El legado de la Espada Arcana (43 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Pero también me di cuenta de que ellos podían conocer la existencia de ese tiempo, y mi espíritu cayó en picado hacia el suelo. ¡Kevon Smythe y los practicantes del Culto Arcano también habían estado presentes en ese tiempo! ¡Era posible que todo lo que nos había sucedido hubiera sido cosa suya!

Volví a levantar la mirada hacia el cielo, el cielo que estaba salpicado de vida. Pensé en los millones de personas de allí arriba, asustadas, sin esperanza, aturdidas. Todo lo que quedaba de la humanidad, que había huido del único hogar que había conocido para lanzarse al espacio, un lugar frío y solitario en el que morir. Las naves de ataque de los hch'nyv llegarían enseguida, una vez que su conquista de la Tierra quedara asegurada. Imaginé el cielo iluminado por el fuego...

Aparté la mirada con un escalofrío. Cuando volví a mirar, el cielo estaba cubierto de nubes de tormenta y todo era oscuridad, y sentí un cierto alivio al estar oculto de las miradas suplicantes, llenas de confianza y frenéticas de aquellos que —sin saberlo— dependían de nosotros.

El viaje no fue agradable. Volamos a través de un aguacero y quedamos empapados de pies a cabeza; además, el aire helado que discurría veloz sobre las alas de la criatura nos hacía castañetear los dientes. Nos apretujamos unos contra otros para entrar en calor, nos aferramos entre nosotros para no caer. El lomo del dragón era amplio y estábamos sentados entre las alas, pero los huesos de la columna vertebral era afilados y se clavaban dolorosamente en mi trasero, en tanto que los muslos no tardaron en dolerme terriblemente debido a la incómoda posición. Y aunque el dragón estaba obligado a llevarnos hasta Merilon y a la tumba de Merlin, la enemistad de la bestia hacia nosotros era muy fuerte.

Al animal le repugnaba nuestro contacto, nuestro olor y, si el talismán hubiera fallado, hubiera girado inmediatamente sobre sí mismo y nos hubiera arrojado contra el suelo para matarnos. De todos modos, el dragón de vez en cuando viraba hacia un lado, lo que nos obligaba a asirnos a sus cabellos y escamas para no resbalar antes de que, de mala gana y muy despacio, volviera a estabilizarse. Supongo que pensaba que si uno de nosotros era lo bastante estúpido para caer, eso era cosa nuestra y a él no se le podría considerar responsable.

Eliza sujetaba con fuerza la Espada Arcana; Mosiah la sujetaba a ella, al igual que hacía el Padre Saryon, y yo me aferraba a una huesuda protuberancia justo por encima del tendón principal de las alas. No veía nada por debajo de nosotros, excepto cuando los frecuentes relámpagos iluminaban el suelo y en esos casos era sólo por un instante. Todo lo que vi al principio fueron espesos bosques o la suave hierba de las llanuras. Luego localicé un río sinuoso.

—El Famirash —gritó Saryon por encima del fragor de viento que se arremolinaba tras nosotros—. ¡Nos acercamos!

Volamos siguiendo el curso del Famirash y el dragón descendía cada vez más hasta darme la impresión de que nos estrellaríamos con las copas de los árboles; sin embargo, la criatura sabía lo que hacía y, aunque llegó a pasar peligrosamente cerca, tan cerca que estoy seguro de que las copas de los árboles le hicieron cosquillas en el vientre, no chocó con ninguna de ellas.

Un relámpago más brillante que el resto se extendió por el firmamento como una manta de fuego. A su luz, tuve la primera visión de Merilon.

Según la tradición, cuando el anciano hechicero Merlin libró a sus seguidores de las persecuciones que padecían en la Tierra y los condujo a Thimhallan, el primer lugar al que llegaron fue un bosquecillo de robles en medio de una llanura entre dos cordilleras montañosas. Merlin se sintió tan maravillado por la belleza del lugar que fundó en él su ciudad y declaró que esta arboleda sería su lugar de descanso eterno.

Él y los otros conjuradores y moldeadores crearon una plataforma flotante de mármol y cuarzo transparentes delicadamente tallados, que llamaron el Pedestal, y sobre este Pedestal, que flotaba entre las nubes, construyeron la ciudad de Merilon. Pero lo que en el pasado había sido considerado una maravilla en un mundo mágico donde las maravillas abundaban, era ahora una ruina, y su destrozada estructura iba quedando poco a poco sepultada bajo un manto de vegetación.

Era un triste espectáculo, un espectáculo opresivo, que nos recordaba con toda nitidez que la obra del hombre, sin importar lo gloriosa que pueda ser es una cosa temporal, que llegará el día en que la mano del obrero caiga, detenida para siempre, y entonces la naturaleza hará todo lo que esté en su mano para borrar todo rastro de su obra.

—¿Ha sobrevivido la tumba de Merlin, Padre? —preguntó Mosiah.

—Pues claro que sí, ¿no lo recuerdas? No, claro, no podrías —Saryon se respondió a sí mismo—. Olvidé lo malherido que resultaste durante el ataque a la ciudad. La arboleda se quemó por completo, pero la tumba permaneció intacta. Las tormentas de fuego pasaron por encima. Algunos afirmaron más adelante que la hierba que rodeaba la tumba ni siquiera se chamuscó, pero eso no es cierto —Saryon hizo un gesto de resignación y dio un suspiro, sus recuerdos eran recuerdos tristes.

Otro fogonazo iluminó el rostro de Eliza. La muchacha estaba muy pálida, su expresión era de temor, mezclado con un profundo pesar. Contemplaba, al igual que hacía yo, un Merilon reconstruido, en esa otra vida, y contrastaba esa imagen con la triste y amarga realidad.

Cerré los ojos y vi Merilon, en aquel otro tiempo. La plataforma flotante había desaparecido; nadie era capaz de conjurar la poderosa magia necesaria para llevar a cabo tal hazaña. Los edificios —construidos de piedra corriente, en lugar de cristal— descansaban sobre el suelo. El palacio era una fortaleza, sólida y de gruesas murallas, construida para resistir ataques, no para dar cabida a chispeantes festejos. La Arboleda de Merlin había sido replantada. Un bosquecillo de robles jóvenes, pequeños pero resistentes, custodiaban la tumba de Merlin.

Contemplé aquel tiempo y vi cómo acababa. Vi cómo los jóvenes robles se marchitaban y morían bajo el fuego láser de los hch'nyv. Aparté la mirada y ya no quise seguir contemplando ese tiempo.

El dragón empezó a descender dibujando una espiral. No veíamos nada del lugar al que nos dirigíamos, porque empezó a caer sobre nosotros otra de aquellas terribles y repentinas tormentas. La lluvia me azotó el rostro, y me obligó a cerrar los ojos. Los relámpagos centelleaban muy cerca, el trueno retumbaba y restallaba. No vi el suelo hasta que casi estábamos sobre él, cuando el fogonazo de un relámpago iluminó la hierba mojada y los consumidos tocones de árboles muertos. El dragón descendía a demasiada velocidad, según me pareció, y me pregunté si la bestia no iría a suicidarse, y a matarnos a nosotros con ella, para de esta forma librarse a la vez del control mágico y de un enemigo.

En el último instante, cuando estaba seguro de que íbamos a estrellarnos de cabeza, la criatura alzó las alas, elevó el cuerpo con elegancia, y estiró las poderosas patas traseras hacia el suelo. Fue un aterrizaje brusco para nosotros, aunque no para el dragón. Pero nosotros nos vimos lanzados al frente por la fuerza del impacto, y yo me golpeé la cabeza contra la ósea cabellera y me arañé las manos con las escamas.

—Os he traído a la tumba —dijo el dragón—. Ahora marchad y no me molestéis más.

No nos costó ningún esfuerzo obedecer. Me deslicé por el lomo mojado por la lluvia de la bestia y aterricé violentamente contra el suelo; luego ayudé a Eliza, que seguía sin soltar la espada. La joven temblaba de frío, la falda colgando en empapados pliegues, la blusa pegada al pecho, y los cabellos eran una masa de rizos enmarañados y húmedos que caían sobre su rostro. No obstante, su expresión era lúgubre, seria, decidida, dispuesta a hacer lo que se le pidiera.

Saryon y Mosiah se unieron a nosotros. El dragón se irguió sobre los cuartos traseros, con las alas extendidas y los mortíferos dardos en forma de estrellas brillando a través del violento aguacero. Los pálidos ojos llamearon.

—He obedecido tus órdenes —declaró—. ¡Libérame del hechizo!

—No pienso liberarte —contestó Saryon, que había detectado la estratagema que el dragón intentaba utilizar con él—. En cuanto hayas regresado a tu guarida, el hechizo quedará anulado.

El Dragón de la Noche nos dedicó un rugido de despedida y sus mandíbulas chasquearon contrariadas en el aire, a continuación se lanzó de un salto hacia la tormenta, batiendo las alas con energía, y se elevó por los aires para desaparecer entre las nubes.

En cuanto la bestia hubo desaparecido, Saryon hundió los hombros, y dejó escapar un profundo suspiro, libre ahora de una terrible carga.

—Tal vez debiéramos haber ordenado al dragón que se quedara —dijo Mosiah— o al menos que regresara cuando lo llamáramos. Tal vez tengamos que hacer una retirada rápida.

—Mis fuerzas se agotaban —respondió Saryon, haciendo un gesto negativo—. El dragón luchó contra mí cada segundo. No habría podido mantener el hechizo mucho más tiempo. Además... —paseó la mirada en derredor para contemplar el lugar donde nos encontrábamos bajo el viento y la lluvia—, para bien o para mal, nuestro viaje termina aquí.

—¿Dónde está la tumba? —preguntó Eliza. Eran las primeras palabras que había pronunciado desde que abandonamos la guarida del dragón.

—No estoy seguro —respondió Saryon, volviendo a mirar a su alrededor—. Está todo tan distinto...

La tormenta empezaba a amainar. Los truenos sonaban aún, pero ahora a lo lejos. No obstante las nubes siguieron flotando en lo alto, ocultando la luz de las estrellas y las luces de las naves espaciales. Sin los llameantes relámpagos, puede decirse que estábamos casi ciegos.

—Podríamos dar tumbos durante horas buscando la tumba —declaró mi señor, contrariado—. Y no tenemos horas. Es casi medianoche.

Mosiah pronunció una palabra, levantó una mano y una esfera de suave luz amarilla apareció en ella. Puedo asegurar que no recuerdo haber visto nunca nada que me resultara más reconfortante que aquello. Fue como si hubiera alargado la mano hacia la Tierra y arrancado un poco de sol de un día de verano, para traerlo aquí y animar e iluminar nuestro camino. La luz pareció incluso mitigar el frío. Dejé de tiritar y Eliza esbozó una sonrisa pesarosa.

—Ahí está la tumba —señaló Saryon.

La luz brillaba sobre los restos de los robles que en el pasado habían actuado como los guardianes del sepulcro. Fue un espectáculo deprimente hasta que, al adelantarnos, vi los puntos donde varios arbolillos jóvenes, delgados y esbeltos, que crecían de las simientes de sus progenitores, se preparaban para tomar el relevo en la guardia.

La tumba, construida de mármol de un color blanco purísimo, se alzaba en el centro del círculo de árboles. El resto de la arboleda estaba cubierta de vegetación que parecía haberse vuelto loca, enredándose por todas partes, pero ninguna planta se había acercado al sepulcro. Las enredaderas que se deslizaban en aquella dirección se enroscaban sobre sí mismas y retrocedían, rodeaban el monumento. La hierba había crecido, pero las briznas se inclinaban en dirección contraria, como si por respeto, no pudieran tocarlo.

—Recuerdo la primera vez que vine aquí —musitó Mosiah, levantando la luz para que pudiéramos ver—. Me sentí completamente en paz. Ésta era la única parte de Merilon donde me sentía realmente en casa. Me alegra saber que, aunque muchas cosas han cambiado a su alrededor, la atmósfera del lugar permanece igual.

—Es un lugar sagrado —dijo Saryon—. El espíritu de Merlin sigue aquí.

—Ahora que estamos aquí, ¿qué debería hacer? —preguntó Eliza—. Debo colocar la Espada Arcana sobre la tumba o...

Se quedó sin aliento, y yo hice lo mismo, pues ambos habíamos visto lo mismo al mismo tiempo.

Algo descansaba ya sobre la tumba, una figura oscura sobre la blancura del sepulcro.

—¡Lo sabía! —masculló Mosiah, con un amargo juramento—. Esto era una trampa. ¡No...! ¡Eliza! ¡Detente!

Alargó la mano para retenerla, pero llegó demasiado tarde. Sus amorosos ojos habían visto con claridad lo que no era más que una vaga sombra para el resto de nosotros. Con un salvaje alarido entrecortado y hueco, la joven corrió hacía el túmulo, y en cuanto llegó ante el blanco sarcófago arrojó la Espada Arcana sobre la hierba mojada, para abalanzarse, con las manos extendidas y sollozando, sobre el cuerpo que yacía sobre la fría y blanca superficie de la tumba.

Era el cuerpo de Joram.

Mosiah no prestó atención al cuerpo del sepulcro. Su responsabilidad era la Espada Arcana y se inclinó para recogerla de entre la hierba sobre la que había caído, un objeto de desagradable oscuridad, que su luz mágica era incapaz de iluminar. Su mano casi se había posado sobre el arma cuando se detuvo de repente.

—¡Scylla! —El Ejecutor hizo brillar la luz sobre la mujer.

No era extraño que no hubiéramos advertido su presencia antes. Yacía como un ovillo, apoyada contra la tumba, y tenía un lado del rostro cubierto de sangre. Abrió los ojos y los levantó para mirar a Mosiah.

—¡Huid! —advirtió, con un susurro jadeante—. Coged la Espada Arcana y luego...

—Me temo que ya es demasiado tarde.

Un hombre vestido con una túnica blanca salió de entre las sombras de los robles calcinados. Mosiah se lanzó en dirección a la espada, pero un rayo de luz llameó en la oscuridad y le dio en el pecho, lanzándolo violentamente de espaldas contra la tumba. El Ejecutor resbaló por la pared y se desplomó sobre la húmeda hierba.

Inclinándose, Kevon Smythe recogió la Espada Arcana.

—Es una lástima que llegaras demasiado tarde, querida —manifestó, dirigiéndose a Eliza; ni siquiera echó una ojeada a los dos heridos que yacían a sus pies—. Teníamos el antídoto preparado, pero como puedes ver, ya no puede serle de gran ayuda. Sus últimas palabras fueron para ti. Dijo que te perdonaba.

Me abalancé contra aquel hombre de aspecto satisfecho y triunfal. Yo no llevaba ninguna arma, pero creo —estoy seguro— que lo hubiera estrangulado.

No llegué muy lejos. Unas fuertes manos me sujetaron, manos cubiertas con guantes plateados que me colocaron un disco plateado también en el pecho. El dolor hormigueó por todo mi cuerpo y descubrí que no podía moverme. Sólo respirar me costaba un terrible esfuerzo. Tenía las extremidades paralizadas.

Colocaron también discos plateados a Saryon, que se encontraba cerca de mí, y a Mosiah. Me alegró ver que le temían, pues eso significaba que no estaba muerto. Las manos de Scylla estaban libres, pero tenía los pies sujetos por unas sujeciones metálicas cerradas alrededor de sus botas de campaña. Sin fuerzas, la mujer se incorporó para adoptar una posición sentada, y me di cuenta de que no podía mover la parte inferior del cuerpo. Miró a Eliza.

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