El legado de la Espada Arcana (14 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Levanté los ojos hacia el cielo azul, vi unas nubes blancas que se desplazaban veloces y se encontraban tan cerca que daba la impresión de que podía alargar la mano y tocarlas.

Saryon estaba a mi lado, mirando a su alrededor con la expresión ávida, melancólica y ansiosa de quien por fin ha regresado a un lugar donde se forjaron recuerdos dolorosos y también agradables. Nos encontrábamos sobre las murallas de lo que en una ocasión había sido una gigantesca ciudad/fortaleza.

—Han cambiado tantas cosas... —murmuró, moviendo la cabeza con expresión algo aturdida. Se acercó más a mí, me cogió del brazo, y señaló—: Allí arriba, en la cima de la montaña, construida del pico mismo de la montaña, estaba la catedral. Ha desaparecido. Desaparecido por completo. Debió derrumbarse más tarde, después de que nos marcháramos. Nunca lo supe.

Contempló fijamente las ruinas, que estaban esparcidas por la ladera, luego se volvió y miró en otra dirección. Su tristeza se mitigó un poco.

—La Universidad sigue ahí. Mira, Reuven. El edificio de la ladera de la montaña. Magos de todo Thimhallan venían a estudiar aquí, a perfeccionar su arte. Yo estudié matemáticas aquí. ¡Qué horas tan felices!

Túneles y pasillos se hundían en la montaña. La Iglesia había llevado a cabo su tarea aquí, y sus catalistas vivían y trabajaban dentro de la montaña, pero rendían culto en la cima. En las profundidades de la montaña estaba el Pozo de la Vida, la fuente de la magia de Thimhallan, ahora vacío y roto.

Se me ocurrió, de repente, que —de no haber sido por Joram y la Espada Arcana— yo podría ser un catalista ahora, deambulando por aquellos corredores, yendo y viniendo prepotente con encargos de la Iglesia. Me imaginaba a mí mismo con toda claridad, como si aquella misma persiana que se había abierto para mostrar la luz solar me hubiera proporcionado también una imagen de otra vida. Miré por aquella ventana y me vi a mí mismo mirando hacia dentro de nuevo.

Saryon veía su pasado. Yo mi presente. Resultaba estimulante e inquietante, pero a la vez muy agradable. Ésta era la tierra donde había nacido. Yo era parte de esta montaña, de la arena, los árboles, el cielo. Aspiré una buena bocanada de aire vivificante, y me sentí inspirado. Y aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo, creo que —en ese momento— habría podido extraer Vida de lo que me rodeaba, concentrarla en el interior de mi cuerpo y transmitirla.

Un sonido trastornó mi ensoñación, y la inquietud por mi señor me devolvió a la realidad.

Saryon tenía la cabeza inclinada, y se pasaba rápidamente la mano por los ojos.

—No importa —dijo, cuando yo iba a darle algo de consuelo—. No importa. Fue lo mejor, lo sé. Lloro por la belleza que se destruyó, eso es todo. No podía durar demasiado. La fealdad lo habría invadido todo, y como en Camelot, todo podría haber quedado destruido y perdido irremediablemente. Al menos nuestra gente sigue viva y sus recuerdos perviven, y la magia perdura para los que la buscan.

Yo no la había buscado, y sin embargo había venido a mí. Yo no era un desconocido para este mundo, y él me recordaba, aunque yo no lo recordaba a él.

Al igual que Saryon, había vuelto a casa.

9

—Correré hacia Joram y él me tomará en sus brazos y estaremos juntos para siempre...

Gwendolyn
, La Profecía

—¡Vaya! —se oyó decir a una voz irritada desde las inmediaciones de la mochila—. ¿Os vais a pasar aquí todo el día diciéndoos sensiblerías? Me muero de aburrimiento... el mismo triste destino que tenía reservado el duque de Uberville, que era un viejo fastidioso tan aburrido que se aburrió a sí mismo y se murió por falta de interés.

Pensé en volcar la mochila y registrarla en busca de Simkin, pero hacerlo nos habría hecho perder un tiempo precioso. Había pasado horas encargándome de que todo encajara en su interior y me disgustaba la idea de tener que hacerlo de nuevo.

—Si no le hacemos caso, a lo mejor se irá —dije por señas a Saryon.

—Lo he oído —respondió Simkin—. Y os puedo asegurar ¡que no funcionará!

Me quedé perplejo porque yo no había hablado, y no creía que ni siquiera Simkin pudiera haber aprendido el lenguaje mímico en las pocas horas que hacía que nos conocíamos.

Saryon se encogió de hombros y esbozó una sonrisa irónica.

—La magia vive —musitó, y había una calidez en su mirada que secaba rápidamente sus lágrimas.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Eso es lo que intento averiguar —respondió Saryon, mirando hacia abajo desde nuestra posición en las murallas.

—Yo lo sé —dijo una voz ahogada procedente del interior de la mochila, que a continuación añadió malhumorada—: pero no lo pienso decir.

A nuestros pies había un patio, con las losas del pavimento agrietadas y cubiertas de abundante vegetación, salpicada de varias clases de flores silvestres. En el otro extremo del patio había un edificio largo y bajo con innumerables ventanales, para dejar entrar la luz del sol. Algunas se habían roto, pero los agujeros habían sido hábilmente cubiertos con trozos de madera. Aquí y allá, por todo el patio, se había llevado a cabo algún intento de arrancar las malas hierbas, barrer las hojas secas y hacer más atractivo el lugar.

—¡Ah, sí! En ese edificio —Saryon señaló la construcción del otro extremo del patio— los
Theldara
, los hacedores de salud, tenían la enfermería. Ahora ya sé dónde estoy.

—¿Te conté lo de la vez en que el
Theldara
vino a atender a mi hermana pequeña de la tiña? ¿O fue de la solitaria? Estoy seguro de que existe una diferencia. Una te come y tú te comes la otra. Aunque no es que le importara demasiado a la pobrecita Nan, porque se la comieron los osos. ¿Dónde estaba yo? Ah, sí, el
Theldara
. Vino...

Simkin siguió parloteando, y Saryon dio la vuelta y empezó a andar por las murallas, dirigiéndose a unas escaleras que descendían hasta el patio.

—Ahí, al otro lado, había un jardín donde cultivaban hierbas y otras plantas medicinales. Un lugar silencioso, tranquilo y relajante. Vine une vez. Una persona excelente, aquel
Theldara
. Intentó ayudarme, pero no lo consiguió. Me era casi imposible ayudarme a mí mismo, lo cual suele ser siempre el primer paso.

—Parece como si alguien viviera aquí —dije por señas, señalando a las ventanas tapadas con tablas.

—Sí —asintió él con energía—. Sí, éste sería un lugar magnífico para que Joram y su familia vivieran en él, con acceso a las partes interiores de El Manantial.

—Qué divertido —fue la opinión emitida por la mochila.

Al volver la esquina del muro de contención, encontramos más indicios de que el lugar estaba habitado. Una parte del patio por el que el gran Patriarca Vanya había paseado con gran pompa y ceremonial, se había convertido ahora, aparentemente, en una lavandería; varias tinas enormes descansaban sobre las losas del suelo y se habían atado cuerdas entre dos árboles decorativos. Ondeando en las cuerdas se veían camisas y enaguas, sábanas y ropa interior, que se secaban al sol.

—¡Están aquí! —exclamó Saryon y tuvo que detenerse un instante para recuperar fuerzas.

Hasta este momento se había negado a creer que por fin, tras todos estos años, vería al hombre al que quería tanto o más que a un hijo.

Recuperado el ánimo, Saryon se adelantó con paso apresurado, sin pensar en realidad adónde iba, sino que dejaba que la memoria le mostrara el camino. Rodeamos las tinas y pasamos bajo la ropa tendida.

—La bandera de Joram... una camisa de dormir. Bueno, lo representa —dijo Simkin.

Una puerta conducía al interior de la vivienda, y al mirar por una ventana, vimos una estancia iluminada por la luz del sol, con cómodos sofás y sillas, y mesas decoradas con cuencos llenos de flores. Saryon vaciló un instante, y con mano temblorosa golpeó la puerta con los nudillos. Aguardamos.

No hubo respuesta.

Insistió, mirando fijamente, esperanzado, por el cristal de la ventana.

Yo aproveché para registrar la zona. Tras recorrer el edificio a lo largo, me asomé a la esquina y me encontré con un amplio jardín. Regresé apresuradamente hasta mi señor y tiré de su manga al tiempo que le indicaba que me siguiera.

—¿Los has encontrado? —preguntó.

Hice un gesto de asentimiento y levanté dos dedos. Había encontrado a dos de ellos.

Permanecí rezagado cuando él entró en el jardín. Las mujeres se sobresaltarían, tal vez se asustarían, y era mejor que lo vieran primero a él y solo.

Las dos se encontraban trabajando en el jardín, con las largas faldas de color crema plegadas alrededor de la cintura, las cabezas protegidas del sol por grandes sombreros de paja de ala ancha y las mangas arremangadas hasta más arriba del codo, mostrando unos brazos tostados por el sol. Ambas trabajaban con la azada, los brazos y las herramientas que sostenían subiendo y bajando con rapidez para asestar fuertes golpes contra el suelo.

Unas campanillas que colgaban de un porche tras ellas, entonaban una suave musiquilla para alegrarles la tarea. El aire estaba impregnado del suntuoso aroma del mantillo recién removido.

Saryon se adelantó con piernas temblorosas. Abrió la verja que daba acceso al jardín, y sus energías y valor lo abandonaron antes de que pudiera avanzar un paso más. Extendió una mano para apoyarse en el muro del jardín e intentó, creo que varias veces, pronunciar un nombre, pero su voz se había quedado tan muda como la mía.

—¡Gwendolyn! —dijo por fin, y pronunció el nombre con tanto amor y ansiedad que nadie que lo oyera podría haberse asustado.

Ella no sintió ningún temor. Puede que sorprendida, al oír una voz extraña donde ninguna voz extraña había hablado en veinte años. Pero no sintió miedo. Dejó de mover la azada, levantó la cabeza y se volvió en dirección al lugar de donde había llegado la voz.

Reconoció a mi señor al instante. Soltó la azada y corrió hacia él cruzando por en medio del jardín, sin importarle las plantas que aplastara, ni las flores que pisoteara. En su apresuramiento, el sombrero salió volando por los aires y una masa de cabellos, largos y dorados, se desparramó por su espalda.

—¡Padre Saryon! —gritó, y colgó sus brazos del cuello de mi señor.

Él la abrazó con fuerza, y los dos permanecieron así, llorando y riendo a la vez.

Su encuentro era algo sagrado, un momento personal y especial para los dos. Me pareció que incluso mirar era una forma de intrusión, y por lo tanto, respetuoso y con más que considerable curiosidad, dirigí mi mirada a la hija.

Ésta había dejado de trabajar, y de pie, muy erguida, nos contemplaba bajo la amplia ala de su sombrero. En figura y estatura era idéntica a su madre, de complexión mediana, grácil de movimientos. Que estaba acostumbrada al trabajo físico quedaba bien patente en los bien marcados músculos de sus piernas y brazos desnudos, en su postura erguida. No veía su rostro, que quedaba oculto por la sombra del sombrero; y ella no se acercó más, permaneciendo donde estaba.

Tiene miedo, me dije, pero ¿quién podía culparla? Había crecido apartada, aislada, sola.

Gwendolyn había dado un paso atrás, fuera de los brazos del catalista, aunque no fuera de su alcance, para mirarlo cariñosamente a los ojos mientras él la contemplaba a ella.

—¡Padre, cómo me alegro de volver a veros! ¡Qué buen aspecto tenéis!

—Para ser un anciano —respondió él, sonriéndole—. Y tú sigues tan adorable como siempre, Gwen. O más encantadora, si eso fuera posible. Porque ahora eres feliz.

—Sí —repuso ella, echando una ojeada a su hija—, sí, soy feliz, Padre.
Somos
felices. —Recalcó la palabra.

Una sombra cruzó su rostro, y las manos que sujetaban a Saryon se cerraron con más fuerza. Volvió a mirarlo a los ojos, con ansiosa súplica.

—Y es por eso por lo que debéis iros, Padre. Marchad deprisa. Os doy las gracias por venir. Joram y yo nos habíamos preguntado a menudo qué habría sido de vos. Él estaba preocupado. Habíais padecido mucho por su culpa y temía que ello os hubiera afectado la salud. Ahora puedo tranquilizarlo, puedo decirle que estáis bien y medrando. Gracias por venir, pero idos deprisa, ahora.

—Le acaba de dar con la puerta en las narices, ¿no crees? —dijo Simkin.

Asesté un buen golpe a la mochila.

—¿Dónde está Joram? —preguntó Saryon.

—Fuera, cuidando de las ovejas.

Un bufido ahogado y burlón surgió de la mochila. Gwen lo oyó y, dirigiéndome una rápida mirada, frunció el ceño y me espetó desafiante:

—Sí, es un pastor. Y es feliz, Padre. Se siente feliz y satisfecho. ¡Por primera vez en su vida! Y si bien os ama y venera, Padre Saryon, vos sois parte del pasado, de épocas oscuras y desdichadas. ¡Como ese hombre horrible que vino la otra vez, nos volvéis a traer de vuelta aquellos tiempos terribles!

Ella se refería a que volvíamos a traerles su recuerdo, pero vi, por la expresión dolorosa del rostro de Saryon, que él daba otro significado a sus palabras, uno más auténtico. No era el recuerdo lo que les traíamos, sino la realidad.

Mi señor tragó saliva. Sus brazos y manos temblaron. Sus ojos se humedecieron. Intentó hablar varias veces, antes de que las palabras consiguieran salir.

—Gwen, precisamente por ese motivo me he mantenido alejado de Joram durante todos estos años. A pesar de lo mucho que ansiaba verlo, lo mucho que yo deseaba saber que se encontraba bien y feliz, temía que no haría más que alterar su tranquilidad. Tampoco habría venido ahora, Gwen, pero no tenía elección. Debo ver a Joram —dijo Saryon con dulzura, y ahora su voz era firme—. Tengo que hablaros a los dos juntos. No se puede evitar. Lo siento.

Ella le miró largo rato a la cara. Distinguió el dolor, la tristeza, la comprensión; vio su resolución.

—¿Ha... habéis venido a buscar la Espada Arcana? No la entregará, ni siquiera a vos, Padre.

—No he venido a buscar la Espada Arcana —respondió él, sacudiendo la cabeza—. He venido a buscaros a vosotros, a Joram, a ti y a vuestra hija.

Gwen suspiró profundamente e inclinó la cabeza, aunque siguió sujetándolo con fuerza, como punto de apoyo. Cuando se soltó, fue para levantar la cabeza y secarse los ojos.

Yo había permanecido tan absorto en su conversación que me había olvidado de la hija, que al ver la congoja de su madre, soltó la azada y corrió hacia nosotros, con pasos largos y veloces. Se echó el sombrero hacia atrás, para ver mejor, y comprendí que la había juzgado mal. No le había asustado nuestra presencia; había permanecido en suspenso para examinarnos, para estudiarnos y estudiarse a sí misma, para decidir qué sentía por nosotros.

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