El legado del valle (21 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

—Veo que hemos avanzado poco en diez siglos —comenté—. Aún existe una Iglesia de base abnegada que predica con el ejemplo, cuyas jerarquías más altas nadan en la lejanía entre la opulencia y la inacción, sin más fin que el de perpetuarse en su estatus.

—No puedo estar de acuerdo con eso —rechazó Berta, aunque sin afán de polemizar.

La mañana era soleada. Apenas alguna nube aislada cruzaba por las alturas. No me resistí a bajar la capota del coche para que nos acariciara el viento. Berta sonrió, y yo le correspondí. Se recogió la cabellera con un pañuelo verde estampado con topos encarnados, a juego con las graciosas pecas que moteaban su piel.

—Bien, tengo claro cómo el Valle llegó a ser lo que fue, pero ¿qué pasó luego? ¿Cómo acabó todo? Porque de los castillos no ha quedado nada…

—No sólo se aterraron los castillos; se perdió también gran parte de la historia militar del valle. No sabes cuánto desconocemos… y, sin embargo, se tiende a etiquetar desde la ignorancia los resultados de la historia.

—Eso sucede cuando se carece de respuestas; entonces, simplificamos los hechos y les ponemos un nombre. ¿Sabes por qué? —Sin dejar que contestara, me respondí a mí mismo—: Porque nos asusta convivir con la incertidumbre.

—Aquí sí estamos de acuerdo. Lo cierto es que, tras diversas batallas, llegó el día en que el Valle cayó. El señor de Erill juró fidelidad a los vencedores y tiñó su escudo de rojo.

—¿Teñir de rojo? ¿De qué va eso?

—El escudo de armas del señorío de Erill es un león rampante. Hasta ese momento, dorado. La sumisión al poder católico-romano se simbolizaba al ensangrentar los escudos de armas. El león pasó a ser rojo, y sólo se mantuvo dorada su corona, por ser un atributo terreno. A partir de entonces imperó el pensamiento único, en contraposición a los siglos de pluralidad del pasado.

—Entonces, me estás diciendo que fueron tropas romanas las que devastaron el valle.

—No exactamente. En la época medieval no había término medio: o estabas con Roma o contra Roma. Casi todos los reinos europeos habían jurado lealtad al Papa. También el monarca de Aragón, que tras la caída del Valle decretó su anexión a los condados del Pallars y acabó con su particular estatus. No obstante, reconoció su carácter y la singularidad de su personalidad histórica. Gracias a ello, conservó cierto grado de autonomía, y salvaguardó para siempre su hecho diferencial.

—Un Valle distinto, como decías.

—Sí, algo que se apreciaba en todos los ámbitos, incluso en la justicia: en el valle se respetaron las leyes carolingias, heredadas del código visigodo, la
lex gotica
.

—¿Y tú decías no ser una experta?

—Perdona la fanfarronada, pero recuerdo aún de memoria una de sus leyes: «Que si algún hombre malo se enfrenta a alguno de los que aquí viven o quieren vivir, que si algún hombre malo toma parte de sus bienes, que éste se vea recompensado tomando siete veces más al hombre malo y que todos los vecinos lo ayuden. Y si algún hombre malo se levanta en combate contra vosotros, levantaos contra él, luchad y matadlo. Y si alguno de vosotros no lo hiciese o actuara en contra, que sea según vuestro juicio declarado extranjero entre vosotros». Fuerte, ¿eh?

—Vaya, toda una invitación a que cada uno se tomara la justicia por su mano.

—Bien —aclaró Berta—, también había juicios… ¡aunque «divinos»!

—¿Cómo, divinos?

—Sí, dejaban la justicia en manos de Dios; o al menos, así lo creían. Lanzaban a los reos en medio de cualquier lago de aguas gélidas; ten en cuenta que entonces no se sabía nadar. Si lograban alcanzar la orilla y salvaban la vida, se creía que Dios los consideraba inocentes; si sucedía lo contrario, pensaban que era Dios quien había dictado sentencia de muerte. Esto último solía ser lo habitual.

—Claro, entiendo, en alguna ocasión mi pergamino se mojaría, por eso aparece tan desdibujado.

—Eres un pesado. Tu pergamino no está en mi tesis —añadió molesta—. Como tu puñetero pergamino, la huella castrense que nos ha quedado es muy confusa en el tiempo… Acabaron con todo, incluso con la escuela que, junto a una tercera iglesia hoy en día inexistente, había en Taüll. Pocas ruinas quedan de los castillos de Tor, Cardet, Boí o Erill.

—Pero, insisto, ¿quién protagonizó la destrucción del Valle?

—No se sabe con certeza. No fueron los musulmanes, que se encontraban ya en retirada por la reconquista, ni tampoco los francos, cuyos intereses estaban lejos de los Pirineos.

—¿Entonces? —pregunté con acrecentado interés.

Berta se encogió de hombros.

—Apenas hay estudios e información. Me parece desesperante. Todo se centra en el arte románico, sin investigar el porqué de algo tan sublime. Tras el desastre, la Iglesia se ocupó de reconstruir los pueblos, los templos y sus emblemáticos campanarios. El obispado de Urgell recuperó el control y las iglesias del Valle dejaron de gozar de autonomía. Incluso el valle fue visitado por el Papa en el año 1373.

—Y nadie reconstruyó los castillos.

—La Iglesia no tenía el menor interés en hacerlo. Ni tampoco los condes que gobernaban un valle cuyos señores ya habían jurado fidelidad. No existía el más mínimo interés en reproducir un apéndice irreductible. La Corona de Aragón estaba ya consolidada.

—Se acabó con la aldea de Astérix.

—Sí, para siempre. Y ahora contemplamos un pasado amputado, silenciado, huérfanos de una parte trascendental de la memoria, del poderío militar que ostentaron los señores de Erill.

—Podría ser deliberado: suele ocurrir que los verdugos de la historia son los que luego alcanzan el poder —afirmé.

Tras estas palabras, Berta quedó en silencio, ensimismada mientras el navegador se dejaba oír: «A un kilómetro, gire a la izquierda».

—¿Te apetece comer? —propuse.

—Estoy hambrienta.

—No me extraña, ¡con el esfuerzo que has hecho!

Sentados en la mesa, centré mi mirada en los ojos de Berta.

—¿Y bien? —dijo.

—Pensaba en tu tesis, en su posible relación con mi pergamino… Sin duda, ocurriría todo en la misma época.

—Arnau, empiezo a estar harta de tu pergamino. No te lo sacas de la cabeza ni por un momento.

—¿Qué desean? —interrumpió el camarero.

—Me gusta que me haga esta pregunta —contestó Berta con simpatía.

Sólo al camarero dedicó la sonrisa que esbozaban sus labios; para mí prosiguió la bronca:

—¡Me tienes harta! ¿No has encontrado explicación a tu pergamino? ¡Vaya problemón!

—No.

—Con lo que te he contado podrías establecer una primera hipótesis —prosiguió con entonación profesional—. El Valle fue intercultural. Podrían haberse asentado cátaros procedentes del sur de Francia. Como ellos, tras la derrota del Valle, todo aquel que no comulgaba con el catolicismo tuvo que pasar a la clandestinidad. Cualquiera pudo ser el autor de tu pergamino. Luego, sería custodiado en el tiempo por quienes establecieron incipientes congregaciones secretas, hasta llegar a tu tía. Eso, si resultara ser auténtico.

—Impresionante —zanjé, molesto y altivo, mientras tomaba un sorbo de cerveza.

—Perdona, pero ¿no puedes olvidarte del maldito pergamino, al menos por unos momentos? Resultas monotemático.

—Es que es el tema, Berta, el motivo, la cuestión que nos trae aquí.

Ella irguió el cuerpo y miró nerviosa a uno y otro lado, como en busca de las palabras adecuadas.

—Ésta no es mi guerra, Arnau. Tampoco debería ser la tuya. Déjalo ya. Cuéntalo todo a la policía y entrégales la maldita espada y el pergamino para que los pongan en las manos adecuadas. Olvídate del asunto.

—Creo que te entiendo, Berta. Yo experimenté esas mismas dudas en Butiaba. Luego te llamé y aquí estoy, para honrar la memoria de mi tía.

—Tu obstinación me cansa… y me asusta.

—No temo la verdad. Pero tú estás a tiempo, por supuesto, de apartarte del tema.

—No quiero perderte de nuevo, Arnau.

—Yo tampoco, Berta.

Nos tomamos con fuerza las manos temblorosas.

—Me da vértigo que por un sucio pergamino podamos tirar por los suelos lo nuestro —murmuró, angustiada—. Esto empieza a desbordarme.

Se detuvo unos segundos y, sin soltarme las manos, propuso:

—Vamos a hacer un trato, Arnau: si te presento a un experto en estos temas, que puede descifrar el pergamino, ¿me prometes que lo pondrás todo en manos de la policía y dejarás de jugar a los detectives?

—Te lo prometo. Pero antes quiero respuestas.

Berta se levantó e inició con el móvil un paseo por la terraza exterior del restaurante. A los pocos minutos volvió con semblante satisfecho.

—Nos recibirá el lunes por la mañana. En su casa. ¿Te va bien? Podríamos regresar a Barcelona el domingo por la tarde.

—Perfecto. Pero oye, el lunes y en su casa, ¿no trabaja?

—Está jubilado. Pero es el mejor, créeme. Fue profesor de la universidad, me ayudó mucho en el posgrado y mantenemos la amistad: el buenazo del profesor Francesc Puigdevall.

9

Burgos. Navidades de 1938.

Tercer año triunfal.

E
l joven Juan Álvarez de Hinojosa caminaba por las calles de la ciudad. La borla dorada de su gorro cuartelero oscilaba, de un lado al otro, como un metrónomo que decidiera la cadencia de su paso. Caminaba ligero, sin que apenas fuera perceptible su leve cojera, consecuencia de un balazo en la cadera recibido a finales de julio, al inicio de la batalla del Ebro.

Iba deprisa, bajo la fina lluvia que oscurecía y desdibujaba los contornos de una ciudad austera y triste tras tres años de guerra entre hermanos.

Se subió el cuello del capote verde oliva, al tratar de evitar sin éxito que las gotas que se deslizaban por el pelo rapado de la nuca mojaran la camisa azul que vestía debajo de su uniforme militar.

Se palpó por debajo del capote el bolsillo superior izquierdo de la guerrera. El leve crujido del papel que contenía le confirmó que no lo había olvidado en el cuartel.

—Lo llevo —se dijo mientras apretaba el paso para guarecerse bajo unos soportales.

Una vez allí, a resguardo de la lluvia, lo abrió para comprobar la hora de la citación. Las nueve de la mañana en Capitanía. Acababan de dar las siete. Tenía tiempo aún para una rápida visita a Carmen.

Carmen, su nombre era canción. La había conocido al final de su convalecencia, una tarde en el Café de la Estación. La vio a través de los cristales empañados por sucesivas capas de vahos y roña. Con la palma de la mano dibujó un círculo sobre el vidrio, para aplastar su cara contra la grasienta superficie a fin de verla mejor. Al momento le gustó.

A ella, inevitablemente, tampoco le pasó desapercibido el gesto, como a nadie del establecimiento, salvo a un herido de guerra que llevaba vendados ambos ojos e iba acompañado por una dama de Sanidad Militar.

Juan se acercó con pretendido aplomo. Se acodó en la barra y, con aire de hombre de mundo, pidió una copa de coñac, que en cuanto le fue servida apuró de un trago.

Apenas hubo dejado con gesto viril la copa vacía sobre la barra, se dobló en dos con un ataque de tos que más bien parecía un tenebroso sonido de ultratumba.

Fue Carmen quien le palmeó la espalda, con inusitado vigor en una joven de su edad y complexión, a fin de paliar las convulsiones producidas por el licor, a la vez que solicitaba un vaso de agua al patrón del figón inmundo.

En esta segunda ocasión, incluso el de los ojos vendados se rió a mandíbula batiente.

—Me llamo Juan, Juan Álvarez de Hinojosa; a sus pies, señorita.

El soldado lo dijo bizqueando, con voz cavernosa, mientras trataba de no beber el vaso de agua terrosa que el individuo de la barra le había servido con una sonrisa socarrona, mientras se rascaba la entrepierna con desenfado.

—Yo Carmen —dijo ella—. ¿Le pido otro coñac o continúa con agua? —preguntó luego con hiriente sarcasmo.

Era andaluza, como él. Una sevillana preciosa de ojos negros y piel de color de caramelo. Una mujer arrastrada hasta la ciudad castellana tanto por el hambre que reinaba en ambas zonas como por los avatares de la guerra.

Al cuarto de hora se tuteaban. A la media hora se ofreció a acompañarla hasta su casa. A la hora, se besaban entre las sombras del portal del edificio donde ella tenía una habitación alquilada, a la vez que el mozo trataba de tantearle el culo, como por azar.

—La herida de la cadera me va a matar de tanto caminar —le dijo el joven con fingida inocencia al llegar al domicilio—. No te imaginas lo bien que me iría descansar un ratito en tu casa antes de ir al hospital. El capitán médico me dijo que si no descanso lo suficiente, igual me tendrían que cortar la pierna a la altura de la ingle.

—Claro que sí, Juan. Faltaría más. La humedad de Burgos es fatal para las heridas mal curadas.

Lo dijo con gesto serio, mientras subía por la escalera, seguida por un presuroso Juan.

«Soy irresistible con el sexo opuesto», pensó el galopín con autocomplacencia mal disimulada.

—Me gustas, Juan —le confesó la hermosa del sur con coqueto aleteo de pestañas—. A este primer polvo invita la casa. Los que vengan después, a pagar, como todos.

Le pareció muy descarada, pero le había gustado y no era la primera vez que tenía contacto con el sexo mercenario. Después de todo, quizás era la mejor manera de invertir su paga de alférez provisional en una ciudad que no destacaba precisamente por sus distracciones.

A Juan Álvarez de Hinojosa le sorprendió el Alzamiento en Granada, donde había nacido y vivía con padres y hermanos. A finales de junio, se había trasladado allí desde Madrid, donde cursaba con escaso aprovechamiento segundo de Derecho, a raíz del inicio de sus vacaciones estivales. No era un estudiante brillante, porque ponía por delante de los estudios su militancia en Falange Española de las JONS, sus espantosas poesías y las faldas, en el orden que se quiera.

Tuvo suerte de que la rebelión militar le pillara en la que en el futuro sería conocida como Zona Nacional, ya que se ahorró la posibilidad de acabar a los diecinueve años con un tiro en cualquier cuneta, como le pasó a su amigo Federico García Lorca, asesinado por un grupo de Guardias Civiles en la carretera de Granada a Víznar.

Como falangista que era desde 1933, tras el acto fundacional en el Teatro de la Comedia de Madrid, empezó la guerra entrando en combate encuadrado en una centuria de Falange, y fue en esa unidad donde destacó por su arrojo en los combates del Alto del León.

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