El legado de la Espada Arcana (37 page)

Read El legado de la Espada Arcana Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—¡No acerques esa cosa horrenda!

—¿La Espada Arcana? —dijo ella, sorprendida, y a continuación añadió—: ¡Oh, claro; ya comprendo!

—Pues yo no —repuso Mosiah con dureza—. La Espada Arcana destruye su magia. No puede tenerla cerca. ¡Sin embargo, afirma que la ha traído hasta aquí!

—Te sorprendería lo que puedo hacer cuando me lo propongo —respondió Simkin, despectivo—. No he dicho que la trajera aquí. Me quedan todavía amigos en este mundo, ¿sabéis? Gente que me aprecia. Mi querido amigo Merlin, por ejemplo.

—Merlin; claro —Mosiah frunció los labios—. ¿También Kevon Smythe?

—Palos y piedras pueden romper mis huesos, pero jamás me herirá una Espada Arcana —dijo Teddy, y el oso esbozó una sonrisa burlona.

—¿Qué importa cómo ha llegado hasta aquí? —inquirió Eliza con impaciencia—. Ahora que la tenemos, debemos encontrar a mis padres y al Padre Saryon.

Sobresaltado, miré a Mosiah.

—Tu padre, Joram, ¿está vivo? —inquirió el Ejecutor.

—¡Claro que lo está! —respondió ella, y repitió con gran énfasis—: Desde luego que lo está.

—¡Oh, sí, Joram está vivo, ya lo creo —corroboró el oso con voz lánguida—. Pero de un humor de perros. No puedo culparlo por ello. Encerrado en una celda sin otra compañía que nuestro anciano amigo calvo.

—¿Has conseguido encontrarlo? —Eliza aferró la Espada Arcana con fuerza, y sus nudillos se tornaron blancos al cerrarse sobre la empuñadura—. ¿Se encuentra bien?

—Ha estado mejor en otras ocasiones, como dijo la duquesa de Orleans cuando descubrió a su esposo ensartado en el llamador de la puerta. Está consciente, y toma alimentos sólidos. Tu padre; no el duque. No pudimos hacer gran cosa por él, aparte de abrillantar su cabeza todos los domingos.

—¿Y mi madre? —preguntó la muchacha.

—Rien. Nada. Ni idea. Lo siento mucho y todo eso, pero no la he visto. No la tienen prisionera en el mismo sitio que a tu padre y al catalista, eso sí te puedo asegurar.

—Has estado ahí. —Mosiah se mostró escéptico.

—Ya lo creo.

—En la prisión de los Tecnomantes. Donde retienen a Saryon y a Joram.

—Si retiraras esa capucha negra de la cabeza, Mosiah —replicó el oso en tono de reproche—, podrías oír mejor. ¿No es eso lo que he dicho? En realidad regresaba de allí cuando arrojaste sobre mí esa enorme y repugnante espada.

—¿Dónde está la prisión?

—Justo ahí —respondió el oso, y dirigió una mirada de disgusto hacia lo alto.

—¡Encima de nosotros! —exclamó Eliza. Había palidecido y se había mostrado abatida al no recibir noticias de su madre, pero ahora el color regresó con rapidez a sus pálidas mejillas.

—En las estancias superiores de la cueva. No muy lejos. Una buena y rápida caminata en un día de verano, montaña arriba todo el tiempo, desde luego, pero pensad en lo beneficiosa que será la ascensión para vuestras piernas.

Si bien esto podría considerarse una buena noticia por una parte, resultaba espeluznante por otra. Intercambiamos asustadas miradas.

—Yo vigilaré la puerta —dijo Scylla—. ¡Y hablad en voz baja!

Esa advertencia llegaba un poco tarde. No es que hubiéramos estado chillando, pero tampoco habíamos hablado en susurros. Y los ruidos resuenan en las cuevas.

—Si los Tecnomantes se encuentran en las salas situadas sobre nosotros, ¿por qué trajiste aquí la Espada Arcana? —preguntó Mosiah a Simkin—. A menos que tu intención fuera entregársela a ellos.

—Si así fuera, no estaría ahora en este agujero maloliente y húmedo con todos vosotros, ¿no te parece? —replicó él, torciendo la nariz de botón—. Estaría ahí arriba, donde se está seco y cómodo y no se percibe otro mal olor que la colonia barata de ese Kevon Smythe. Tal vez se trate de un hombre del pueblo, pero no veo por qué tiene que oler como uno.

—¿Por qué trajiste aquí la Espada Arcana? —insistió el Ejecutor sin perder la paciencia.

—¡Porque, mi querido destripaterrones estúpido, éste es el último lugar donde se les ocurriría buscarla! Al haberos perdido, en este momento se dedican a volver patas arriba todo Zith-el buscándoos tanto a vosotros como a la espada. No os buscan aquí abajo, ¿verdad?

—En eso tiene razón —admitió Scylla.

—Siempre la tiene —refunfuñó Mosiah—. ¿Por qué no vimos a los Tecnomantes, ni ellos a nosotros, cuando entramos en la cueva?

—Los habríais visto, si hubierais entrado por delante.

—¿Estás diciendo que entramos por detrás?

—No he visto letreros intermitentes de salida o
exit
, pero si queréis considerarlo de ese modo, sí, habéis entrado por detrás.

—¿Está mi padre en una celda? —le preguntó Eliza—. ¿Lo vigilan? ¿Cuántos guardas?

—Dos. Como dije, todo el mundo está convencido de que estáis en Zith-el...

Scylla se apartó de la puerta de la cueva, para regresar a nuestro lado.

—Deberíamos irnos ahora —dijo—. Deprisa.

—No confío en él. —Mosiah se mostraba sombrío—. Traicionó a Joram una vez y provocó su muerte... casi provocó su muerte —corrigió—. Todo lo que Simkin hace, lo hace para divertirse. No te engañes, Eliza. No le importas en absoluto, ni tampoco Joram ni ninguno de nosotros. No me cabe la menor duda de que si se le ocurre que los hch'nyv pueden proporcionarle algo de diversión, agitará ese pañuelo naranja y los llevará personalmente a la zona de aterrizaje.

Eliza se volvió hacia el oso, y vio que tenía los ojos cerrados. Roncaba con suavidad.

—¡Simkin! —suplicó.

—¿Qué? —Los ojos se abrieron al instante—. ¡Oh, perdona! Debo haber echado una cabezada durante esa larga arenga. En lo que a mí respecta, lo que nuestra pateante boñiga de vaca dice es totalmente cierto. No se puede confiar en mí. En absoluto.

Los botones que le servían de ojos centellearon y la boca dibujada con negras puntadas de hilo se crispó.

—Escuchad a Mosiah, el juicioso
Duuk-tsarith
. Ése sí que es un hombre en el que se puede confiar. Somos todo oídos, amigo mío. Yo podría serlo, si quisiera, ¿sabes...? todo oídos, quiero decir. ¿Qué plan de acción nos sugieres?

Mosiah apretó los labios, pero no dijo nada. Estoy seguro de que recordaba que en aquella otra vida nuestra, fueron los
Duuk-tsarith
quienes nos traicionaron. Simkin también lo sabía. Me di cuenta por la mirada de reojo que vi en el oso; lo sabía y se reía de nosotros.

Eliza tomó su decisión.

—Si los Tecnomantes nos buscan en otra parte, debemos aprovechar la oportunidad para rescatar a mi padre y al Padre Saryon. Tal vez no se nos presente otra ocasión.

—Podría ser una trampa —les advirtió Mosiah—. Igual que el Interrogador que se hizo pasar por tu madre era una trampa.

—Es posible —respondió ella con voz tranquila—. Pero si lo es, en realidad no importa, ¿verdad? El tiempo se agota.

—Pero ¿qué tiempo? Ésa es la cuestión —murmuró el Ejecutor.

Eliza no le había oído. Yo sí, y sus palabras me dieron algo en lo que pensar.

—¿Qué hacemos con la Espada Arcana? —preguntó la muchacha—. ¿La llevamos con nosotros?

—Es demasiado peligroso —respondió Scylla—. Si nos capturan, al menos no tendrán la Espada Arcana. Podríamos usarla para negociar nuestra liberación. ¿Por qué no dejarla aquí, donde estará a salvo?

—¿Al descubierto?

Scylla paseó la luz de la linterna por la cueva, al poco rato detuvo el haz de luz.

—Allí al fondo hay unas rocas apiladas. Ocultaremos la espada debajo de ellas. Construiremos un montículo encima.

Eliza dejó la espada en el suelo de la cueva, y luego ella y Scylla recogieron piedras y empezaron a construir una especie de túmulo a su alrededor. Era como observar una cinta de vídeo rebobinándose. Vi cómo levantaban el montón de piedras, mientras que unos momentos antes había visto a Eliza y el Padre Saryon deshacerlo. Ante aquella contradicción, mi mente se rebeló.

Corrí a reunirme con Mosiah, que permanecía de pie y en silencio, con las manos cruzadas, observando.

—¿Qué está sucediendo? —pregunté moviendo frenéticamente los dedos.

—¿Te refieres a nuestro pequeño juego de rayuela con el tiempo? No estoy seguro —respondió pensativo, en voz baja—. Parece que existe una línea temporal que discurre paralela a aquella en la que nos encontramos ahora. Una línea temporal alterna, pues en ella Joram murió hace veinte años y en ésta ha sido Simkin, disfrazado de Joram, quien «ha muerto» a manos del asesino. Pero ¿por qué sucede esto? Si Scylla y Eliza están presentes en ambos mundos, ¿por qué sólo tú y yo somos los únicos conscientes de la existencia de ambos mundos?

—¿Conoces la respuesta?

—Tus conjeturas son tan válidas como las mías, Reuven. Sin embargo, estoy seguro de una cosa. Los hch'nyv van a atacar en ese otro mundo. También van a atacar en éste. Como Su Majestad dice, el tiempo se agota.

—El tiempo se agotó para nosotros en ese último mundo en el que estuvimos, ¿no es así? —Era la pregunta que más había temido hacer—. Nos mataron a todos. Lo sé, porque cuando intento ver algo de esa otra vida, ya no veo nada. Únicamente siento una cólera inmensa y terrible por la traición de que fuimos objeto, y un amargo dolor por todo lo que se perderá.

—Tienes razón —respondió Mosiah—. El dragón acabó con todos nosotros. Te vi morir. Vi morir a Eliza. Vi cómo se acercaba mi propia muerte. A la única persona a la que no vi fue a Scylla —añadió—. Ahora bien, ¿no resulta eso muy interesante?

Esperé a que continuara, pero no dijo nada más, y se me ocurrió de repente que había comprendido mi lenguaje mímico, como lo había hecho en aquella otra vida.

—¿Crees que se nos ha dado otra oportunidad? —pregunté moviendo los dedos.

—O bien es eso, o alguien se está divirtiendo mucho con nuestra lucha contra lo inevitable.

Los dos miramos al oso, que volvía a dormitar con aspecto satisfecho contra la estalagmita; y tal vez fuera mi imaginación, pero me pareció que Teddy esbozaba una sonrisa.

25

—¡Maldita sea! Estoy podrido.

Simkin, al transformarse en un árbol
, La Forja

La Espada Arcana fue sepultada bajo el montón de piedras, un montículo que era exactamente igual que el que yo había visto antes, incluida la colocación de la última roca. No podía mirarlo sin sentir cómo un escalofrío recorría mi columna vertebral.

Avanzamos con cautela por el túnel en espiral, ahora en sentido ascendente. No daba la impresión de que los Tecnomantes hubieran registrado los niveles inferiores; no existía ningún motivo para que lo hicieran. A juzgar por la gruesa capa de polvo intacto que cubría el liso suelo, probablemente nadie había estado aquí durante todos los años de existencia de aquel túnel moldeado por la magia. De todos modos, no corrimos riesgos, y nos deslizamos por él tan silenciosamente como nos fue posible, guiados por la espectral imagen de Simkin y el tenue y fantasmal resplandor de su pañuelo naranja.

La transformación de Simkin se había producido bajo coacción. Antes de abandonar la sala, Mosiah había insistido en llevar él a Teddy, para vigilarlo.

—¡Me niego en redondo! —Teddy se mostró anonadado ante tal indignidad y suplicó y gimoteó. Finalmente, al encontrarse con que Mosiah se mostraba insensible tanto a las amenazas del oso como a la intercesión de Eliza en su favor, Simkin había abandonado su rellena imagen y condescendido a aparecer ante nosotros «desnudo», como lo describió él.

—Me supone un gran esfuerzo mantener esta apariencia, como podéis ver. O más bien no podéis ver —dijo Simkin en un lúgubre murmullo mientras recorríamos el túnel. El resplandor naranja de su pañuelo nos iluminaba el camino a Mosiah y a mí. Scylla y Eliza nos seguían, usando la linterna de Scylla.

—Curioso —dijo Mosiah—. La enredadera Kij encuentra suficiente Vida mágica para desarrollarse, y me sorprende que tú no lo hagas.

—La enredadera Kij —comentó él— es una hierba parásita.

—Precisamente por esa razón —repuso Mosiah, sarcástico.

—Vaya, muy divertido. Ja, ja y todo eso. Según tú, la Vida me desborda por las orejas y me limito a malgastarla, arrojándola a los cuatro vientos en una alegre y divertida juerga. Te comunico —añadió Simkin en tono agraviado— ¡que no me he cambiado de ropa en veinte años! ¡Veinte años!

Se secó los ojos con el pañuelo, que era lo único sólido que había en él.

—Tal vez estés usando tu magia para otras cosas —sugirió Mosiah—. Por ejemplo, para enviarnos a juguetear a través del tiempo.

—¿Qué crees que soy? —inquirió Simkin, sorbiendo por la nariz—. ¿Por un maldito parque de diversiones? Existen infinidad de lugares a los que me encantaría enviarte, Mosiah, pero a dar saltitos entre los nanosegundos no es uno de ellos.

»—¡Escucha! —Simkin se detuvo, y nos dirigió una indignada mirada—. ¿Habéis estado saltando entre años?
Annus touristi
? ¿Y no me habéis llevado con vosotros?

—¿Qué pasa? —preguntó Scylla, adelantándose desde su posición en la retaguardia—. ¿Cuál es el problema?

—Nada —respondió Mosiah.

—¡Entonces seguid adelante! ¡Éste no es momento para detenerse y charlar! —La mujer nos adelantó a grandes zancadas.

—¿Os metí en un lío? —inquirió Simkin con voz contenida, y riéndose, revoloteó hacia atrás para caminar junto a Eliza y coquetear con ella, de un modo vergonzoso.

—Una cuestión interesante, ¿no crees? —me dijo Mosiah en voz baja—. Simkin no estaba con nosotros en ese otro tiempo. ¡Y Simkin nunca organizaría una fiesta a la que no pudiera asistir!

Admití que eso podía ser cierto. Sin embargo, al mirar a mi espalda, contemplando con inquietud cómo el resplandor naranja se bamboleaba muy cerca de Eliza, recordé que en cada una de las líneas temporales alternativas, Simkin había traicionado a Joram. ¿Por qué debíamos suponer que en ésta sería diferente?

Sólo que ahora no traicionaría a Joram. El beso de la traición se lo daría a la hija de Joram.

El túnel se hacía más largo al subir que al bajar, y cuando conseguimos llegar cerca del final, las piernas me dolían terriblemente, estaba sin aliento y la parte más difícil no había hecho más que empezar.

Había imaginado que la parte superior de la caverna sería igual que en el otro tiempo alterno, si aquello era realmente donde (¡o debería decir
cuando
!) habíamos estado. No tardé en darme cuenta de que me equivocaba. Al doblar una esquina, Scylla, que ahora iba en cabeza, apagó de improviso la linterna y dio un salto atrás.

Other books

All That Is Red by Anna Caltabiano
A Love for Safekeeping by Gail Gaymer Martin
The Mousehunter by Alex Milway
Beauty for Ashes by Win Blevins
The Marriage Book by Lisa Grunwald, Stephen Adler