La Profecía
—El dragón —dijo Mosiah—. Un Dragón de la Noche.
—¡Eso es imposible! —exclamó Saryon—. Los dragones eran creaciones mágicas. Murieron todos cuando la Vida desapareció de Thimhallan.
—La Vida no desapareció, Padre. El Pozo fue destrozado, pero la magia no escapó, como creíamos.
—Suponemos que el Pozo quedó obstruido, Padre —añadió Scylla.
—No lo creo. No es posible —dijo Eliza—. Acabamos de estar ahí abajo.
—Si lo recordáis, yo dije que la cueva olía como si estuviera ocupada —replicó Mosiah con voz lúgubre—. Era de noche. El dragón debía de estar de caza.
—Pero... sigo sin entender... —Saryon parecía perplejo—. ¿Cómo sabes que en esa cueva vive un Dragón de la Noche? ¡Podría ser cualquier cosa! Un oso, tal vez.
—Hemos estado en esa cueva antes. Lo cierto es que hemos muerto allí antes. —Mosiah miraba directamente a Scylla—. ¿No es cierto, sir Caballero?
—Si tú lo dices —respondió ella con indiferencia; a continuación levantó la vista al techo e, inclinándose hacia mí, musitó—: Sigámosle la corriente.
—La Espada Arcana sigue ahí —recordó Eliza—. Debemos regresar a la cueva a recogerla.
—No podemos desafiar a un Dragón de la Noche —protestó con energía Saryon—. Son criaturas terribles. ¡Terribles!
—El dragón estará delante de nosotros, pero tenemos detrás a los Tecnomantes —dijo Mosiah—. Así que tampoco podemos volver atrás.
Por fin, como ya he mencionado, empezaba a hacerse la luz en mi mente. Toqué a mi señor en el brazo para llamar su atención.
—Podéis hechizar al dragón, Padre —le dije por señas.
—No —me respondió apresuradamente—. Desde luego que no.
—Sí —repetí—; ya lo hicisteis antes, en la otra vida.
—¿Qué otra vida? —Me miró perplejo—. ¿Yo hechicé a un dragón? Estoy seguro de que lo recordaría —añadió en tono malhumorado—, y te aseguro que no es así.
—Si lo va a hacer, tiene que actuar deprisa —advirtió Mosiah—. Mientras el sol todavía brilla. Cuando se haga de noche, el dragón despertará y saldrá a cazar. Ya empieza a caer la tarde.
Eliza montaba guardia junto a su padre con la atención dividida entre nosotros y él; no comprendía del todo lo que decíamos, pero sí la urgencia y no nos interrumpió para pedir explicaciones. Confiaba en nosotros. Le dirigí una sonrisa tranquilizadora.
—¡Os digo que no sé nada sobre el hechizamiento de dragones! —Saryon sacudía la cabeza.
—Sí lo sabéis —insistió Mosiah—. Sois el único que lo sabe. Yo no puedo.
—¡Tú eres un
Duuk-tsarith
! —arguyó él.
—Pero fui entrenado en la Tierra. Los únicos dragones que he visto fueran creados mediante efectos especiales. No puedo perder el tiempo con explicaciones, pero en un tiempo alterno, Padre, un tiempo en el que Joram murió hace veinte años, os tropezasteis con un Dragón de la Noche, este mismo dragón, o eso es lo que creo, y fuisteis capaz de encantarlo. ¡Pensad, Padre! Lecciones que aprendisteis en El Manantial. A todos los catalistas les enseñaban los conjuros de los Supremos Señores de la Guerra.
—Yo... Hace tanto tiempo... —Saryon se llevó las manos a las sienes, como si le dolieran—. Si fracaso, podemos morir todos y sufrir una muerte horrible.
—Lo sabemos —respondió Mosiah tajante.
Observé que durante todo este tiempo Scylla guardó en silencio. No se atrevió a hablar ni a favor ni en contra. Todavía no lo comprendía, pero lo empezaba a comprender, si es que eso tenía algún sentido.
—Padre Saryon. —Ahora era Joram quien hablaba.
Tan absortos habíamos estado en nuestra discusión que yo no había advertido que había recuperado el conocimiento. Tenía la cabeza recostada en el regazo de su hija, que le secaba el sudor de la frente, le alisaba los húmedos cabellos y velaba por él con expresión ansiosa, amorosamente.
Joram sonrió y levantó una mano. Saryon se arrodilló y se llevó la mano del herido al pecho. Era evidente para él, y para todos nosotros, que a Joram le quedaba muy poco tiempo de vida.
—Padre Saryon —dijo, y le costó un gran esfuerzo hablar—. Conseguisteis hechizarme a mí. ¿Qué es un dragón, comparado con eso?
—Lo haré —contestó él con voz entrecortada—. Lo... intentaré. Vosotros... esperad aquí.
Se puso en pie y habría corrido galería abajo si no le hubiéramos detenido.
—No podéis hechizar al dragón y recuperar la Espada Arcana al mismo tiempo —señaló Mosiah—. La espada destruiría el hechizo.
—Eso es cierto —admitió él.
—Yo recuperaré la Espada Arcana... —dijo Mosiah.
—
Yo
recuperaré la Espada Arcana —dijo Eliza con firmeza—. Es mi herencia.
Un espasmo de dolor crispó el rostro de Joram, que sacudió la cabeza, pero estaba demasiado débil para discutir o intentar detenerla. Una única lágrima descendió por su mejilla manchada de sangre. Una lágrima que no la provocaba su dolor físico, sino el dolor del arrepentimiento, del remordimiento.
Eliza vio la lágrima y abrazó a su padre con fuerza, apretándolo contra ella.
—¡No, padre! —Empezó a llorar con él—. ¡Me siento orgullosa de soportar esta carga! Orgullosa de ser tu hija. Tú destruiste el mundo. ¡Tal vez el destino me haya reservado a mí su salvación!
Tras besarlo, se incorporó con rapidez.
—Estoy lista.
Temí que Mosiah fuera a protestar o a intentar disuadirla, pero se limitó a mirarla fijamente unos instantes y luego inclinó la cabeza.
—Muy bien, Majestad —dijo—. Yo iré, y desde luego Reuven también vendrá. Tal vez necesite a mi catalista —añadió.
Un sentimiento de orgullo me embargó hasta tal punto que casi hizo desaparecer el miedo que sentía. Casi. No podía olvidar el terror que había experimentado la última vez que nos habíamos enfrentado al Dragón de la Noche. El terror y el dolor de mi propia muerte. Peor aún: el horror de ver morir a Eliza. Decidido, pisoteé mis recuerdos. De lo contrario no habría encontrado el valor para dar un solo paso.
—Alguien tiene que quedarse con mi padre —dijo Eliza, mirándome—. Yo había pensado en Reuven...
—Yo me quedaré con Joram —dijo Scylla. Nos dedicó una abierta sonrisa y el anillo de su ceja centelleó—. Ahora estáis solos.
—No entiendo nada —protestó Saryon.
—Debéis tener fe —le dije por señas.
—Y tú te muestras impertinente con tu profesor —repuso él con una débil sonrisa; a continuación profirió un ahogado suspiro—. Vayamos, pues. Hechizaremos al dragón.
Los Dragones de la Noche aborrecen la luz del sol hasta tal punto que aunque se esconden en las zonas más profundas y oscuras de Thimhallan que pueden encontrar, duermen durante el día. Este dragón dormía, a juzgar por su acompasada respiración, pero su sueño parecía inquieto y superficial. Oíamos cómo el gigantesco cuerpo se movía, y las escamas arañaban el suelo de piedra. Recordé lo que en la otra vida el dragón había dicho sobre la presencia de la Espada Arcana en su guarida, cómo había alterado su sueño. O le ocurría lo mismo, o no faltaba mucho para que despertara.
Recordé también el hedor que percibí en mi última visita a este lugar. Ahora el olor era más nauseabundo. Todos nos tapamos la nariz y la boca para no vomitar. No llevábamos ninguna luz por temor a que su haz de luz despertara a la criatura y provocara su ira, por lo que nos vimos obligados a avanzar despacio y en silencio, palpando el camino con las manos. Así recorrimos los últimos pocos metros de túnel, doblamos un recodo y salimos a la guarida del dragón.
El diamante incrustado en su frente brillaba con un frío y penetrante fulgor, que no daba luz. No veíamos al dragón. No veíamos nada, ni siquiera nos veíamos entre nosotros, aunque estábamos apretujados unos con otros.
La respiración del animal resonaba en el túnel. La criatura volvió a agitarse mientras permanecíamos justo ante su guarida, y el suelo dio una sacudida cuando se volvió sobre un costado, golpeando la pared con la cola. El diamante descendió; aparentemente, el dragón había apoyado la cabeza de lado. Nos mantuvimos inmóviles en la oscuridad, sumidos en un profundo terror y asombro.
Yo no me habría aventurado al interior de aquella caverna, y no sé de dónde sacó Saryon el valor para hacerlo. Pero bien mirado, ¿de dónde había sacado el coraje para permitir que lo convirtieran en piedra viviente?
—Esperad aquí —nos dijo, en voz apenas audible—. Debo hacerlo solo.
Nos dejó y entró en la cueva. No lo podía ver, pero sí oía el susurro de su túnica y sus suaves pisadas. Su figura pasó ante mí, ocultando a mis ojos el resplandor del diamante.
Eliza me cogió con fuerza de la mano, y yo oprimí la suya. Mosiah permanecía a nuestro lado, en tensión. De vez en cuando escuchaba palabras susurradas e imaginé que ensayaba sus conjuros mentalmente. Aunque no nos iba a servir de mucho. Ya habíamos pasado antes por ello.
¡Los
Duuk-tsarith
! ¿Estarían ahora aquí como lo habían estado antes? ¿Intentarían apoderarse de la espada?
Tomando la mano de Mosiah, se lo pregunté por señas con los dedos apretados contra su palma. Si no podía ver mis palabras, al menos las sentiría.
—Yo también lo he pensado —me respondió con la boca apoyada en mi oído—. He buscado a mis colegas, pero no están aquí.
Al menos ésa era una preocupación que podía descartar; aunque no me había olvidado de Saryon, y caminaba junto a él en espíritu a cada paso que daba. El dragón resolló y volvió a removerse inquieto. Un destello de luz blanquecina surgió de una rendija en sus párpados. El corazón me dio un vuelco. Eliza me apretó tanto la mano que me dejó los dedos marcados, aunque no recuerdo que sintiera dolor en ese momento.
Mi señor se detuvo y permaneció inmóvil. El animal lanzó un gran suspiro, y los párpados se cerraron. La luz se apagó. Los que nos encontrábamos en la caverna, añadimos nuestros suspiros a los de la bestia.
Saryon volvió a avanzar. Ya debe estar muy cerca de la cabeza del dragón, pensé. Ahora podía ver otra vez el diamante, puesto que la criatura había cambiado de postura y la enorme cabeza yacía por completo sobre un lado, descansado sobre la mandíbula. Y entonces vi una mano, la mano de Saryon, de aspecto delicado y frágil, recortada en la brillante y fría luz de la gema.
La mano vaciló un instante. Sin duda pedía fuerzas a Almin, y también yo rezaba a Almin para que lo protegiera, para que nos protegiera a todos.
Por fin, la mano de Saryon tocó el diamante.
La joya lanzó un destello. El dragón dio una sacudida, sus músculos se contrajeron y lo recorrió un estremecimiento. En el tiempo alterno el Dragón de la Noche había estado herido, atrapado bajo la luz del sol; pero este dragón probablemente estaba lleno de salud y se encontraba en el interior de su oscura madriguera. El animal emitió un retumbo sordo, desde las profundidades de su pecho. Sus zarpas arañaron el suelo.
—¡Ahora! —susurró Mosiah en tono apremiante, aunque Saryon no podía oírlo—. ¿A qué espera? ¡Haz el hechizo ahora!
Yo no podía imaginar qué habría sentido de tener la mano en la cabeza del dragón, qué sensación me habría producido sentir cómo la enorme bestia se movía bajo mis dedos, y no podía culpar a mi señor por vacilar en esa coyuntura. Su mano se retiró de golpe con los dedos cerrados.
Mosiah dio un paso al frente y Eliza apretó la mejilla contra mi brazo.
El diamante se movió; su propietario levantaba la cabeza.
Saryon profirió una aguda exclamación, que pude oír con claridad, y luego su mano apretó con fuerza la gema.
Pronunció unas palabras que no comprendí. Palabras de poder y autoridad. El animal dejó de moverse. Fue como si se hubiera fundido con las rocas que nos rodeaban.
Saryon finalizó el encantamiento y retrocedió, retirando la mano de la joya. Enseguida sabríamos si íbamos a vivir o a morir.
La bestia alzó la cabeza del suelo de la caverna. Los ojos se abrieron y la pálida luz que era como la luz de una luna, casi llena nos envolvió.
—¡No le miréis a los ojos! —advirtió Mosiah en voz alta, lo bastante alta para que Saryon le oyera.
El dragón extendió las alas. Oí el susurro y el crujido de los tendones, y miles de diminutas luces centelleantes aparecieron en la oscuridad de la cueva. ¿Se convertirían aquellas luces en una lluvia mortífera sobre nosotros?
El leviatán habló entonces, su voz vibró furiosa y yo respiré aliviado.
—Tú eres el amo —dijo.
—Lo soy —respondió Saryon con voz firme—. Harás lo que te ordene.
—Lo haré porque estoy obligado a hacerlo —respondió la criatura—. Ten cuidado de no perder tu dominio sobre mí. ¿Qué es lo que quieres?
—En tu guarida hay un objeto que tiene un gran valor para nosotros. Queremos recuperarlo sin problemas y llevárnoslo. Después no te volveremos a molestar.
—Sé qué objeto es. Es una espada de luz. Me hiere los ojos, destroza mi descanso. Cogedla y marchad.
—¿Una espada de luz? —susurró Eliza con extrañeza.
—Eliza —llamó Saryon, sin apartar la mirada del dragón—. Adelántate y coge la Espada Arcana.
—Acompáñala, Reuven —dijo Mosiah.
Tampoco me habría quedado atrás de todos modos. Eliza y yo avanzamos hacia el interior de la madriguera, y la luz de los ojos del animal se concentró en nosotros, llameando a nuestro alrededor.
Aunque bajo el poder de un hechizo y obligado a no hacernos daño, el dragón nos tentaba para que levantáramos la mirada y la fijáramos en sus ojos, esperando que cayéramos víctimas de la locura. Mi corazón me dijo por un instante que casi valdría la pena caer en la demencia a cambio de una sola ojeada a una criatura de una belleza tan extraordinaria y cruel.
Para desterrar la tentación, mantuve la mirada fija en Eliza. Ella tenía la vista fija en el montículo de piedras que cubría la Espada Arcana.
—Daos prisa, hijos míos —apremió Saryon en voz baja.
¿Recordaba por fin aquel otro tiempo? ¿El tiempo en el que habíamos sido sus hijos? Deseé que así fuera. Aunque había finalizado en tragedia, quería que supiera que el amor que yo sentía por él provenía de aquel tiempo, a la vez que del mío. Él era mi padre.
En cuanto llegamos al montón de piedras, Eliza y yo empezamos de deshacerlo. Trabajamos tan deprisa como nos fue posible, levantando rocas y arrojándolas a un lado, hasta que por fin, la Espada Arcana apareció ante nosotros. No brillaba, como yo casi había esperado por lo que había dicho el dragón; tampoco reflejaba la luz lunar de los ojos de la criatura. En lugar de ello, parecía reflejar la oscuridad del dragón. Eliza cogió el arma por la empuñadura y la levantó.