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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (32 page)

Scylla calló, esperando una reacción de sorpresa de Mosiah, pero éste aceptó la noticia con suma tranquilidad.

—¿Qué hay de malo en eso? El general Boris y el rey... quiero decir el emperador Garald son amigos, al fin y al cabo.

—¡Calla! ¡Nunca digas eso en voz alta! ¡Ni siquiera lo pienses! Podría costar la vida al emperador si se supiera que mantenía lazos con el enemigo.

—El enemigo. Ya veo. ¿Qué tuvo que decir nuestro enemigo el general Boris, de esa misiva celestial?

—Que realmente el Demonio se acerca, aunque tal vez no bajo la forma que esperamos. Boris fue más allá incluso, añadiendo detalles sobre una fuerza invasora que había destruido los puestos avanzados de la Tierra y se acercaba ahora a toda velocidad hacia ésta. Dijo que las Fuerzas Terrestres harían todo lo posible por proteger Thimhallan, aunque añadió en una nota al pie que temía que se tratara de una batalla perdida de antemano y nos advirtió que preparáramos nuestras defensas.

Mosiah y yo intercambiamos una mirada. Volví la cabeza con un suspiro. Los hch'nyv. Tenían que ser ellos. Había esperado haberlos dejado atrás en aquel otro tiempo, pero al parecer no era ése el caso; venían y lo hacían manteniendo el horario de llegada. Nos quedaban menos de veinticuatro horas para detenerlos.

La Espada Arcana en las manos del heredero de Joram. La Espada Arcana en manos de Joram. ¿Cómo podía una espada, en las manos de quien fuera, detener el avance de una horda alienígena, cuando las bombas de neutrones, los misiles de fotones, los cañones de láser —las máquinas de matar más sofisticadas y poderosas que los humanos habían inventado jamás— ni siquiera habían hecho mella en su coraza?

De repente me sentí muy cansado, y mis pies se arrastraron por el suelo. ¡Era todo tan inútil! ¡No había esperanza! Nuestros débiles forcejeos no hacían más que alertar a la araña de que estábamos atrapados en su telaraña. Pensaba que era preferible sentarse bajo estos hermosos robles con un par de botellas de buen vino y hacer un último brindis por la humanidad, cuando una mano me golpeó violentamente entre los omóplatos.

—¡Animo, lord Padre! —dijo Scylla, y tras casi derribarme contra el suelo, me ayudó amablemente a mantener el equilibrio—. La heredera de Joram pronto tendrá la Espada Arcana y entonces todo irá bien.

Me adelantó con grandes zancadas, colocándose en cabeza de la fila como respuesta a un gesto de Eliza, un gesto que yo no había advertido, ensimismado en los pensamientos que me envolvían.

Durante toda esta conversación, el camino había ido descendiendo despacio por una suave ladera. Los robles dieron paso a álamos y a álamos temblones, que a su vez dieron paso a sauces llorones. Hacía ya rato que oía el sonido de una corriente de agua, y al doblar un recodo avistamos un estrecho río de aguas impetuosas. El río Hira, o eso recordaba de mis investigaciones; una corriente de agua que atraviesa el centro de Zith-el. Al igual que los habitantes de la ciudad, el Hira era manso y plácido cuando se encontraba en el interior de las murallas, pero se convertía en tumultuoso, peligroso y violento cuando penetraba en el zoo.

El sol brillaba con fuerza sobre las aguas, y su luz daba calor a mi rostro. Levanté la vista al cielo y contemplé los blancos jirones de las nubes que se arrastraban como delicados velos sobre el cielo azul. Copos de algodón procedentes de los chopos cayeron encima de nosotros a modo de nevada veraniega.

Las aguas eran verdes donde discurrían con suavidad, encrespadas de blanca espuma donde saltaban sobre las rocas, negras en los puntos donde discurrían bajo las ramas colgantes de los árboles que bordeaban la orilla. A cierta distancia de nosotros había un inmenso sauce, que se inclinaba profundamente sobre el río, con las ramas elegantemente extendidas, y las hojas arrastrando sobre el líquido elemento. Las raíces que quedaban al descubierto eran nudosas y enormes, como los nudillos de un boxeador, por el esfuerzo de mantenerse sujetas al suelo.

—Ahí —señaló el Padre Saryon—. Ése es nuestro destino.

Avanzamos por la orilla y nos acercamos al sauce en silencio. No sé qué pensaban los otros, pero mentalmente veía el río rojo de sangre, el sauce marchitándose envuelto en llamas, el cielo azul gris por el humo. Mientras que antes me había sentido lleno de desesperanza, ahora sentía rabia.

Lucharíamos para salvar esto: el sol, el cielo, las nubes, el sauce. Por muy inútil que fuera, aunque no quedara nadie vivo para contarlo, lucharíamos hasta el fin.

El Padre Saryon señaló otro punto río abajo y dijo algo. No pude oír sus palabras debido al murmullo del agua, y me acerqué más, colocándome junto a Scylla y Eliza. Mosiah no se reunió inmediatamente con nosotros, y cuando lo busqué con la mirada, vi que estaba arrodillado en el sendero, en aparente conversación con un gran cuervo de erizadas plumas negras, que simulaban una joroba.

Los
Duuk-tsarith
a menudo usaban cuervos como una prolongación de los oídos y ojos de los Ejecutores.

—... no muy lejos —decía Saryon—. Ahí en el recodo. Tened cuidado. El sendero a lo largo de la orilla es fangoso y muy resbaladizo.

Había una pequeña bajada perpendicular desde el sendero del bosque hasta el camino que bordeaba la orilla, provocada por el movimiento del agua en un pequeño estanque a nuestros pies, que había erosionado el terraplén. Saryon hizo ademán de descender, y yo me brindé a bajar primero y ayudar a los demás.

Scylla permaneció en la parte más elevada del sendero con la mano sobre la empuñadura de la espada, en actitud vigilante. Me recogí la falda de la túnica y medio salté, medio resbalé hasta el sendero del río; una vez que hube recuperado el equilibrio, me volví y extendí los brazos en dirección a Eliza. Ella no vaciló, sino que saltó con gran habilidad, y si bien no necesitaba realmente el sostén de mis brazos, acabó entre ellos de todos modos.

Permanecimos abrazados con fuerza durante un breve instante. Ella levantó los ojos hacia los míos y yo contemplé los suyos. ¡Me amaba! En ese momento supe que me amaba como yo la amaba a ella. Sentí una alegría tan radiante como el resplandor del sol sobre el agua, pero casi de inmediato la alegría se sumió en un estanque de aguas estancadas y poco profundas, oscuro y desalentador.

Nuestro amor no tenía futuro. Ella era reina de Merilon y yo su catalista doméstico, un catalista mudo además. Ella tenía deberes y responsabilidades para con su pueblo, obligaciones en las que yo podía serle de ayuda, dentro de mi humilde profesión, pero sólo en lo que atañía a mi humilde profesión. Estaba prometida, y yo conocía bien a su futuro esposo; era el hijo del emperador Garald y mucho más joven que Eliza. Esperaban a que el muchacho llegara a la mayoría de edad. El matrimonio reforzaría el imperio, uniendo para siempre los reinos de Merilon y Sharakan.

Siempre y cuando, claro está, los hch'nyv no acabaran antes con todos nosotros.

—Ayuda ahora al Padre Saryon —dijo Eliza en voz baja, desprendiéndose de mis brazos, y tras alejarse unos metros de mí me dio la espalda y fijó su mirada al otro lado de las relucientes aguas. La observé un instante, vi cómo su mano se alzaba hacia sus ojos; sin embargo, fue un movimiento veloz y no se repitió.

La muchacha había aceptado su deber y estaba resignada a cumplirlo. ¿Podía hacer yo menos, ante aquel valeroso ejemplo?

Extendí la mano en dirección al Padre Saryon, y lo ayudé a bajar sin tropiezos hasta la orilla.

—No resultó tan difícil hace veinte años —rezongó él—. Al menos no que yo recuerde. Me las arreglé yo solo sin problemas. Aunque entonces yo también era más joven. —Se detuvo junto a mí y me miró con atención—. ¿Te encuentras bien, Reuven?

—Sí, señor, desde luego —respondí por señas.

Pasó la mirada de mi persona a Eliza, que seguía de espaldas a todos nosotros, y su expresión se tornó triste y pesarosa. Comprendí que lo sabía, que sin duda lo sabía desde hacía algún tiempo.

—Lo siento, hijo mío —dijo—. Ojalá...

Pero yo no había de saber jamás qué era lo que deseaba, porque fue incapaz de expresarlo. Haciendo un gesto de resignación, se aproximó a Eliza y puso su mano con delicadeza sobre el brazo de la joven.

Scylla saltó y cayó junto a mí, con un tintineo de placas de metal y un golpe sordo que estremeció el suelo. Apartó de un brusco manotazo mi tentativa de ayuda.

—¿Dónde está el Ejecutor? —inquirió impaciente, y se volvió para mirar a lo alto del terraplén.

Mosiah nos miraba de pie desde lo alto, una figura oscura e inquietante bajo los negros ropajes, que ondeaban al viento. El cuervo daba saltitos en el suelo junto a él.

—Padre Saryon —llamó—. ¿Adónde os dirigís?

—Hay una cueva en el recodo del río... —respondió él alzando la mirada.

—No, Padre —dijo Mosiah, y su voz era grave y severa—. Debéis encontrar otro sendero. No deberíamos pasar cerca de esa cueva. El cuervo me ha advertido. Esa cueva es la morada de un Dragón de la Noche.

Scylla se mostró alarmada; Eliza palideció y sus ojos se desorbitaron; sin embargo, al Padre Saryon no pareció que le afectara la noticia, hizo un gesto afirmativo, y sonrió.

—Sí, ya lo sé.

—¡Lo sabéis! —exclamó Mosiah, saltando desde el terraplén. Sus negras vestiduras se arremolinaron a su alrededor, y flotó como un pedazo de algodón tiznado de hollín hasta la orilla para caer ante Saryon. El cuervo, alzando el vuelo, agitó las alas y revoloteó junto al hombro del Ejecutor—. ¿Lo sabéis y queréis ir?

—¿No comprendéis, Padre Saryon —añadió Scylla—, el peligro que corremos? Un ejército de Señores de la Guerra no podría vencer en combate a un Dragón de la Noche, si se despertara y atacara.

—Conozco bien el riesgo —respondió él con un destello de su antiguo genio—. Hace veinte años corrí yo solo ese riesgo. No por voluntad propia, debo reconocerlo, sino a causa de la desesperación. No necesito que me lo recordéis. El Dragón de la Noche es el guardián de la Espada Arcana.

21

Saryon tomó a Joram entre sus brazos. Al tocar las ropas manchadas de rojo, el catalista sintió la tibia humedad de la sangre que se escapaba del cuerpo de Joram y corría por entre sus dedos como los pétalos de un destrozado tulipán.

El Triunfo

Eliza escuchó con expresión solemne los argumentos de Mosiah para no ir. Preguntó al Padre Saryon si había alguna otra manera de recuperar la Espada Arcana sin enfrentarse al dragón, y cuando éste respondió que no, la joven expresó su intención de acompañar al Padre Saryon, pero no nos pediría que la acompañáramos. Al contrario, nos ordenaba expresamente que nos quedáramos allí.

Resulta innecesario decir, que, a pesar de ser una orden regia no estábamos dispuestos a acatarla; de modo que tras nuevas discusiones nos dirigimos hacia la cueva... los cuatro.

—Ahora al menos —manifestó Mosiah mientras avanzaba pesadamente detrás de mí—, no tendremos que preocuparnos de morir a manos de los hch'nyv.

—Según el Padre Saryon —respondí por señas—, el dragón está encantado. Por lo que recuerdo, una persona puede controlar a uno de tales dragones si toca el amuleto que los Señores de la Guerra incrustaron en la cabeza de la bestia.

—Muchas gracias, señor Enciclopedia —replicó el Ejecutor, sarcástico. Habíamos abandonado la luz del sol y regresado a las sombras, avanzando bajo los sauces y chopos que crecían a la orilla del río—. Se necesita una personalidad muy fuerte y poderosa para lanzar un hechizo sobre un dragón. Mi respeto por el Padre Saryon es enorme, pero «fuerte» y «poderoso» no son palabras que yo usaría para describirlo.

—Creo que lo subestimas —respondí a la defensiva—. Fue lo bastante fuerte para sacrificarse cuando quisieron convertir a Joram en piedra. Fue lo bastante fuerte y poderoso para ayudar a Joram a luchar contra Blachloch.

Mosiah siguió sin mostrarse demasiado convencido.

—¡Han pasado veinte años desde que dejó la Espada Arcana con el dragón! ¡Aunque él hechizara al dragón, el encantamiento no puede haber durado tanto tiempo!

Sentí con gran pesar que Mosiah tenía razón. Los Dragones de la Noche habían sido concebidos por sus creadores como máquinas de matar, preparadas para realizar una carnicería en cuanto se les diera la orden. Durante las Guerras de Hierro algunos de estos dragones habían escapado de sus creadores y causado estragos entre sus propias fuerzas. Tras la guerra los
D'karn-duuk
, que habían creado a los dragones y los controlaban, estaban casi todos muertos, y los que habían sobrevivido se encontraban demasiado conmocionados y agotados tras tanta lucha para ocuparse de los seres que la guerra había mutado. Los Dragones de la Noche huyeron y buscaron refugio bajo tierra, para ocultarse de la luz del sol, que odiaban y temían, en la interminable noche de los túneles y las cavernas.

No sienten ningún afecto por el hombre, pues siempre recuerdan quién los condenó a esa vida lóbrega y los odian por ello.

Habíamos llegado ya a la entrada de la cueva y, tras detenernos junto a la orilla del río, la contemplamos con expresión taciturna. La abertura —recortándose negra en la pared de piedra gris— era una arcada enorme, de fácil acceso para todos nosotros, ¡o lo habría sido de no ser porque en su mayor parte estaba hundida bajo el agua! Una parte del río se había bifurcado, y penetraba veloz y torrencial, en la caverna.

—No tenéis suerte, Padre —dijo Mosiah—. El río ha cambiado de curso. A menos que queráis que nademos en estas traicioneras corrientes, no podemos entrar. —El cuervo, posado en la rama de un árbol, emitió un ronco graznido.

Me avergüenza tener que decir que mi primera reacción fue de alivio, hasta que vi a Eliza.

Hasta ahora la joven había soportado con calma y valentía todos los peligros y reveses, pero esta decepción era ya demasiado. Apretó los puños.

—¡Debemos entrar! —exclamó, con el rostro blanco hasta los labios, y añadió resueltamente—: Nadaré si tengo que hacerlo.

El agua que penetraba en la cueva se movía veloz, con pequeños y rápidos remolinos y peligrosas contracorrientes que chapoteaban y espumaban por entre las afiladas rocas. Nadar era una opción totalmente imposible.

—Podemos construir una balsa —sugirió Scylla—. Atar unos cuantos troncos. O quizás el Ejecutor con su magia...

—No soy un conjurador, ni tampoco un
Pron-alban
, un artesano —repuso Mosiah con frialdad—. No sé nada sobre la construcción de botes, y no creo que estéis dispuestos a esperar mientras estudio el tema.

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