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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (26 page)

Hice mi petición, justo al mismo tiempo que un refulgente relámpago casi nos ciega. Un fuerte trueno estalló encima de nuestras cabezas, y su retumbo sacudió el vehículo volador.

—¿No puedes aguantarte? —preguntó Scylla.

Hice un gesto negativo. Con un suspiro, la mujer comprobó la pantalla, encontró un lugar despejado e hizo que el vehículo se posara en el suelo.

—Iré con él —ofreció Mosiah—. Existen peligros ahí fuera para los que no conocen el terreno.

Indiqué que le agradecía su compañía, pero que no era necesario que se empapara por mi culpa. Hizo un gesto de indiferencia, esbozó una sonrisa y abrió la portezuela.

Yo abrí la de mi lado y me dispuse a bajar.

—¿Qué? ¿Qué sucede? —murmuró Eliza medio dormida, parpadeando.

—Parada para hacer pipí —respondió Scylla.

—¿Qué? —insistió la joven.

Avergonzado, no esperé a oír nada más.

El viento estuvo a punto de arrancarme la portezuela de la mano, arrastrándome casi fuera del coche. Tuve que forcejear denodadamente para conseguir salir por mi propio pie, y la lluvia me empapó en un instante, mientras luchaba con la portezuela hasta conseguir cerrarla. La fuerza del viento me empujó varios pasos delante del coche, en tanto que Mosiah luchaba por rodear el vehículo, con las negras ropas chorreando y pegadas a su cuerpo. Había echado hacia atrás la capucha, que de todos modos no servía de nada contra aquel viento y aquella lluvia, y fue entonces cuando supe que realmente se había quedado sin Vida. Ningún hechicero al que quedara aún un poco de poder se habría dejado mojar de aquel modo.

—¡Cuidado! —chilló, cogiéndome del brazo—. ¡Enredaderas Kij!

Señaló con el dedo, y a la luz de los faros del vehículo, distinguí las letales enredaderas. Yo había escrito sobre ellas en mis libros, sobre cómo estas plantas se arrollaban en las extremidades de los incautos, clavaban las espinas en la carne, y chupaban la sangre de sus víctimas para alimentarse. Desde luego, yo no había visto nunca una, y hubiera preferido ahorrarme ese placer. Las hojas en forma de corazón relucían negras en la noche, brillando empapadas por la lluvia, y las espinas eran pequeñas y afiladas. La planta parecía muy sana, con zarcillos enormes que se enroscaban unos sobre otros, capa a capa.

Procurando mantenerme alejado de las enmarañadas enredaderas, finalicé lo que había ido a hacer tan rápido como me fue posible. Mosiah permanecía cerca, vigilando en todas direcciones, y me alegré de que estuviera allí. Tras subir la cremallera de mis vaqueros, inicié el regreso al coche, con Mosiah a mi lado. La tempestad parecía amainar; la lluvia se había convertido en un aguacero barrido por el viento en lugar de una lluvia torrencial y yo estaba impaciente por regresar al cálido interior del vehículo aéreo cuando sentí como si un alambre se arrollara a mi tobillo.

¡La enredadera Kij! Frenético, di un bandazo al frente, intentando soltarme; pero se aferraba a mí con gran fuerza. El zarcillo tiró de mi pie, me derribó, y ¡empezó a arrastrarme hacia la parte central de la planta! Proferí un grito ahogado y hundí los dedos en el barro para ofrecer resistencia.

Espinas afiladas como agujas perforaron la carne de mi pierna, deslizándose sin problemas a través de mis vaqueros y los gruesos calcetines. El dolor era insoportable.

Al oír mi grito, Mosiah corrió en mi ayuda. Scylla me había visto caer y abría ya la portezuela del coche.

—¿Qué es? —gritó—. ¿Qué sucede?

—¡Quédate dentro! —respondió Mosiah a gritos—. ¡Haz girar el vehículo! ¡Enfoca las luces hacia nosotros! ¡Son enredaderas Kij! ¡Están por todas partes!

Pisoteó algo con fuerza. Entretanto yo era arrastrado lentamente por el suelo empapado, con mis dedos escarbando la tierra en un intento de encontrar asidero, pero sin conseguir otra cosa que abrir profundos surcos en el barro. El dolor era intenso... la aguijoneante sensación de una espina que busca una vena, seguida por el nauseabundo dolor de la sangre al ser extraída.

Mosiah estaba de pie a mi lado, atisbando en la oscuridad. Pronunció una palabra y apuntó con un dedo. Se produjo un fogonazo, un chisporroteo, y un chasquido.

La enredadera me soltó.

Me arrastré al frente, pero no tardé en sentir otros zarcillos en mis carnes. Surgiendo de las tinieblas desde todas partes, se arrollaron a mis tobillos y muñecas; uno se enroscó a mi pantorrilla.

El vehículo había girado. A la luz de sus faros, vi cómo las gotas de lluvia brillaban sobre las hojas en forma de corazón de las mortíferas plantas, cómo relucían sobre las terribles y afiladas espinas.

—¡Maldición! —masculló Mosiah, y lanzó a la enredadera una airada mirada de consternación. Dio media vuelta y corrió hacia el coche.

Pensé —no sé por qué— que me había abandonado, y el pánico se apoderó de mí, trayendo con él un chorro de adrenalina. ¡Me liberaría yo mismo!, decidí. Intenté no dejarme vencer por el miedo, traté de permanecer tranquilo y pensar con claridad. Con toda la fuerza que poseía y una gran cantidad que no tenía, di un violento tirón de la muñeca y conseguí liberarme de una de las plantas.

Pero no era más que una, y al menos me sujetaban otras cuatro.

Eliza había salido del vehículo, haciendo caso omiso de las órdenes de Mosiah.

—¡La Espada Arcana! —chillaba el Ejecutor—. ¡Dame la Espada Arcana! ¡Es la única cosa que lo puede salvar!

Yo tenía el rostro cubierto de lodo y los cabellos metidos en los ojos. Seguía luchando contra la enredadera, pero empezaban a fallarme las fuerzas. El dolor de las espinas era debilitante; me sentía mareado y a punto de desmayarme.

—¡A mí! —aullaba Mosiah—. ¡Dámela a mí! ¡No! No te arries...

Oí pisadas y el susurro de unas largas faldas.

Me sacudí el pelo de los ojos y vi a Eliza frente a mí, con la Espada Arcana en la mano.

—¡No te muevas, Reuven! ¡No quiero herirte!

Me obligué a permanecer inmóvil, aunque sentía cómo las enredaderas se ceñían con más fuerza a mi cuerpo, las espinas bebiendo con ansia.

Las luces del coche la iluminaban por la espalda, formando una aureola alrededor de sus oscuros cabellos, un aura en torno a su cuerpo; pero la luz no tocaba la espada o el arma absorbía la luz. Eliza alzó la espada y la descargó con fuerza. Oí cómo se abría paso por entre las plantas, pero para mi mente embotada por el dolor, era como si ella combatiera a las mortíferas criaturas con la noche en persona.

De improviso me vi libre. La planta me soltó; los zarcillos cayeron inertes y sin vida como una mano que ha sido seccionada a la altura de la muñeca.

Mosiah y Scylla me ayudaron a levantar. Limpié el barro que manchaba mi rostro y, con su ayuda, me dirigí tambaleante hasta el vehículo. Eliza nos seguía, empuñando la Espada Arcana dispuesta a atacar, pero la enredadera Kij había decidido abandonar la caza. Al volverme para mirarla, vi sus hojas marchitas y abarquilladas allí donde la espada las había tocado.

Me ayudaron a entrar en el vehículo. Por suerte, la lluvia casi había cesado.

—¿Estará bien? —Eliza no se apartaba de mi lado, y su evidente preocupación me alivió como un bálsamo calmante.

—El dolor desaparece con rapidez —repuso Mosiah—. Y las espinas no son venenosas, lo sé por experiencia.

—Te pasabas la vida dándote de bruces contra ellas, si no recuerdo mal —manifestó Teddy desde el suelo. Parecía malhumorado—. Te advertí sobre ellas, una y otra vez...

—No es cierto. Dijiste que eran comestibles —rememoró Mosiah con una media sonrisa.

—Bueno, sabía que uno de nosotros lo era —farfulló el oso, luego elevó la voz airado—. ¿Es necesario que todos chorreéis agua sobre mí?

—Te arrojaría a las enredaderas Kij —advirtió Mosiah, introduciendo la mano en el vehículo para coger al muñeco—, pero hasta ellas deben tener
algo
de buen gusto. —Empezó a devolverlo al asiento, pero se detuvo y lo sostuvo en alto, mirándolo con atención—. Me pregunto...

—¡Bájame! —exigió Teddy—. ¡Me estás pellizcando!

El Ejecutor dejó caer pesadamente el oso de trapo en el asiento a mi lado.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó Scylla.

—No muy bien —gimoteó Teddy.

—Hablaba con Reuven —replicó ella con severidad, y a continuación me subió los bajos de los pantalones y empezó a examinar las heridas.

Hice un gesto de asentimiento, indicando que me encontraba mejor. El dolor desaparecía, tal y como había dicho Mosiah, pero no el horror. Todavía me parecía sentir cómo aquellos zarcillos se enroscaban en mis piernas. Me recorrió un escalofrío como reacción a la experiencia vivida.

—Deberías quitarte esas ropas mojadas —dijo Eliza.

—No aquí —manifestó Mosiah—. No ahora.

—Por una vez, estoy de acuerdo con el hechicero —dijo Scylla—. Regresad todos al vehículo. Pondré la calefacción. Reuven, quítate las ropas que puedas. Eliza, tápalo con todas las mantas que haya. Encontrarás un botiquín de primeros auxilios ahí atrás. Usa el ungüento para las heridas.

Eliza volvió a dejar la Espada Arcana, en el suelo, deslizándose bajo la manta, fuera de la vista. No hizo ningún comentario sobre lo que había hecho para salvarme, y se negó a mirarme cuando intenté darle las gracias por señas; en su lugar, buscó y encontró el botiquín de primeros auxilios, luego se ocupó de las mantas, sacándolas del maletero.

El vehículo se elevó del fatídico lugar y avanzó con suavidad, ganando tiempo ahora que la tormenta había cesado. Un sol pálido nos contempló desde lo alto, parpadeando, a medida que las nubes pasaban veloces sobre su apagado ojo.

—Media tarde —indicó Mosiah, mirando al cielo.

—Estaba tan oscuro, que creí que era de noche —dijo Eliza.

Empezó a curar mis heridas con el ungüento. Turbado por atraer tantas atenciones, yo había intentado cogerle el tubo, pero ella se negó.

—Recuéstate y descansa —ordenó, y me ayudó a sacarme el empapado suéter de lana.

Untó con ungüento las heridas producidas por las espinas, que estaban enrojecidas e inflamadas y rezumando oscura sangre y, en cuanto extendió el bálsamo sobre ellas, el enrojecimiento desapareció, dejaron de sangrar y el dolor se mitigó hasta desaparecer casi por completo. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par al contemplar el cambio.

—Esto es maravilloso —dijo, mirando el pequeño tubo—. Tenemos medicamentos que nos traen las Fuerzas Terrestres, pero ¡nada como esto!

—Es el suministro gubernamental reglamentario —repuso Scylla, encogiéndose de hombros.

Mosiah se volvió en su asiento, estudió las heridas casi curadas de mis piernas y brazos, y miró a la mujer.

—¿Qué gobierno suministra milagros hoy en día? —preguntó.

—¿Dónde encontraste tú ese rayo que lanzaste, Ejecutor? —La mujer lo miró y le dedicó una sonrisa irónica—. ¿Habías guardado uno por si acaso? Si no recuerdo mal, dijiste que te habías quedado sin magia. Sin Vida. —Meneó la cabeza con fingido pesar, y siguió—. Además exigiendo la Espada Arcana. Piensas muy deprisa. Pero ¿qué habrías hecho con ella?

—La habría usado para liberar a Reuven —respondió él—. A continuación me habría transformado en un murciélago y hubiera salido volando con ella, claro está. ¿O creías que la cogería e intentaría echar a correr con ella, por este páramo desolado, y además con tu vehículo para atraparme?

Estaba acurrucado y envuelto en sus ropajes, completamente empapados, y mantenía los hombros muy tiesos, para que no revelaran que tiritaba de frío.

Scylla no respondió, pero a juzgar por el tenue rubor que distinguí cubriéndole la parte posterior del cuello, creo que se sentía avergonzada por haberlo acusado. Nuestro enlutado acompañante había dado su palabra de ayudarnos y no teníamos motivos para dudar de él; que tuviera una pequeña reserva de Vida guardada era sensato, ya que ningún hechicero se agota por completo, si puede evitarlo. Había salido por su voluntad bajo el torrencial aguacero para protegerme, y si no me hubiera advertido sobre las enredaderas Kij, podría haberme metido entre ellas tan profundamente que ni siquiera la Espada Arcana habría podido salvarme.

Eliza le ofreció una manta, que él rehusó con un leve gesto negativo. La muchacha no hizo ningún comentario; seguía sin confiar en él y no se disculpaba por ello. Me envolvió con una manta, se aseguró de que estuviera cómodo y volvió a guardar el botiquín, para preguntar a continuación si había algo más que pudiera hacer por mí. Me ofreció la agenda electrónica, por si deseaba escribir algo.

Le indiqué que no, con una sonrisa, para demostrar que me sentía mucho mejor. Y en realidad, así era. El horror empezaba a disminuir. El vehículo aéreo nos empezaba a calentar rápidamente, y mis escalofríos, junto con el dolor, habían cesado. Sin duda, parte del mérito era del ungüento, pero ninguna pomada puede curar los terrores del alma. La mano de Eliza había sido la auténtica cura.

Algunas emociones no precisan palabras. Eliza vio en mis ojos lo que no podía articular, y un ligero rubor cubrió sus mejillas, haciendo que apartara la mirada de mí, para fijarla en la agenda que sostenía. El objeto le proporcionó una excusa para cambiar de tema.

—No quiero molestarte, Reuven, si estás cansado...

Hice un gesto negativo. Ella no podía molestarme nunca, ni podía cansarme de hacer cualquier cosa que la joven me pidiera.

—Me gustaría aprender el lenguaje mímico —dijo, casi con timidez—. ¿Te importaría enseñarme?

¡Cómo iba a importarme! Comprendí que ella lo hacía por bondad, para que no pensara en la terrible experiencia sufrida, pero acepté esperando que ello apartara también su mente de sus propios horrores. La joven se acercó más a mí, y empecé a enseñarle el alfabeto, deletreando su nombre. Lo entendió enseguida. Era una alumna brillante, y en muy poco tiempo conocía ya todo el alfabeto y podía enumerarlo de pies a cabeza, moviendo manos y dedos a velocidad de vértigo.

Mientras, el vehículo planeaba sobre pastos empapados, se elevaba y trepaba sobre las copas de los árboles. Ahora viajábamos a gran velocidad, aunque me pregunté si nuestra velocidad compensaría el tiempo perdido durante la tormenta. Mosiah mantuvo su frío y ofendido silencio.

El sol siguió brillando, aunque a menudo quedaba oculto por nubes veloces. Scylla apagó la calefacción del coche, que —con las ropas húmedas— empezaba a parecer una sauna.

—Esas enredaderas Kij —dijo la mujer de improviso— se comportaron de un modo curioso, ¿no crees?

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