El libro del cementerio (12 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

Nad se limitaba a mirarlo fijamente, sin abrir la boca, mientras pensaba si en las ciudades y los pueblos que habitaban los vivos habría tiendas especializadas donde sólo vendieran lápidas y, de ser así, cómo podría encontrar una; la Desaparición era el menor de sus problemas.

Aprovechó la facilidad con que la señorita Borrows se dejaba distraer en sus clases de lengua y literatura para preguntarle cosas acerca del dinero: en qué consistía exactamente y cómo se usaba para obtener las cosas que uno deseaba.

Nad guardaba unas cuantas monedas que había ido encontrando por ahí a lo largo de los años (había descubierto que en los lugares frecuentados por las parejitas de novios, era fácil encontrar alguna que otra moneda entre la hierba), y pensó que por fin se le había presentado la ocasión de darles un buen uso.

—¿Cuánto viene a costar una lápida? —le preguntó a la señorita Borrows.

—En mis tiempos —respondió ella—, costaban unas quince guineas. Pero no tengo la menor idea de qué precio tendrán ahora. Imagino que serán más caras. Mucho más caras, seguro.

Nad tenía cincuenta y tres peniques. Obviamente, necesitaría mucho más que eso para poder comprar una lápida. Habían pasado ya cuatro años, más o menos la mitad de su vida, desde que descubrió la tumba del Hombre índigo. Pero todavía recordaba cómo encontrarla. Así que subió hasta el punto más alto del cementerio, el lugar en el que se erigía el panteón de los Frobisher, que semejaba un diente cariado; desde allí se divisaba absolutamente todo, incluso la copa del viejo manzano y el campanario de la iglesia en ruinas. Se coló dentro de aquella construcción, fue bajando hasta llegar a los minúsculos escalones labrados en la roca y descendió por ellos hasta la gruta, situada a la altura del pie de la colina. Allí abajo reinaba la oscuridad, una oscuridad tan absoluta como la de la más profunda galería de una mina, pero Nad, al igual que los muertos, veía en la oscuridad, de modo que la gruta le reveló de inmediato sus secretos.

El Sanguinario se hallaba enroscado en torno a la pared de roca del túmulo. Era tal como lo recordaba: un ser invisible rodeado de oscuros efluvios, todo odio y codicia.

Esta vez, sin embargo, no sintió el más mínimo temor.

—Témeme —susurró el sanguinario—, pues custodio objetos preciosos que jamas han de perderse.

—No te tengo ningún miedo —replicó Nad—, ¿o es que ya no te acuerdas? He venido porque necesito llevarme de aquí algunas cosas.

—Nada sale jamás de este lugar —respondió el sanguinario sin moverse de su sitio—. El puñal, el broche, el cáliz… Todos los objetos han de permanecer en la oscuridad, bajo mi custodia, estoy a la espera.

—Perdona mi curiosidad, pero ¿es ésta tu tumba?

—El amo nos dejó aquí, en la llanura, para custodiar el lugar, enterró nuestros cráneos bajo esa piedra y nos dejó aquí con una misión: debemos proteger estos tesoros hasta que el amo regrese.

—Pues yo diría que se ha olvidado de vosotros. Seguramente llevará siglos muerto.

—Somos el sanguinario. Custodiamos los tesoros.

Nad se preguntó cuántos años habría que retroceder en el tiempo para que la gruta situada en lo más profundo de la colina se hallara en una llanura. Era probable que fuera una eternidad. Percibía la corriente de miedo que el Sanguinario generaba alrededor, a semejanza de una planta carnívora que la expulsara por sus tentáculos, y sentía que el frío lo paralizaba poco a poco, como si una víbora polar le hubiera inoculado su gélido veneno directamente en el corazón.

Por fin se acercó a la losa de piedra y se inclinó para coger el broche.

—¡Eh! —susurró el sanguinario—. Nos guardamos eso para el amo.

—No le importará que lo tome prestado —replicó Nad.

Dio un paso atrás y se fue hacia la escalera, sorteando los resecos cadáveres humanos y de animales diseminados por el suelo.

El Sanguinario se agitó con furia y se enroscó alrededor de la minúscula gruta como un humo espectral.

Luego se calmó.

—Regresará —afirmó el Sanguinario con aquella extraña voz que parecía pertenecer a tres seres—. Siempre regresa.

Nad subió por la escalera lo más deprisa que pudo.

Por un momento tuvo la impresión de que alguien lo perseguía, pero en cuanto llegó arriba, al mausoleo de Frobisher, y respiró por fin el fresco aire del amanecer, vio que allí no había nadie más que él.

Saliendo del mausoleo, se sentó en la hierba y sacó el broche del bolsillo. Al principio creyó que era negro, pero a la luz del sol vio que la piedra engastada en la negra filigrana era roja, del tamaño de un huevo de petirrojo, y en ella había una veta en forma de espiral. Se quedó observándola con fijeza y preguntándose si habría algo moviéndose en su interior. Por unos instantes contempló aquella espiral como hipnotizado; de haber sido más pequeño, habría sentido la tentación de metérsela en la boca.

La piedra iba unida a la pieza de metal por una especie de grapa negra y varias patillas, que parecían garras, unidas entre sí por algo semejante a una culebra, pero con demasiadas cabezas para ser ese tipo de reptil.

Nad se preguntó si el Sanguinario tendría el mismo aspecto visto a la luz del día.

Tomando todos los atajos que conocía, bajó por la ladera, se metió por entre la maraña de hiedra que cubría el panteón de los Bartleby (en cuyo interior se los oía refunfuñar mientras se preparaban para irse a dormir), y siguió bajando y bajando hasta llegar a la verja. Una vez allí se deslizó por entre los barrotes y se dirigió a la fosa común.

—¡Liza! ¡Liza! —gritó, y miró alrededor por si acudía a la llamada.

—Buenos días —lo saludó Liza.

Nad no la veía, pero había una sombra bajo el espino y, al acercarse a ella, distinguió una forma blanca y traslúcida que parecía una niña de ojos grises.

—A estas horas deberías estar durmiendo como la gente decente —dijo la niña—. ¿Qué es eso que llevas ahí?

—Tu lápida —respondió Nad—. Sólo quería saber qué debo escribir en ella.

—Mi nombre. Tienes que escribir mi nombre: una E grande, de Elizabeth, como la reina que murió cuando yo nací, y una H igual de grande, de Hempstock. Lo demás me da igual porque nunca he sabido leer.

—¿Y las fechas? —preguntó Nad.

—Guillermo el Conquistador mil sesenta y seis —canturreó la niña—. Tú sólo pon una E y una H muy grandes.

—¿Tenías un oficio? Quiero decir que si, aparte de ser bruja, hacías algo más.

—Lavaba la ropa.

En ese momento la luz del sol inundó el erial, y Nad se encontró de nuevo solo.

Eran las nueve de la mañana, y todo el mundo dormía.

Pero Nad estaba decidido a permanecer despierto; al fin y al cabo tenía una misión. Pese a no tener más que ocho años, el mundo que había más allá del cementerio no le infundía ningún temor.

Iba a necesitar algo de ropa… Sabía que su atuendo habitual (una sábana gris enrollada a modo de túnica alrededor del cuerpo) no era en absoluto apropiado para andar por ahí. Si se trataba de deambular por el cementerio era más que suficiente, pues el color armonizaba con el de las piedras y las sombras, pero si iba a aventurarse a salir al mundo exterior, necesitaría algo que no llamara la atención.

Había algunas prendas de vestir en la cripta situada detrás de la iglesia en ruinas, pero Nad no quería entrar allí, ni siquiera a plena luz del día. No le importaba tener que dar explicaciones a los señores Owens, pero no estaba dispuesto a tener que justificarse ante Silas; se avergonzaba sólo de pensar en cómo lo escrutarían aquellos ojos negros si lo hacía enfadar, o peor aún, si lo decepcionaba.

En cambio, al fondo del cementerio, había un pequeño cobertizo, una caseta verde que olía a aceite de motor donde se guardaban el viejo cortacésped oxidado por la falta de uso y algunas herramientas de jardín. Dejó de utilizarse cuando se jubiló el último jardinero, y en aquel tiempo Nad no había nacido siquiera. Desde entonces el ayuntamiento se ocupaba de cuidar el camposanto entre los meses de abril y septiembre (enviaban a alguien una vez al mes para que cortara el césped), y el resto del año la tarea quedaba en manos de los Amigos del Cementerio.

La puerta del cobertizo tenía un candado enorme, pero Nad sabía que había una tabla suelta en la parte de atrás. A veces, cuando le apetecía estar un rato a solas, se colaba allí dentro y se sentaba a pensar en sus cosas. Por eso sabía que alguien se había dejado una chaqueta marrón y unos vaqueros viejos con manchas de verdín colgados detrás de la puerta. Los pantalones le venían demasiado grandes, pero se los recogió hasta los tobillos y se los ató con una cuerda para que no se le cayeran; también vio unas botas en un rincón y se las probó a ver si le valían, pero eran enormes y estaban llenas de barro, así que apenas consiguió levantarlas del suelo. A continuación cogió la chaqueta marrón, salió del cobertizo y se la puso; también le venía grande, pero se la arremangó para dejar las manos libres y en paz. Metió las manos en los amplios bolsillos de la chaqueta y pensó que con aquella ropa iba hecho un figurín. Se dirigió a la puerta principal del cementerio y echó un vistazo a través de los barrotes. Un autobús traqueteó por la carretera; ahí fuera había coches, ruido y tiendas; a sus espaldas, un lugar tranquilo, lleno de árboles y de hiedra: su hogar.

Con el corazón a punto de saltarle del pecho, Nad salió al mundo.

Abanazer Bolger había visto mucha gente rara a lo largo de su vida; cualquiera que regentara una tienda como la suya, los habría visto también. Su establecimiento que funcionaba como tienda de antigüedades, bazar y casa de empeños (ni el propio Abanazer tenía muy claro cuál era el espacio dedicado a cada cosa), estaba situado en el laberinto de calles que componían el casco antiguo, y atraía a todo tipo de gente extraña; había quienes iban a comprar y otros, a vender. El hombre atendía a sus clientes en el mostrador, tanto si se trataba de una compra como de una venta, pero sus mejores negocios los hacía en la trastienda, donde aceptaba objetos que quizá habían sido adquiridos por medios no del todo honrados, y después los cambiaba por otros. Su negocio era un iceberg: el pequeño establecimiento lleno de polvo no era más que lo que se veía desde la superficie; el resto estaba sumergido, pues eso era exactamente lo que deseaba Abanazer Bolger.

Este individuo usaba unas gafas de cristales muy gruesos y, permanentemente, evidenciaba un sutil gesto de asco en el rostro, como si acabara de descubrir que la leche que había añadido a su té estaba cortada y no lograra quitarse el mal sabor de la boca; dicho semblante le resultaba muy útil cuando alguien intentaba venderle algo. «Sinceramente, esto no vale un céntimo. No obstante, como veo que para usted tiene cierto valor sentimental, le daré lo que pueda», decía con acritud. Tenías suerte si lograbas obtener de él una cantidad que se acercara remotamente a la que tú querías cobrar.

Ha quedado claro que un negocio como el de Abanazer Bolger atraía a todo tipo de gente rara, pero el niño que entró en la tienda aquella mañana era uno de los personajes más extraños que el comerciante recordaba haber visto en su vida, dedicada a desplumar a cualquier bicho raro que pasara por su establecimiento. El niño en cuestión aparentaba unos siete años y vestía la ropa de su abuelo; olía a cobertizo; iba descalzo; llevaba el cabello largo y enmarañado y mostraba una expresión muy seria. Ocultaba las manos en los bolsillos de una polvorienta chaqueta marrón, pero aunque no se las veía, Abanazer sabía que mantenía algún objeto fuertemente sujeto con la mano derecha.

—Perdone —musitó el niño.

—Dime, rapaz —replicó Abanazer sin bajar la guardia.

«Niños pensó. Todos vienen a vender algo que han birlado o algún juguete.» En cualquiera de los dos casos, normalmente les decía que no. Porque si le comprabas un objeto robado a un niño, al día siguiente se te presentaba en la tienda un adulto hecho un basilisco acusándote de haberle comprado al pequeño Johnnie o a la pequeña Mathilda su alianza de boda por diez cochinos dólares. Los niños siempre acarreaban problemas; no merecía la pena.

—Necesito comprarle algo a una amiga —dijo Nad—, y he pensado que podría venderle a usted una cosa para conseguir el dinero.

—No hago negocios con niños pequeños —respondió Abanazer sin andarse por las ramas.

Nad sacó la mano del bolsillo y dejó el broche sobre el cochambroso mostrador. De momento Bolger lo miró con desconfianza, pero el objeto captó de inmediato su atención. Se quitó las gafas, cogió un monóculo que había sobre el mostrador, como el que usan los joyeros para estudiar la talla de una piedra preciosa, y se lo encajó en el ojo. Acto seguido, encendió una lamparilla y examinó el broche a través del instrumento. «¿Piedra de serpiente?»
[4]
, dijo para sus adentros. Luego se quitó el monóculo se volvió a poner las gafas y, mirando al niño con aire suspicaz, preguntó:

—¿De dónde has sacado esto?

—¿Quiere usted comprármelo?

—Lo has robado. Lo birlaste de un museo o algo parecido, ¿no es así?

—¡No! respondió —categóricamente Nad—. ¿Va usted a comprármelo o me lo llevo a ver si puedo vendérselo a otra persona?

La expresión de Abanazer se suavizó. De pronto se volvió de lo más afable, le sonrió abiertamente y le dijo:

—Perdóname, rapaz. Es que uno no tropieza muy a menudo con objetos como éste; de hecho, es una pieza de museo. Y sí, me encantaría poder quedármela. ¿Qué te parece si nos sentamos a tomar una taza de té y unas galletas (precisamente tengo en la trastienda un paquete entero de galletas de chocolate), mientras decidimos cuánto puede valer? ¿De acuerdo?

Nad sintió un gran alivio al ver aquel cambio de actitud.

—Sólo necesito el dinero suficiente para comprar una lápida —explicó—. Es para una amiga mía. Bueno, no es exactamente una amiga, sino una conocida. Me hice daño en la pierna y ella me ayudó, ¿sabe?

Bolger, sin prestar demasiada atención a lo que el niño decía, lo condujo hasta el almacén, un espacio pequeño y sin ventanas abarrotado de cajas de cartón repletas de mercancías. En un rincón había una caja fuerte, grande y anticuada. Nad vio también un cajón lleno de violines, un montón de animales disecados, sillas rotas, libros y grabados. Junto a la puerta había un escritorio no muy grande.

Abanazer Bolger se sentó en la única silla que no estaba rota, pero el niño no tuvo más remedio que quedarse de pie. El viejo se puso a buscar algo en un cajón ( Nad vio una botella de whisky en su interior), sacó el paquete de galletas que andaba buscando y le ofreció una; después encendió la lámpara que había encima del escritorio y examinó la pieza de metal sobre la que iba montada la piedra, reprimiendo un leve escalofrío al ver la expresión dibujada en el rostro de las serpientes.

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