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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (25 page)

Nos habíamos olvidado de Teddy.

Lo levanté, polvoriento e indignado, pero ileso.

—Simkin no está muy equivocado —dije por señas—. No sobre Merlin —añadí a toda prisa—. Sobre Joram. Una vez que la Espada Arcana esté en manos de Joram, podría usarse para derrotar a los Tecnomantes.

—¿Has olvidado que esta Espada Arcana carece de magia? Ningún catalista le ha dado Vida. Esa arma no tiene la menor posibilidad de llegar a las manos de Joram —afirmó Mosiah con amargura—. Smythe se apoderará de ella y eso será el final. Nos embarcaremos en una empresa descabellada.

—Igual que en los viejos tiempos —dijo Simkin con un suspiro cargado de nostalgia.

—¡Tú no vienes! —declaró Mosiah.

—Yo no me dejaría atrás. —La voz de Teddy era solemne—. No se puede confiar en mí. En absoluto. Es mucho mejor que me tengáis a la vista, como dijo la duquesa de Winifred contemplando la mesa donde guardaba su colección de ojos. Tenía uno para cada día del año, en colores distintos. Acostumbraba hacerlos saltar del ojo después del desayuno. Recuerdo el día en que uno salió disparado y rodó por el suelo. El catalista doméstico lo pisó inadvertidamente. No os podéis imaginar el cho...

—Vendrá con nosotros —dijo Eliza a toda prisa. Me quitó a Teddy y lo introdujo en el bolsillo de su falda—. Puede quedarse conmigo.

—¿Estáis decididos a hacer esto? ¿Reuven? —Mosiah nos miró a todos con expresión airada.

Asentí. Mi deber era ayudar al Padre Saryon. Y aunque no hubiera sido así, iría dondequiera que fuera Eliza, la apoyaría en cualquier cosa que hiciera.

—Yo voy con Eliza —declaró Scylla.

—Y yo voy a ir a Zith-el —afirmó ésta.

—Si estáis decididos a hacerlo, debemos ponernos en marcha. ¿Dijiste que tenías un transporte aéreo? —Mosiah miró a Scylla con una expresión que distaba de ser amistosa.

—¿Vienes con nosotros? —inquirió ella, sin poder disimular su alegría.

—Desde luego. No dejaré a Joram, a su esposa y al Padre Saryon en manos de los Tecnomantes.

—No piensas dejar la Espada Arcana en nuestras manos, ¿no es eso lo que quieres decir? —repuso Scylla con una mueca maliciosa.

—Interpreta mis palabras como te parezca —replicó él—. Estoy harto de discutir con todos vosotros. Vamos, ¿venís o no? Incluso con el vehículo volador, tendremos suerte si llegamos a Zith-el antes del anochecer.

—¿Y se reunirán con nosotros allí tus amigos, los
Duuk-tsarith
? —preguntó Scylla, enarcando una ceja atravesada por un diminuto aro de oro.

Mosiah miró por la ventana, a lo lejos, muy lejos, a un punto que sólo él podía ver.

—No hay vida en Zith-el —dijo en voz baja—. Sólo muerte. Un número infinito de los nuestros murió allí cuando se produjeron los terremotos y el suelo se movió, derribando los edificios. Yacen allí sin enterrar, sus espíritus inquietos, exigiendo saber el motivo por el que murieron. No, los
Duuk-tsarith
no irán a Zith-el. Se asfixiarían y su magia quedaría sofocada, ahogada.

—Pero tú irás —indicó Scylla.

—Yo iré —confirmó Mosiah, y su expresión era hosca—. Como te he dicho, mis amigos están prisioneros allí. Además, no me importa demasiado si mi magia se ve asfixiada o no. Después del combate queda muy poca Vida en mi interior. A menos que tropecemos con un catalista por el camino, no serviré más que para arrojar piedras. ¡No contéis conmigo para que os defienda!

O para que se defendiera a sí mismo, pensé, al recordar cómo era perseguido por los Tecnomantes.

—¿Cómo sabré que puedo confiar en ti? —inquirió Eliza.

—Prestaré juramento —dijo Mosiah— pero con una condición. Haré todo lo que esté en mi poder para devolver la Espada Arcana a Joram, su creador; pero si fracasamos, exijo que me la entregues para dársela a mi rey.

—Si fracasamos, no tendrás rey. Los Tecnomantes se ocuparán de ello —repuso Scylla.

De improviso y por sorpresa, rodeó al Ejecutor con un brazo y le dio un fuerte apretón. Era una cabeza más alta que él, y mucho más fuerte, por lo que con su abrazo le oprimió ambos hombros y hundió su caja torácica.

—Me gustas —le dijo—. Y jamás pensé que diría esto a un Ejecutor. Acercaré el coche a la fachada. Necesitaremos comida y mantas. Yo llevo agua.

Lo soltó, le dio una fuerte palmada en la espalda y abandonó la habitación con paso decidido. El golpeteo de sus pesadas botas contra el suelo resonó por el pasillo mientras se alejaba.

Mientras me dirigía a ayudar a Eliza con la comida y las mantas, volví la vista atrás y vi a Mosiah de pie en el centro de la vacía y diezmada estancia. Una suave brisa procedente de la ventana agitaba su negra túnica; tenía las manos unidas ante él y la capucha echada de nuevo sobre el rostro. A juzgar por la inclinación de la encapuchada cabeza, todavía miraba a lo lejos a un punto distante que sólo él podía ver. Pero ahora buscaba a alguien o algo y, al parecer, no lo encontraba.

—¿Quién diablos eres?

Las palabras flotaron en el aire como los restos del humo.

17

—¡Entonces la magia me embargó! Era como si la Vida de todo lo que me rodeaba se estuviera vertiendo en mi interior, fluyendo a través de mí. ¡Me sentí cien veces más vivo!

Mosiah
, La Profecía

Cuando Eliza y yo terminamos de reunir la ropa de cama y la comida, Scylla ya había llevado el vehículo a la fachada del edificio. Cargamos la ropa y los alimentos en el maletero y nos quedamos mirando pensativos el vehículo volador, que sólo tenía cuatro plazas: dos delante y dos detrás. La Espada Arcana, envuelta en la manta, descansaba sobre el asiento trasero.

—Eso debe ir en el portaequipajes —dijo Mosiah.

—No —repuso Eliza—. Quiero que esté donde pueda verla.

—Ponedla en el suelo, en el asiento de atrás —sugirió Scylla.

Eliza cogió la espada, la envolvió bien en la manta, y la puso en el suelo a los pies del asiento posterior. Mosiah se sentó delante, junto a la mujer... si Eliza no quería perder de vista la espada, creo que Mosiah estaba decidido a hacer lo propio con Scylla. Eso a mí me iba de perillas, porque me permitía sentarme atrás con la muchacha. Eliza se dispuso a colocarse a mi lado.

—¡Almin bendito! —exclamó de repente, irguiéndose y girando para mirar ladera abajo—. ¡Las ovejas! No puedo dejarlas encerradas. Les daré agua y las soltaré para que pasten. No tardaré nada. Enseguida vuelvo.

Descendió colina abajo a toda velocidad.

—¡Debemos detenerla! —dijo Scylla, haciendo ademán de salir del coche.

—No —la detuvo Mosiah, con voz dura—. Que lo vea por sí misma. Entonces tal vez comprenda.

¿Ver qué? Estas palabras me inquietaron. Salté del vehículo, y corrí tras Eliza, a la que no tardé en alcanzar. Sentía las piernas entumecidas, los músculos se empezaban a envarar tras el duro esfuerzo de la noche anterior, pero apreté los dientes y resistí mientras corríamos ladera abajo en dirección al cobertizo de las ovejas.

Desde lejos me di cuenta de que algo no iba bien. Intenté detener la impetuosa carrera de la joven, pero ella apartó violentamente mi mano y siguió adelante. Aminoré el paso, para aliviar las doloridas piernas; no era necesario apresurarse, no podíamos hacer nada. Nadie podía hacer nada.

Cuando llegué, encontré a Eliza recostada pesadamente contra la valla de piedra. Tenía la mirada perdida y los párpados muy abiertos por el horror y la incredulidad.

Las ovejas estaban muertas. Todas habían sido masacradas. Todas sangraban por las orejas, y se habían formado charcos de sangre bajo sus bocas y hocicos. Tenían la mirada fija y los ojos nublados. Cada una yacía en el lugar donde había caído, sin señales de violencia. Recordé la explosión que habíamos oído. Incluso desde lejos habíamos sentido su terrible violencia. Los Tecnomantes, al ver que su poder se agotaba, habían utilizado la muerte de estos animales para reabastecerse.

Eliza hundió la cabeza entre las manos, pero no lloró; permaneció inmóvil y de pie, con la cabeza inclinada, tan inmóvil y tiesa que me asusté. Hice todo lo que pude, en mi pobre silencio, para consolarla, dejando que sintiera mi contacto, que supiera que el calor y la compasión humana la rodeaban.

El transporte aéreo descendió en silencio por la colina hasta detenerse frente a nosotros. Scylla bajó de él, contemplando la carnicería.

—Venid, Majestad —llamó—. No hay nada que podamos hacer.

—¿Por qué? —inquirió Eliza, con voz ahogada, sin levantar la cabeza—. ¿Por qué han hecho esto?

—Se alimentan de muerte —respondió Mosiah desde el vehículo—. Éstos son los demonios a quienes llevas la Espada Arcana, Eliza. Piensa en ello.

Lo odié en ese instante. Podría haberle ahorrado esto, ya que ella sabía muy bien a lo que se enfrentaba tras haber visto la destrucción de su propio hogar. Pero yo estaba equivocado y él tenía razón. Él calibraba mejor que yo su resistencia y carácter.

La muchacha levantó la mirada y parecía tranquila, casi serena.

—Iré sola. Yo sola les llevaré la espada. Vosotros no debéis venir. Es demasiado peligroso.

Eso no podía ser, como indicó Scylla con gran sentido práctico, sin mencionar nada sobre la misma Eliza, pero exponiendo con claridad nuestras necesidades. ¿Quién conduciría el coche volador? Necesitábamos a Scylla. En cuanto a Reuven, yo no podía dejar al Padre Saryon con los Tecnomantes; y Mosiah jamás permitiría que la Espada Arcana desapareciera de su vista. Cada uno de nosotros tenía sus propios motivos para ir.

Eliza aceptó la lógica del razonamiento en silencio, sin discutir. Regresó al vehículo y se deslizó dentro. Después de tomar asiento, dirigió una nueva mirada a las ovejas muertas y apretó los labios, cruzando las manos. Desvió la mirada, y yo subí para colocarme junto a ella, mientras que Scylla ocupaba el asiento del conductor.

El vehículo avanzó rozando la superficie del suelo, con mucha más suavidad que cuando yo había conducido uno similar, y mientras lo hacía, rebusqué en mi mente algo que había despertado un curioso recuerdo; no era un recuerdo desagradable. En realidad era placentero, aunque extraño. Intenté recordar qué era.

Majestad
, Scylla había llamado así a Eliza dos veces.
Majestad
.

Qué extraño, pero, al mismo tiempo, qué apropiado.

Iniciamos el viaje sin incidentes. Scylla llevaba un mapa de Thimhallan, sacado de unos archivos de localización indefinida —se mostró muy vaga en cuanto a los detalles—, que intrigó a Mosiah y le hizo mostrarse muy suspicaz, pues al parecer era de trazado reciente, ya que incluía cambios en el terreno que habían sido producidos por los devastadores terremotos y tormentas subsiguientes a la liberación de la magia.

Ambos pasaron varios minutos discutiendo sobre el mapa. Mosiah afirmó que lo había dibujado la gente del general Boris, lo que significaba que habían violado el tratado. Scylla replicó diciendo que los
Duuk-tsarith
también habían violado el tratado, de modo que sería mejor que el Ejecutor se ocupara de sus propias culpas antes de acusar a otros.

No estoy muy seguro de cuánto más tiempo habría durado la disputa, de no haber sido porque Eliza, que había permanecido sentada en la parte trasera, pálida y silenciosa, inquirió con calma:

—¿Es útil el mapa?

Scylla miró a Mosiah, quien farfulló algo parecido a que suponía que sí.

—En ese caso sugiero que lo utilicemos —dijo la joven, y a continuación se acurrucó en un rincón del asiento y cerró los ojos.

Scylla y Mosiah sólo se dirigían la palabra cuando era necesario decidir la dirección que debían tomar. El vehículo descendió volando por la ladera de la montaña, en dirección al interior de Thimhallan.

Me aseguré de que Eliza estuviera cómoda, y la tapé con mi chaqueta, por lo cual recibí una débil sonrisa como recompensa, aunque no abrió los ojos. Sostenía a Teddy entre los brazos, apretado contra el pecho a modo de consuelo, tal y como lo haría una criatura. Yo estaba seguro de que Teddy se las había arreglado para encontrarse en esta envidiable posición, pero no me atreví a moverlo por temor a alterar su descanso.

Me recosté en mi rincón, sintiéndome algo apretado en el asiento trasero, que —por lo que yo sabía— no estaba pensado para transportar ninguna criatura que tuviera piernas. Sabía que debía dormir, porque debía recuperar fuerzas para enfrentarme a lo que nos estuviera esperando al término de nuestro viaje.

Cerré los ojos, pero no conseguía conciliar el sueño. Mi cuerpo se encontraba en ese estado de agotamiento en el que los nervios dan punzadas y la mente navega infatigable por los acontecimientos pasados.

Me sentía culpable por haber abandonado al Padre Saryon, aunque no sé de qué podría haber servido si hubiera estado allí. Al menos había conseguido evitar que Eliza cayera en manos de los Tecnomantes, aunque si ellos se hubieran apoderado de la espada entonces y allí, tanto Joram, como Gwendolyn y el Padre Saryon tal vez no habrían sido secuestrados.

«Lo que está hecho, está hecho», pensé. «Hiciste lo que creíste que era mejor.»

Dediqué unos infructuosos instantes más a preocuparme por lo que íbamos a hacer cuando llegáramos a Zith-el, pues estaba seguro de que Mosiah no permitiría que Eliza entregara la Espada Arcana. ¿Intentaría detenerla? ¿Intentaría apoderarse de la espada? ¿Se había quedado sin Vida mágica o era un engaño para que nos descuidáramos? Scylla había jurado lealtad a Eliza. ¿Se enfrentaría a Mosiah, si era necesario? ¿Quién era Scylla?

Finalmente, estas inquietudes —debo confesar que no podía ejercer ningún control sobre ellas— agotaron mi mente hasta tal punto que se dio por vencida y se rindió al cansancio. Me dormí.

Desperté en medio de la oscuridad, una lluvia torrencial y una urgente necesidad de orinar.

Puesto que existía una patente carencia de cuartos de baño en Thimhallan, comprendí que tendría que apañármelas en los matorrales. La lluvia que caía con fuerza sobre el coche enfriaba mi entusiasmo por salir bajo aquella fuerte tormenta, pero la urgencia de la situación no permitía dilaciones.

Eliza dormitaba en su rincón, sin que la perturbara el ruido de la tormenta; a juzgar por su plácida expresión y respiración acompasada, dormía profundamente y sin pesadillas. Temeroso de despertarla, me incliné al frente tan silenciosamente como me fue posible y golpeé a Scylla en el hombro.

La mujer echó una rápida ojeada a su espalda, sin soltar el volante. Conducir el vehículo sin duda resultaba difícil a causa de la tormenta; nos zarandeaban vientos fuertísimos, los limpiaparabrisas no conseguían mantener limpio el cristal, y, de no ser por el radar, con el que iba equipado el coche y que nos facilitaba un mapa virtual del terreno, no habríamos podido seguir. En aquellas circunstancias, avanzábamos despacio, con Scylla manteniendo la mirada fija en la pantalla del radar y Mosiah atisbando por el empañado cristal delantero.

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