —dijo, y un deje de melancolía apareció en su voz—. Impidió que me sintiera sola.

Me pregunté si la madre de Eliza sabía la verdad, que Teddy era, en realidad, Simkin; aunque se podría afirmar que Simkin y la realidad tenían muy poco que ver entre sí.

Gwendolyn se mordió el labio y dirigió una mirada a Saryon, pidiéndole que callara.

—Perdí a Teddy hace años —iba diciendo la joven—. No recuerdo muy bien cómo. Un día estaba ahí y al siguiente, cuando lo fui a buscar, había desaparecido. Buscamos y buscamos, ¿verdad, mamá?

Me miró a mí y luego a Saryon.

—¿Dónde lo encontrasteis?

Mi señor se quedó, de momento, tan mudo como yo. Era un desastre mintiendo, de modo que yo le dije por señas que habíamos encontrado el muñeco cerca de la Frontera. No era exactamente una mentira, así que Saryon, con voz desfallecida, repitió lo que yo había dicho.

—¡Me gustaría saber cómo pudo llegar ahí! —exclamó Eliza, maravillada.

—Quién sabe, criatura —intervino su madre con energía, al tiempo que se alisaba la falda con las manos—. Y ahora deberías ir a buscar a tu padre. Dile que... ¡no, espera! Por favor, Padre... ¿No existe otro modo?

—Gwendolyn —respondió él pacientemente—, el asunto por el que he venido es muy urgente. Y muy serio.

Ella suspiró, inclinó la cabeza, y, con una sonrisa forzada, ordenó a su hija:

—Di a Joram que el Padre Saryon está aquí.

Eliza se mostró indecisa. La alegría por haber recobrado el juguete se desvaneció a la vista del rostro preocupado de su madre. Por un instante había vuelto a ser una niña; pero aquel instante había pasado, desaparecido para siempre.

—Sí, mamá —respondió con voz sumisa—. Tal vez tarde un poco. Está en los pastos más alejados. —Y entonces me miró y su hermoso rostro se iluminó—. ¿Podría... podría venir Reuven conmigo? Decís que nació en El Manantial. Tenemos que atravesarlo para llegar hasta allí. A lo mejor le gustaría volver a verlo.

—No sé cómo reaccionaría tu padre, criatura. —Gwen se mostró vacilante—. Que un extraño aparezca de repente ante él, sin advertencia previa. Es preferible que vayas sola.

La expresión luminosa de la muchacha empezó a apagarse. Fue como si una nube se interrumpiera ante el sol.

—Muy bien —concedió su madre—. Reuven puede ir si lo desea; pero antes adecéntate un poco, Eliza. No le puedo negar nada —añadió dirigiéndose a Saryon en voz baja, medio orgullosa, medio avergonzada.

Y ése era el motivo de que no le hubieran quitado a «Teddy», cuando tanto Gwen como Joram sabían perfectamente que el muñeco no era un auténtico muñeco. Podía imaginar la sensación de culpa que ambos sentían por verse obligados a criar a su hija en soledad. La propia infancia de Joram había estado llena de amargas privaciones y soledad, y sin duda lo consideró un triste legado para una hija, una herencia que le dolía profundamente.

Eliza depositó a Teddy en un cesto de flores y le advirtió entre risas que no se moviera y volviera a perderse por ahí.

—Por aquí, Reuven —me dijo, sonriente.

Yo me había ganado su favor con el «descubrimiento» del oso, algo en lo que en realidad no había tenido parte. Eché un vistazo al muñeco mientras seguía a la joven. Los negros botones que eran los ojos de Teddy giraron sobre sí mismos, y el muñeco me guiñó un ojo.

Coloqué la mochila junto al oso, aunque saqué mi agenda electrónica para llevarla conmigo. Saryon y Gwendolyn se sentaron a la sombra en un banco de piedra. Eliza y yo atravesamos el jardín. Ella soltó la falda arrollada a su cintura para cubrirse las piernas, luego se echó el sombrero de ala ancha sobre el rostro, recogiéndose los cabellos y dejando su rostro en sombras. Caminaba deprisa, con largas zancadas, de modo que tuve que adaptar mi acostumbrado modo de andar pausado para mantenerme a su altura.

La muchacha no dijo nada mientras cruzamos el jardín. Yo, claro está, mantuve mi acostumbrado silencio. Pero la situación resultaba agradable. No era un silencio vacío, pues lo llenábamos con nuestros pensamientos, y así lo convertíamos en sociable. Que sus pensamientos versaban sobre cosas graves, lo pude deducir por la expresión sombría de su rostro en sombras.

Un muro rodeaba el jardín, la joven abrió una verja y me invitó a pasar al otro lado, descendiendo por unos escalones, que zigzagueaban por la ladera de la montaña. El panorama desde aquella altura, que daba a los otros edificios de El Manantial —algunos en pie, la mayoría desmoronándose— era imponente. La piedra gris recortada contra las verdes laderas. Las cumbres de las montañas contra el azul del cielo. Los árboles macizos verde oscuro contra el verde claro de la hierba. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, sin haberlo convenido, ambos nos detuvimos sobre los estrechos peldaños para contemplarlo y admirarlo.

Ella había pasado delante, para indicar el camino, y ahora volvió la cabeza para mirarme, ladeando el rostro para verme por debajo del ala de su sombrero de paja.

—¿Te parece hermoso? —preguntó.

Asentí. No habría podido hablar ni aunque hubiera querido.

—Yo también —repuso ella con satisfacción—. A menudo me detengo aquí cuando bajo. Vivimos ahí abajo —añadió, señalando un edificio largo y bajo adosado a otro mucho más grande—. Mi padre dice que es la parte de El Manantial donde vivían los catalistas. Hay una cocina y un pozo de agua.

»Mi padre hizo unos telares para mi madre y para mí, e hilamos nuestro propio hilo, tejemos nuestras ropas de lana. Ésta proviene de las ovejas, claro. Y la biblioteca también está allí. Cuando acabamos el trabajo, leemos. A veces juntos, a veces por separado.

Descendíamos por las escaleras mientras hablábamos. O más bien debería decir, mientras ella hablaba; pero con ella no me sentía como si estuviera metido en una conversación unilateral. En ocasiones la gente, desconcertada por mi defecto físico, habla a mi alrededor en lugar de hablarme a mí, y eso me entristece.

—Papá lee libros sobre carpintería y jardinería —siguió ella, hablando ahora de libros—, y todo lo que encuentra sobre ovejas. Mamá lee libros de cocina, aunque los que más le gustan son los libros sobre Merilon y los tratados de magia. De todos modos, éstos nunca los lee cuando papá está cerca, porque él se entristece.

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