El legado de la Espada Arcana (31 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Se sumió en sus propios pensamientos, y se retrasó un par de pasos para indicarme que deseaba estar solo. Yo seguí absorto en mis pensamientos un instante y entonces observé que Eliza me miraba por el rabillo del ojo y que, por su sonrisa, parecía invitarme a acercarme a ella.

Mi corazón se aceleró, y me acerqué. Con un leve gesto en dirección a la acorazada espalda de Scylla, para imponer silencio, Eliza empezó a hablarme por señas. Me divirtió comprobar que mi lenguaje mímico —un pobre sustituto de la voz— se estaba convirtiendo en un lenguaje para la intriga y los secretos.

—Lamento mi parte en la disputa de anoche —dijo Eliza—. ¿Podrás perdonarme, Reuven?

Sabía muy bien a qué disputa se refería, aunque no podría haberlo dicho un segundo antes. Igual que palabras o imágenes disparan recuerdos de un sueño, del mismo modo su mención hizo aparecer toda la escena ante mí, pero mucho más real que cualquier sueño. No era un sueño. Había sucedido... al menos éste, y había sucedido.

Quizá se tratara de la influencia de la Vida mágica que fluía por mis venas, pero mi otro yo —el yo de la Tierra— se desvanecía rápidamente en la lejanía.

—No hay nada que perdonar, querida mía —respondí.

La miré, con el sol brillando sobre sus negros rizos, el dorado resplandor de la corona, la moteada luz solar centelleando sobre sus joyas, las sombras de los árboles deslizándose por su cuerpo, apagando toda luz excepto la suya propia.

La amé. Mi amor por ella fluyó de mi interior hacia ella como la Vida había fluido de mí hacia Mosiah.

La había amado desde que éramos niños y estábamos juntos y la seguiría amando, sin importar lo que sucediera, hasta que llegara el día en que presentara ese amor como un regalo para Almin y fuera a residir para siempre en Su bienaventuranza.

Las imágenes de nuestro pasado, nuestra juventud y nuestro presente seguían confusas. La recordaba como una criatura recién nacida, recordaba una soterrada sensación de temor durante toda mi infancia; también recordaba los años pasados estudiando en El Manantial, las vacaciones pasadas en mi hogar con aquella que era mi hermana de leche y tantas otras cosas. Recordaba haber dejado a una criatura descarada y tozuda, y haber encontrado al regresar a una joven hermosa y enérgica. Pero ¿quién nos había criado? ¿Dónde habíamos vivido? Eso se me ocultaba.

—Tu seguridad era mi única preocupación —dije por señas.

—Comprendes que no podía existir otro modo —replicó ella—. Que esto era algo que yo tenía que hacer, siendo la heredera de mi padre. —Me miró fijamente, esperando mi respuesta.

—Lo comprendo —contesté—. Lo comprendí entonces. Sólo dije esas cosas para provocarte, y funcionó. Creí que ibas a abalanzarte sobre mí otra vez, como en los viejos tiempos.

Esperaba arrancarle una carcajada. De niño me divertía provocándola hasta que perdía los estribos y me golpeaba con sus diminutos puños. Aunque yo siempre afirmaba que era la víctima inocente, jamás me creían, y mandaban a los dos a la cama sin cenar.

No rió, aunque sí sonrió al recordarlo. Impulsivamente, alargó la mano para coger la mía y musitó:

—Como en los viejos tiempos, Reuven, puedo contar contigo y sólo contigo para eliminar el centelleante polvo de hadas que todos los demás desperdigarán sobre mis obligaciones. Sólo tú me muestras la fea realidad que hay debajo. Tú me obligas a mirar a la fealdad y luego a ver más allá de ella, a tener esperanza. Admítelo —sus ojos refulgieron con un brillo triunfal—, si hubiera rehusado venir, te habría desilusionado.

—Habría pensado que por una vez en tu vida habías tomado una decisión sensata y racional —respondí por señas, intentando parecer severo—. Tal y como están las cosas, mi única desilusión habría estado en que no me hubieras permitido acompañarte.

—¿Cómo había podido dejarte atrás? —inquirió ella, sonriente y burlona. Sin darse cuenta, siguió hablando en voz alta—: Tendría que haber soportado tus quejas durante días. «¡Eliza pudo ir y yo no!» —concluyó con voz infantil, hablando por la nariz.

—¡Chitón! —ordenó Scylla, volviéndose—. Os pido perdón, Majestad. Es sólo que...

—No vamos de excursión, Majestad —añadió Mosiah en tono solemne, acercándose sigiloso a nuestro lado.

—Tenéis razón los dos —murmuró Eliza, con las mejillas arreboladas—. No volverá a suceder.

—Estamos muy cerca del punto de encuentro —dijo Scylla—. ¿Ejecutor?

Los robles se habían agitado y hecho crujir sus ramas a medida que avanzábamos y supuse que seguían facilitando información a Mosiah.

—El Padre Saryon está en el claro y está solo. Pero sabe que nos acercamos y está bastante inquieto. Sugiero que mitiguemos sus temores.

—Yo entraré primero en el claro —dijo Scylla—. Vosotros quedaos aquí con Su Majestad.

—¡Tonterías! —exclamó Eliza, perdiendo la paciencia—. Entraremos todos juntos. Si es una trampa, ya nos hemos metido dentro. Ven, Reuven.

Salimos a un calvero, y nos encontramos con un clérigo de edad avanzada, que había estado mirando nerviosamente a derecha e izquierda justo antes de que apareciéramos.

En cuanto nos vio, dejó escapar un suave suspiro. Sonrió y extendió las manos, una a cada uno de nosotros dos.

—Hijos míos —dijo Saryon con gran sentimiento.

Mis ojos se empañaron llenos de lágrimas, y supe entonces quién era el hombre que había actuado de padre para Eliza y para mí, el hombre que se había llevado a dos huérfanos a su hogar y a su corazón.

No era extraño que hubiera sentido el amor de un hijo por su padre en aquella otra vida. Un amor así no conoce fronteras, se extiende por encima del abismo del tiempo.

Me dio su mano y contempló con placer y orgullo mi blanca túnica con su reborde rojo. El blanco me señalaba como catalista doméstico, aquel que está empleado en una familia noble; el rojo indicaba que era un lord Padre, una categoría muy elevada para alguien de mi edad.

Se habría inclinado y besado la mano de Eliza, pero ella se lo impidió arrojándole los brazos al cuello y besándolo cariñosamente en la mejilla. Él la abrazó con fuerza y la mantuvo pegada a él, sin dejar de sujetar mi mano con fuerza, y tuvimos una muy feliz reunión familiar en aquel calvero en medio del zoológico de Zith-el.

—Hace tanto que no os veía a los dos —dijo, soltándonos para mirarnos con cariño.

—Esperábamos que el emperador te permitiría ir a visitarnos a Merilon —se quejó Eliza, y una diminuta arruga surcó su frente.

—No, no, el emperador Garald tiene razón —suspiró Saryon—. Los caminos son peligrosos, muy peligrosos.

—Los Corredores son seguros.

—Los
Thon-li
se niegan a garantizarlo actualmente. Menju el Hechicero posee muchos aliados en Thimhallan. Aunque no es que me preocupe cualquier peligro que pueda correr yo —añadió en tono animoso—. Estoy preparado para ir al descanso definitivo, para reunirme con tu padre y tu madre. —Palmeó la mano de Eliza—. Pero no puedo soltar el gran peso que llevo. Aún no. Aún no.

Sacudí las lágrimas de mis ojos con un parpadeo, y ahora que podía ver al Padre Saryon con más claridad, me sorprendió su aspecto. Estaba más viejo de lo que correspondía a su edad, sus cabellos eran grises y su porte encorvado, como si el peso del que hablaba fuera físico. No era débil ni frágil físicamente, sólo de espíritu.

Scylla y Mosiah se habían mantenido apartados en la linde del claro, para darnos un momento de intimidad en nuestra reunión y también para asegurarse de que no había nadie emboscado; pero ahora se adelantaron, realizando respetuosas inclinaciones ante el Padre Saryon. Éste saludó a Mosiah con alegría, diciendo que había oído decir que el Ejecutor estaba al servicio de la reina Eliza. Mosiah permaneció con las manos cruzadas frente a él, silencioso y vigilante.

Al parecer, el Padre Saryon no conocía a Scylla, pues Eliza la presentó como su caballero, si bien que femenino, y capitana de la guardia. La mujer se mostró cortés, pero sus modales eran enérgicos; resultaba evidente que se sentía incómoda.

—No deberíamos permanecer aquí más tiempo del necesario, Majestad. Con vuestra graciosa autorización, yo sugeriría que marchásemos de inmediato.

—¿Estáis de acuerdo, Padre Saryon? —le preguntó Eliza, contemplándolo con ansiedad. También ella parecía preocupada y consternada ante su macilento aspecto—. Parecéis cansado. ¿Tuvisteis que andar hasta aquí? El viaje debe haber sido agotador para alguien como vos. ¿Necesitáis descansar?

—No puede existir descanso para mí hasta que haya completado mi tarea. Sin embargo —añadió, contemplando con intensidad y aire escrutador a Eliza—, sin embargo me iré a la tumba con este secreto si te sientes insegura en lo más mínimo, hija. ¿Deseas realmente cargar con esta pesada responsabilidad? ¿Has pensado en los peligros a los que te enfrentarás?

—Sí, Padre —Eliza le tomó de ambas manos—, querido padre, el único padre que he conocido. Sí, he meditado sobre los peligros. Se me han mostrado con nitidez —añadió con una mirada y una sonrisa dirigidas a mí, antes de volverse de nuevo hacia Saryon—. Estoy preparada para asumir la responsabilidad; para culminar, si es necesario, la tarea que inició mi padre.

—Él se hubiera sentido orgulloso de ti, Eliza —dijo Saryon con dulzura—. Tan orgulloso...

—Majestad...

—Sí, Scylla, nos vamos. Padre, debéis guiarnos, pues sois el único que conoce el camino.

Saryon dio un suspiro e hizo un gesto de resignación, y adiviné que el camino en el que pensaba no era el sendero a través del bosque bajo los rayos del sol que se filtraban por entre las hojas, sino el sendero envuelto eternamente en tinieblas que conduce al futuro.

Eliza caminó a su lado, sujetando su brazo de un modo afectuoso y confiado, que complació inmensamente al catalista. Puesto que el sendero no era lo bastante amplio para caminar los tres juntos, me retrasé un par de pasos, quedando entre Saryon y Eliza por delante y Scylla y Mosiah por detrás. Scylla se mostraba muy nerviosa y vigilante.

—Tal vez sufra todavía los efectos de mi herida —dijo Mosiah—, pero ¿qué podemos temer, aparte de los peligros habituales que siempre aguardan a cualquiera lo bastante insensato como para atravesar el zoo de Zith-el? Vos misma dijisteis que los centauros no nos atacarían.

De la garganta de Scylla escapó un ruidito despectivo.

—Los despacharíamos rápidamente si lo hicieran. No, no es a los centauros a quienes temo, ni a los merodeadores de la noche, ni a gigantes o hadas. —Calló un instante, luego siguió en voz baja—: Me sorprende que no lo imaginéis.

—Teméis a los
Duuk-tsarith
. De los que formo parte.

—Cierto, pero siempre habéis sido de naturaleza independiente, Mosiah, y no os asustaba seguir vuestro propio camino si creíais que el otro estaba equivocado. Ése fue el motivo por el que Su Majestad os eligió para acompañarnos. Sois el único de sus Ejecutores que consideró digno de confianza.

—¿Qué es lo que teméis de los
Duuk-tsarith
?

—Que intenten apoderarse de la Espada Arcana, desde luego —respondió ella.

—De modo que por eso estamos aquí —dijo Mosiah, pensativo—. «Estoy preparada para asumir la responsabilidad», dijo la reina. Eliza piensa usar la Espada Arcana. Y el Padre Saryon sabe dónde está.

—Naturalmente. ¿No os lo explicó Su Majestad antes de que partiéramos?

—A lo mejor Su Majestad no tiene tanta confianza en mí como vos —respondió él con malicia.

—Después de lo sucedido, no se la puede culpar por ello —suspiró Scylla—. El emperador Garald cree que los
Duuk-tsarith
están bajo su control y obedecerán sus órdenes. Desde luego, éstos no le han dado ningún motivo para pensar lo contrario, pero de todos modos...

—Vos no confiáis en ellos.

—La Espada Arcana es un gran trofeo. Podría proporcionarles un poder enorme, en especial si descubrieran el secreto de crear más espadas.

—No veo cómo podrían conseguirlo. Nadie que posea Vida puede utilizarla. El arma absorbería toda su magia y los dejaría indefensos.

—Ese golpe ha debido ser muy fuerte —repuso Scylla—. O tal vez es un rebrote de las heridas que sufristeis en el derrumbamiento de la casa de lord Samuels durante la batalla. Sea lo que fuere, es evidente que no pensáis correctamente. Los Muertos que hay entre los
Duuk-tsarith
empuñarían la Espada Arcana. Fuisteis vos quien me dijo que ése era el motivo de que los hubieran reclutado. Y además es de dominio público que los
Duuk-tsarith
no creen en la profecía del Patriarca. Al igual que muchos otros creen que se trata de una estratagema política pergeñada por el emperador y el Patriarca Radisovik para atemorizar a los rebeldes. —Siento punzadas en la cabeza —dijo Mosiah, y su voz sonó lastimera—. Recordadme esta profecía.

Scylla bajó la voz y dijo en tono solemne:

—Que el Demonio en persona estaba preparando un ejército contra nosotros. Demonios armados con la luz del infierno descenderían sobre nosotros desde el cielo y destruirían a todo ser vivo en Thimhallan.

Me sentí tan sobresaltado y alarmado por esta profecía que me volví consternado y miré a Mosiah de hito en hito.

—¡Los hch'nyv! —indiqué por señas.

—¿Qué? —inquirió Scylla—. No comprendo. ¿De qué habla?

—Es una conversación que habíamos mantenido. No es importante. —Mosiah me hizo un gesto con la mano para que guardara silencio—. Esta profecía... ¿cuándo debe cumplirse?

—Mañana a esta misma hora, los demonios lanzarán su ataque. De modo que el Patriarca Radisovik recibió el mensaje siguiente: «Únicamente la Espada Arcana en las manos del heredero de Joram puede salvarnos».

—¿Quién dio al Patriarca esta informa... esta profecía?

—Un ser luminoso —respondió Scylla, en tono respetuoso—. Un ángel enviado por Almin.

—Comprendo que mis hermanos los
Duuk-tsarith
se mostraran escépticos. Debo admitir que resulta difícil de creer.

Scylla aspiró con fuerza, dispuesta a discutir o a reprender; pero dejó escapar el aire poco a poco.

—No es éste el momento para otro de nuestros debates teológicos, aunque me preocupa vuestra alma y rezo por vos cada noche.

Mosiah pareció bastante estupefacto ante tal afirmación y no pareció saber qué responder. Scylla también se quedó callada, preocupada.

—¡Ojalá Su Majestad hubiera hablado de esto con vos! —dijo; luego añadió tajante—: No obstante, es justo que lo sepáis. Pero esto debe mantenerse en secreto. El emperador envió un mensaje a la Tierra, al general Boris.

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