El legado de la Espada Arcana (13 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—¡Una reunión estupenda! —Simkin se mostró entusiasmado—. En vuestra eclesiástica compañía,
Padre
, nuestro sombrío y temperamental amigo podría estar dispuesto a pasar por alto aquel chistecito inocente que le gasté allí cuando se aproximaba el final.

—¿Cuándo lo traicionaste? ¿Cuándo tramaste asesinarlo? —indicó mi señor con voz severa.

—¡Todo salió bien al final! —protestó Simkin—. Y no habría salido así, ya sabéis, de no ser por mí.

Saryon y yo intercambiamos una mirada. Lo cierto era que no teníamos elección, como nuestro acompañante bien sabía. O lo llevábamos con nosotros o lo arrojábamos afuera, y aunque su magia se hubiera debilitado, seguía siendo, como tan habilidosamente había demostrado, un experto en alterar su apariencia.

—Muy bien —repuso Saryon, irritado—. Puedes venir con nosotros. Pero estás solo. Lo que Joram decida hacer contigo o a tu persona es cosa suya.

—Lo que Joram decida... —repitió Simkin en voz baja—. Me parece, por lo que he oído... Merlin es un viejo entrometido tan cotilla... que Joram tiene poco donde elegir. No os importa que vuelva a convertirme en faltriquera, ¿verdad? Resulta muy fatigoso mantener esta forma... respirar y todo eso. ¡Pero tenéis que prometerme, Padre, que no me colocaréis pegado a vuestro cuerpo! —Simkin se estremeció—. No quisiera ofender, Padre, pero os habéis quedado arrugado como una pasa.

—¿A qué te refieres con que Joram tiene poco donde elegir? —inquirió Saryon, alarmado—. ¡Simkin! Qué... ¡En nombre de Almin!

La imagen acuarelada había desaparecido. La faltriquera volvía a estar allí, descansando sobre el asiento trasero del vehículo. Y se había quedado muda, al parecer. Tan muda como yo mismo, pues nada de lo que Saryon dijo o hizo consiguió hacerla hablar.

Empecé a dudar de mis sentidos. Me pregunté si realmente había hablado aquel pedazo de cuero. Y si no lo había hecho, ¿en qué me convertía aquello? ¿En alguien que padecía alucinaciones? Ésa sería una descripción amable. Eché un vistazo a mi señor para ver si era presa de los mismos inquietantes sentimientos.

Desde luego, en aquellos momentos contemplaba la faltriquera muy sombrío.

—Será mejor que sigamos adelante, Reuven —me indicó, añadiendo al tiempo que miraba el trozo de cuero con el ceño fruncido—. Ya hemos desperdiciado demasiado tiempo.

Cruzamos la Frontera que, durante incontables siglos, había separado Thimhallan del resto del universo y separado también la magia del resto del universo. La Frontera, un campo de energía mágica, creado por los fundadores de Thimhallan, permitía marchar a la gente, pero les impedía volver a entrar, a ellos y a cualquier otra persona. Fue Joram, la criatura Muerta de un mundo moribundo, quien no sólo cruzó aquella frontera, sino que consiguió regresar. Él había unido los dos reinos: el mágico y el tecnológico, y el encuentro de ambos se había producido con la violencia del trueno.

Manteniendo una velocidad moderada, conseguí manejar el vehículo con cierta destreza, aunque nuestro viaje siguió siendo accidentado y dábamos bastantes bandazos. Pero Saryon, que no tenía demasiada experiencia en transportes aéreos —ni en ninguna otra clase de vehículos— atribuía la brusquedad de la conducción a la fuerza del viento. Me avergüenza decir que no lo desengañé.

En cuanto a Simkin, apenas habíamos vuelto a ponernos en marcha cuando el bolsillo de cuero resbaló al suelo, y la mochila sobre él. Escuchamos un chillido ahogado, pero la mano de Saryon no consiguió llegar hasta la faltriquera.

—¿Queréis que me detenga? —pregunté, aunque con el viento sacudiendo el vehículo, no tenía demasiadas ganas de hacerlo.

—No; que le sirva de lección —respondió mi señor.

Jamás había creído que Saryon pudiera ser tan vengativo.

Pasamos junto a un faro de luz roja que ahora ya no funcionaba, y Saryon lo contempló con insistencia, girándose para no perderlo de vista cuando lo dejamos atrás.

—Ése debe ser el faro que daba la alarma —dijo, volviéndose otra vez, mientras se sujetaba con fuerza al agarrador de la portezuela—. El que avisaba a los que estaban en el puesto fronterizo de que alguien había cruzado la Frontera. No tardaremos en ver a los Vigilantes de Piedra. O lo que quede de ellos. A lo largo de la Frontera se habían alzado en el pasado unas estatuas enormes llamadas los Vigilantes, los guardianes de la Frontera. Habían sido hombres vivos, antes de que transformaran su carne en piedra, congelados para siempre, en tanto que sus mentes permanecían activas.

Tal terrible destino había sido en una ocasión el de Saryon.

Reconocí el lugar, en cuanto llegamos a él, a pesar de no haberlo visto nunca. Los Vigilantes se habían derrumbado durante los últimos días de Thimhallan, cuando terremotos violentos y tormentas terribles habían barrido el territorio; sus espíritus liberados por fin. Ahora los destrozados restos cubrían el suelo, algunos de ellos cubiertos por completo por la arena arrastrada por el viento. Los montículos se parecían mucho a túmulos funerarios.

Al observar cómo el dolor del recuerdo crispaba el rostro de mi acompañante, hice ademán de aumentar la velocidad dando mayor potencia a los propulsores traseros, para sacarnos lo más rápidamente posible de tan trágico lugar.

Saryon comprendió lo que intentaba hacer y me lo impidió. Deseé que no fuera a pedirme que me detuviera, pues el viento, aunque había amainado algo, seguía soplando con fuerza, y si intentaba detener el vehículo podríamos vernos arrastrados sin control. La arena se estrellaba contra el parabrisas y repiqueteaba contra las portezuelas.

—Aminora un poco la velocidad, Reuven —me pidió. Sus ojos permanecieron muy fijos en los montículos mientras pasábamos junto a ellos despacio—. Lanzaron un grito de advertencia, pero nadie prestó atención. La gente estaba demasiado absorta en sus propias ambiciones, sus propias intrigas y estratagemas para escuchar las voces del pasado. ¿Qué voces nos llaman ahora, me pregunto? —reflexionó Saryon—. ¿Y les prestamos atención?

Calló, pensativo. Por mi parte, la única voz que oí fue una muy apagada que provenía del suelo en la parte trasera del vehículo, y sus palabras eran bastante escandalosas. Por suerte Saryon no podía oír a Simkin con el ruido de los motores y nada perturbó su triste ensueño.

Dejamos atrás la Frontera, atravesando la enorme extensión de dunas de arena, y penetramos en los pastizales. Mi señor miró a su alrededor con rostro inexpresivo y comprendí que no reconocía nada, ningún accidente geográfico le resultaba familiar. No era sólo que el terreno hubiera cambiado durante los catastróficos cataclismos que siguieron al vaciado del Pozo de la Vida, sino que mi acompañante había estado acostumbrado a viajar por los Corredores mágicos, construidos por los hacía largo tiempo desaparecidos Adivinos, que trasladaban a los habitantes de Thimhallan a través del tiempo y el espacio de un lugar a otro.

Continué la marcha hacia las montañas que se alzaban en el horizonte, pues aquél era nuestro destino pero cada vez me sentía más preocupado. Se estaban formando unas gruesas nubes color azul gris, y los relámpagos centelleaban en sus márgenes y rastrillaban el desolado terreno. El viento aumentaba su fuerza. Una de las terribles tormentas por las que Thimhallan era famoso se aproximaba a toda velocidad. Las montañas eran mi única guía y las perdería de vista bajo una lluvia torrencial, y, si bien el vehículo que conducía estaba equipado con toda clase de aparatos para ayudar a la navegación, yo no tenía ni idea de cómo funcionaban.

Lamenté amargamente el impulso que me había hecho rechazar el ofrecimiento de un conductor. Tendríamos que detener el vehículo aéreo cuando la tormenta descargase no sólo porque podríamos perder el rumbo sino porque correríamos el riesgo de estrellarnos contra un árbol o una ladera. Más adelante se extendían grandes extensiones de espesos bosques y, más allá, las estribaciones de las montañas.

Una ráfaga de viento azotó el vehículo e hizo que se desviara lateralmente casi un metro. Acto seguido empezó a llover, y unas gotas enormes salpicaron el parabrisas. Pensé en la pequeña y ligera tienda de campaña que habíamos traído y meneé la cabeza; pero no podía compartir mis temores y dudas con Saryon, porque mis manos eran mi voz y ahora me veía obligado a mantenerlas sobre el volante.

Sólo podía hacerse una cosa y era dar la vuelta antes de que la tormenta empeorara. Desconecté la energía e hice descender el vehículo hasta el suelo. Saryon se volvió para dirigirme una inquisitiva mirada. En cuanto nos hubimos detenido sobre el suelo, me dispuse a explicarle nuestra situación, pero sus ojos —que me miraban— se abrieron de par en par de improviso y desviaron su atención hacia un punto situado a mi espalda. Me volví con rapidez y me eché hacia atrás, sorprendido, ante la figura que estaba junto a la ventanilla.

No sé por qué me sorprendí. Debería haber sabido que ellos no estarían lejos.

El enlutado y encapuchado Ejecutor hizo un gesto, yo pulsé el botón y la ventanilla se deslizó lateralmente. La lluvia azotó mi rostro, y el viento me metió los pelos en los ojos mientras aullaba de tal modo que apenas podía oír. Sin embargo, las ropas del
Duuk-tsarith
permanecían secas, y sus pliegues inmóviles y lisos. Era como si se encontrara en el ojo del huracán, mientras nosotros —apenas a unos centímetros— estábamos sumergidos en plena tormenta.

El hombre echó hacia atrás la capucha y reconocí a Mosiah.

—¿Qué quieres? —gritó Saryon, y no parecía complacido.

—Estáis perdiendo el tiempo —respondió él—. Abandonad esta monstruosidad tecnológica. Podéis llegar junto a Joram en un instante si usáis la magia.

Saryon me miró.

—No conocemos el camino, señor —le indiqué por señas—. Las tormentas no harán más que empeorar, y no podemos viajar a ciegas. Y sólo tenemos setenta y dos horas.

—Parece que no tenemos elección —admitió Saryon—. ¿Cómo nos llevarás hasta allí?

—Por los Corredores. Debéis abandonar el vehículo. Traed vuestras cosas con vosotros.

Abrí la puerta, y el viento casi me la arrebató de la mano. Quedé empapado al instante. Alargué el brazo hacia el asiento trasero para coger mi mochila, la levanté del suelo y miré debajo en busca de la faltriquera de cuero. Al menos ésta era una buena oportunidad para deshacernos de Simkin.

El pedazo de cuero había desaparecido.

Con gran recelo, cogí la mochila del asiento trasero, al tiempo que me preguntaba qué extraño objeto transportaría en su interior: una tetera, tal vez.

Saryon estaba de pie junto a Mosiah, con la túnica azotando su delgado cuerpo. No sin algunas dificultades, a causa del viento, me eché la mochila a la espalda.

—¿Has cogido mi faltriquera? —gritó Saryon.

—¡No, señor! —respondí moviendo los dedos—. No la he encontrado.

—¡Cielos! —exclamó él, y parecía terriblemente preocupado—. Siempre es mejor saber dónde está Simkin, que dónde no está —me dijo en voz baja.

—¿Habéis perdido algo? —inquirió Mosiah.

—Creo que no —repuso mi señor en tono lúgubre, y suspiró. Miró con atención a Mosiah a través de la lluvia—. ¿Cómo viajaremos por los Corredores? ¡Creía que habían sido destruidos!

—También lo creíamos nosotros. Buscamos los Corredores tras la destrucción de Thimhallan, y no pudimos encontrarlos. Dimos por supuesto que los habíamos perdido, porque la magia que los sustentaba había desaparecido; pero parece que sólo se habían movido, cambiado de posición a causa de los movimientos sufridos por el terreno.

—¡No comprendo cómo eso puede ser posible! —exclamó Saryon, frunciendo el entrecejo—. ¡Matemáticamente hablando, no puede ser! Cierto es que nunca supimos exactamente cómo funcionaban, pero los cálculos necesarios para abrirlos excluían cualquier...

—¡Padre! —interrumpió Mosiah, con una sonrisa, como si reviviera viejos recuerdos—. Será muy interesante oír tus observaciones sobre esos cálculos, pero más tarde. ¿No deberíamos ponernos en marcha ya?

—Sí, desde luego, lo siento. Aquí está el pobre Reuven empapado hasta los huesos. Te dije que trajeras algo más grueso que esa chaqueta —añadió preocupado—. ¿No has traído algo de más abrigo?

Le indiqué que no tenía frío, que sólo estaba muy mojado. Yo llevaba un suéter blanco de punto y vaqueros azules, con una chaqueta por encima. Sin embargo, conocía a mi señor, y aunque hubiera ido envuelto en pieles de los pies a la cabeza, él seguiría preocupándose por mí.

—Deberíamos darnos prisa, señor —dije por señas.

No tan sólo deseaba salir de la lluvia, aunque también estaba ansioso de ver la magia.

—¿Se supone que debo abrir un Corredor? —preguntó Saryon—. No estoy seguro de recordar...

—No, Padre —respondió Mosiah—. Se han acabado los días en que los catalistas controlabais los Corredores. Ahora cualquiera que conozca la magia puede usarlos.

Dijo una palabra y un vacío en forma oval apareció en medio de la lluvia y el viento. El hueco se fue alargando, hasta ser lo bastante alto para permitirnos la entrada. Saryon volvió la mirada para contemplar a Mosiah, dubitativo.

—¿Vienes con nosotros? A Joram le gustaría verte.

—No lo creo. —Mosiah negó con la cabeza—. Entrad en el Corredor, antes de que cojáis un resfriado de muerte. —Se volvió hacia mí—. La sensación que sentirás es muy aterradora al principio, pero pronto pasará. Tranquilízate.

Saryon empezó a entrar en el agujero, pero enseguida se detuvo.

—¿Adónde nos llevará?

—A El Manantial, donde vive Joram.

—¿Estás seguro? No quiero acabar en cualquier castillo en ruinas en Merilon...

—Estoy seguro, Padre. Dije que los Corredores se habían movido. Ahora, como los radios de una rueda, todos conducen a El Manantial o fuera de él.

—Qué raro —dijo Saryon—. Es muy raro.

Penetró en el vacío, y yo, instado por Mosiah, lo seguí rápidamente, casi pisándole los talones. No obstante, lo perdí de vista inmediatamente. El Corredor se cerró a mi alrededor, como si quisiera aplastarme hasta hacerme desaparecer. Me sentí oprimido y asfixiado, incapaz de respirar.

Tranquilízate...

¡Era muy fácil para Mosiah decir eso! ¡No era él quien se asfixiaba! Me esforcé para respirar, luché para liberarme. Me ahogaba, moría, perdía el sentido...

Entonces el Corredor se abrió de improviso, como una persiana en una habitación oscura que de repente se enrolla para dejar pasar la brillante luz del sol. Podía respirar otra vez. Me encontraba en la cima de una montaña, y el aire era puro y fresco. No llovía. Las nubes de tormenta se encontraban en los valles que se abrían a nuestros pies.

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