El primer hombre se llevó la muñeca a la oreja. El segundo hizo lo mismo. El segundo miró al primero, que se encogió de hombros e hizo una seña con la cabeza en dirección a la celda. El Tecnomante fue a informar.
Cuando Smythe salió, tenía su colérico rostro rojo como un pimiento, y las cejas fruncidas en una expresión malévola.
—¿Qué significa eso de que las piedras de visión no funcionan? —exigió.
—No lo sé, señor —replicó el Tecnomante recién llegado—. Tal vez sea esta cueva, que bloquea la señal. Tengo un mensaje urgente para usted, señor.
—¡Pues dámelo! —exigió Smythe.
La cabeza cubierta con la capucha plateada se giró, y miró a los otros D'karn-darah.
—Es sólo para usted, jefe. Deberíamos hablar en privado. Es muy urgente, señor.
Smythe volvió la cabeza para dirigir una mirada contrariada hacia la prisión, y su cólera aumentó.
—Por toda la mala suerte del mundo. ¡Estaba a punto de conseguir que hablara! ¡Espero que esto sea importante! —Se dirigió a uno de los guardas—. Recuerda al buen padre que le quedan tres minutos. Tres minutos.
—Venga por aquí, jefe —dijo el mensajero, y le señaló (alarmantemente) en dirección a nuestra pequeña cueva camuflada.
Los dos avanzaron hacia nosotros. Las ropas plateadas del D'karn-darah susurraron en torno a sus tobillos, mostrando sus plateadas zapatillas, y de improviso me di cuenta de que este Tecnomante llevaba calcetines color naranja.
—¡Simkin! —murmuró Mosiah a mi oído.
Parecía increíble, pero lo era, tenía que ser Simkin, disfrazado como un Tecnomante y llevando a Kevon Smythe a nuestro escondite.
—¡Ese bastardo! —susurró Mosiah—. ¡Aunque sea lo último que haga, le voy a...!
—¡Chisst! —ordenó Scylla.
Eliza me cogió con fuerza de la mano. No nos atrevíamos a movernos, por temor a que nos oyera. Permanecimos inmóviles en la oscuridad; cada respiración nuestra parecía tan potente como un ciclón y los latidos de nuestros corazones resonaban como truenos. Mosiah se puso en tensión. Preparaba su magia para un gigantesco y letal estallido.
Por mi mente pasaron veloces planes frenéticos y desesperados, sin que ninguno de ellos tuviera sentido ni ofreciera la menor esperanza.
Cuatro pasos más y Kevon Smythe se daría de bruces con nosotros. Después del segundo paso, el D'karn-darah que era Simkin se detuvo.
Smythe se detuvo también y se volvió para mirarlo.
—¿Qué es esto? —preguntó irritado.
—Señor —manifestó Simkin—, los representantes de los hch'nyv han llegado a Zith-el.
Escuché un sordo jadeo, como si a Mosiah le hubieran asestado un puñetazo en pleno plexo solar. Scylla soltó aire muy suavemente.
El rostro de Smythe pasó del rojo a un amarillo macilento, como si le acabaran de abrir una arteria importante y lo hubieran desangrado en un instante. Tal era la expresión de terror de su rostro que casi sentí pena por él. Recuperó con rapidez su ecuanimidad, pero no consiguió borrar por completo las huellas de aquel terror.
—¿Qué quieren? —preguntó, controlando la voz.
—La Espada Arcana —respondió Simkin, lacónico.
—Aún no la hemos recuperado —replicó Smythe, dirigiendo una furiosa mirada hacia la celda—. Pero lo haremos. Deben darnos más tiempo.
—Las Fuerzas Terrestres se retiran. Se ha iniciado la toma de la Tierra. No tienen mucho tiempo. Ésas fueron sus palabras. Son sus líderes religiosos quienes les están dando prisas. Sus dioses, o lo que sea que adoran, les han advertido de que la Espada Arcana es una clara amenaza.
—¡Ya sé todo eso de sus condenados dioses! —replicó el otro, con voz estremecida por la rabia y el temor. Una vez más se esforzó para mantener la calma—. Hicimos un trato. Recordádselo. Se conformarán con la Tierra a cambio de la Espada Arcana. Nosotros nos quedamos con Thimhallan. Ellos nos facilitarán Muerte, y nosotros les daremos Vida. Recuperaremos la espada y se la entregaremos, pero cuando llegue el momento. Decidles eso.
—No quieren escuchar a los que consideran subalternos —repuso Simkin haciendo un gesto negativo.
Smythe lanzó un bufido colérico, echó otra rápida mirada a la prisión, presa de una atroz indecisión.
—Muy bien. Entonces me ocuparé personalmente del asunto. —Giró sobre sus talones, y se alejó a grandes zancadas, gritando órdenes.
—¡Mis guardas! Venid conmigo. Me necesitan en el cuartel general. Vosotros dos; matad al sacerdote. No me importa cómo. Hacedlo despacio y aseguraos de que Joram tenga asiento de primera fila.
—¿Y si decide hablar, jefe?
—Conseguid su información y luego traedlo inmediatamente a mi presencia en el cuartel general. Usad el transportador.
—Sí, señor. ¿Matamos igualmente al sacerdote?
—¿Qué crees? —inquirió Smythe impaciente—. No me sirve para nada.
—Sí, señor. ¿Puede dejar a alguien para que nos ayude, señor? El transportador no funciona de un modo muy eficiente en este planeta.
—Yo me quedaré y les echaré una mano —indicó Simkin desde debajo de su capucha plateada.
—Muy bien —contestó Smythe distraídamente. Se advertía a todas luces que deseaba marcharse cuanto antes. Abandonó la cueva seguido por sus cuatro guardaespaldas.
Miré a mis compañeros y contemplé mis propios sentimientos de repulsión, horror y furia reflejados en sus rostros. No conseguía comprender cómo un humano podría verse consumido hasta tal punto por el ansia de poder que fuera capaz de hacer un trato con un enemigo atroz, un trato que sacrificaba a millones de sus congéneres humanos en el altar de su propia ambición.
Los dos Tecnomantes entraron en la celda para recoger a los prisioneros. Simkin permaneció en el exterior, balanceándose adelante y atrás sobre los talones y canturreando para sí. Era un canturreo desafinado que destrozaba los nervios. Ni una sola vez volvió la mirada hacia donde nos encontrábamos ni nos hizo la menor seña.
Empecé a pensar que nos habíamos equivocado. A lo mejor el Tecnomante no era Simkin. A lo mejor era simplemente un Tecnomante con muy mal gusto en cuestiones de calzado.
—¡Ese idiota! —exclamó Mosiah, que al parecer compartía mis dudas—. ¿Qué está haciendo? Si es que es él...
—Tanto si lo es como si no, se ha deshecho de Smythe —dijo Scylla—. Y de cuatro de los guardas. Deberíamos atacar ahora.
—Esperemos que saquen a los rehenes de la celda —dijo Mosiah—. Seguramente usan un campo de paralizador para inmovilizarlos y nosotros no conseguiríamos eliminarlo.
—Tienes razón, Ejecutor —repuso Scylla, admirada—. ¿Cuál es el plan?
—¡Plan! —bufó Mosiah—. Soy el único que tiene un arma y es mi magia.
—Ni siquiera una pistola láser tendría algún efecto sobre esa armadura protectora que llevan —replicó ella con un ronco susurro—. Además, yo poseo mis propias armas.
—¿Cuáles son?
—Ya lo verás. Te garantizo que dejaré a uno fuera de servicio, si tú te ocupas del otro.
A Mosiah no le gustó, pero no había tiempo para discusiones. Oímos sonidos ahogados que procedían del interior de la prisión. El canturreo de Simkin se tornó más fuerte y más desquiciante, si es que eso era posible.
—Cuando haga la señal, Scylla, tú atacas —ordenó Mosiah—. Reuven, tú y Eliza rescatad a Joram y al Padre Saryon.
—¿Adónde los llevamos? —preguntó la muchacha.
—Túnel abajo. De regreso a la cueva donde escondiste la Espada Arcana.
—¿Luego qué?
—De momento veamos si llegamos hasta ese punto —repuso Mosiah.
El canturreo de Simkin empezaba a producirme dentera. Nunca en la vida había escuchado un sonido tan extraño y agudo surgiendo de una garganta humana. Pero claro, se trataba de Simkin. Los dos guardas Tecnomantes hicieron su aparición. Uno sujetaba al Padre Saryon, que parecía trastornado y ansioso, pero yo sabía que su ansiedad era por Joram, no por sí mismo, aunque era a él a quien iban a matar. El catalista no dejaba de torcer la cabeza, en un intento de mirar por encima del hombro, en un intento de ver a su compañero de cautiverio, al que sacaban a rastras detrás de él.
En cuanto vio a su padre, Eliza emitió un débil gemido e inmediatamente se tapó la boca con la mano para impedir que pudiera escapársele algún grito.
La piel de Joram tenía un tono blanco grisáceo, y estaba perlada de sudor. Tenía los cabellos manchados de sangre y apelmazados a un lado del rostro, donde una profunda y fea herida le cruzaba la mejilla, dejando el hueso casi al descubierto. Su mano derecha estaba cerrada sobre el brazo izquierdo, que colgaba inerte; tenía la camisa desgarrada, cubierta de sangre en la pechera, y la manga del brazo izquierdo estaba empapada. El estimulante, la fiebre y la cólera daban a sus ojos un brillo anormal. Estaba débil, pero alerta y desafiante.
—Soltad al Padre Saryon. Entonces y sólo entonces os diré dónde encontrar la Espada Arcana.
—Nos lo dirás —replicó uno de los hombres—. Cuando veas al sacerdote caído ahí con la mitad de la carne arrancada de su cuerpo, aullando para que pongamos fin a su tormento con la muerte, nos lo dirás.
El Tecnomante arrojó al catalista al suelo. Éste no pudo frenar la caída porque llevaba las manos atadas, y se estrelló contra las piedras con un grito de dolor. Yo me habría precipitado al frente en aquel instante, pero el sentido común y la advertencia susurrada de Mosiah me convencieron de no hacerlo.
Simkin se acercó al Padre Saryon, y bajó la mirada hacia él. Se escuchó un chasquido.
El Tecnomante situado más cerca de Simkin abrió los ojos desmesuradamente, profirió una exclamación ahogada y retrocedió.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió con voz estridente.
—Cumplir las órdenes —repuso éste—. Echarte una mano.
Le tendió su propia mano, que había roto a la altura de la muñeca.
La magia que Joram tanto deseaba y que cada mañana esperaba sentir palpitar en su alma nunca llegó.
Cuando cumplió los quince años, dejó de preguntarle a Anja cuándo adquiriría la magia.
En su fuero interno ya conocía la respuesta.
La Forja
—Además, ya sabes que dos cabezas siempre piensan más que una —añadió Simkin, y se sacó la cabeza de los hombros (se desenroscó la cabeza de los hombros sería un término más preciso) arrojándola contra uno de los Tecnomantes.
El hombre tal vez poseía escasos poderes mágicos, aunque por lo que yo había visto, los Tecnomantes estaban tan ligados a la tecnología que la magia era casi irrelevante para ellos, pero lo que estaba muy claro era que jamás había visto una manifestación mágica tan delirante. Se quedó boquiabierto cuando Simkin se rompió la propia mano; pero cuando su cabeza, cubierta con la capucha plateada y los extremos aleteando, voló por los aires hacia él, el Tecnomante emitió un grito ahogado y se cubrió el rostro con las manos. La cabeza de Simkin estalló con una potencia que hizo que el corazón me diera un vuelco, sacudió la cueva... y acabó en una lluvia de margaritas.
—¡Ahora! —aulló Mosiah.
La Vida fluyó de su interior y lo transformó a medida que corría. Las negras ropas se retorcieron a su alrededor, se aplanaron para cubrir su cuerpo con un erizado pelaje negro; su cabeza se alargó, cambió para convertirse en un hocico con colmillos amarillos que sobresalían por debajo de unos labios negros y crueles. Las piernas se transformaron en las patas de una bestia, los antebrazos se cubrieron de pelaje negro, las uñas se trocaron en zarpas. El repulgo de la túnica se retorció hasta convertirse en una cola terminada en un aguijón afilado como una cuchilla. Mosiah se había convertido en un merodeador de la noche, de la clase conocida como cazador asesino, una de las más temidas de todas las creaciones de los antiguos Supremos Señores de la Guerra.
El Tecnomante retiró las manos de los ojos y contempló desconcertado las margaritas que descendían sobre su cabeza, como si las viera esparcidas sobre su tumba. Lo siguiente que sus ojos contemplaron fue una visión terrible: un cazador asesino saltando por el suelo de la caverna, corriendo erguido sobre las poderosas patas traseras, mientras chasqueaba las fauces y alargaba las zarpas hacia la garganta de su presa.
Las plateadas ropas eran una especie de armadura, capaz —tal y como Scylla había indicado— de desviar todos los ataques de armas convencionales—, pero el merodeador de la noche no era un arma convencional. Mosiah se abalanzó sobre su adversario; las ropas plateadas chisporrotearon y el animal aulló de dolor, pero las zarpas de Mosiah arañaron y desgarraron, y su peso derribó al Tecnomante contra el suelo.
El otro guarda no se mostró tan perplejo como su compañero ante la magia que bullía a su alrededor. Un arma apareció en su mano, una guadaña que brillaba con una energía siniestra, y el hombre se colocó ante el Padre Saryon, que seguía caído en el suelo, balanceando el arma en un amenazador arco. La hoja silbó al hendir el aire, lo que me recordó el desafinado canturreo de Simkin.
Eliza y yo nos quedamos inmóviles, temiendo por los prisioneros. Pero no podíamos hacer nada. Saryon estaba tendido en el suelo, y cada arco que describía la guadaña se acercaba un poco más a él. Joram estaba detrás del Tecnomante que empuñaba el arma, apoyado contra la pared de la cueva, con los ojos brillantes y enfebrecidos por los efectos del veneno. A pesar de lo débil que se encontraba, se lanzó al frente para derribar al hombre por detrás.
Sin embargo, éste lo oyó, y haciendo girar el arma, lo golpeó en la sien con el mango. Joram cayó y fue a parar junto al Padre Saryon; pero incluso entonces, desafiante, levantó la cabeza. Su rostro estaba cubierto de sangre, sangre fresca, y su cabeza se hundió casi de inmediato entre sus brazos, y todo él dejó de moverse.
Eliza gritó y habría corrido hacia su padre sin importarle el peligro; pero yo la sujeté y se lo impedí.
—Permitidme, Majestad —dijo Scylla, y avanzó, desarmada, hacia el Tecnomante que esgrimía la guadaña.
—¡Ten cuidado, Scylla! —gritó el merodeador de la noche, usando la voz de Mosiah.
Las mandíbulas del cazador asesino goteaban sangre y saliva, las zarpas estaban rojas, su pelaje estaba embadurnado de sangre. Eché una ojeada a su presa y lamenté haberlo hecho. Aparté la mirada a toda prisa de lo que quedaba del cuerpo del Tecnomante que estaba cubierto de sangre y margaritas.
—Esa guadaña puede absorber la Vida de una persona —advirtió Mosiah.
—No sé por qué crees que eso puede afectarme —repuso Scylla, dedicando al Ejecutor una sonrisa y un guiño.