El libro del cementerio (10 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

De pronto sintió que algo lo envolvía y lo acompañaba en la caída y, al cabo de unos instantes, oyó el batir de unas alas sin plumas y todo se ralentizó de inmediato. El tan temido impacto contra el suelo dejó de parecerle inminente.

Las alas batieron con más fuerza; de inmediato comenzaron a ascender y el único pensamiento que ocupaba ahora la mente de Nad era: «¡Estoy volando!». Y, efectivamente, volaba. Se volvió a mirar y vio una cabeza de color marrón oscuro, calva como una bola de billar, provista de dos ojos profundos y relucientes como esferas de cristal negro muy bruñido.

El niño volvió a pedir auxilio en la lengua de los ángeles descarnados de la noche, y el ángel descarnado sonrió y le respondió con una especie de ululato. Parecía satisfecho.

Acto seguido, tuvo lugar un descenso súbito y vuelta a disminuir la velocidad, hasta que por fin tocaron tierra con un ruido sordo. Nad intentó ponerse en pie, pero el tobillo le falló una vez más y cayó al suelo, recibiendo el aguijonazo de la arena arrastrada por el fuerte viento del desierto.

El ser volador se posó en el suelo, al lado de Nad, con las alas plegadas hacia atrás. Como el niño se había criado en un cementerio, estaba acostumbrado a ver imágenes de seres alados, pero los ángeles de los monumentos funerarios no se parecían en nada a aquella criatura.

Entonces un formidable animal de pelo gris, una especie de perro gigantesco, atravesó el desierto que se extendía a los pies de Gholheim.

Y el perro habló, pero la voz era la de la señorita Lupescu:

—Con ésta ya son tres las veces que los ángeles descarnados de la noche te salvan la vida. La primera fue cuando pediste ayuda; ellos te oyeron y vinieron a avisarme y a indicarme dónde estabas. La segunda fue anoche cuando te quedaste dormido junto a la hoguera; ellos volaban en círculos por encima de vosotros, y oyeron a dos
ghouls
que decían que les traías mala suerte y que sería mejor machacarte los sesos con una piedra y dejarte en algún lugar donde te pudieran localizar más tarde, cuando estuvieras convenientemente podrido, y darse un buen banquete a tu costa. Los ángeles descarnados de la noche se ocuparon de resolver el asunto con la mayor discreción. Y ahora, esto.

—Se… señorita Lupescu…

La fiera inclinó la cabeza y la acercó a la de Nad y, durante un agónico y pavoroso instante, él pensó que se lo iba a zampar de un bocado, pero lo que le dio fue un cariñoso lametón en la cara.

—¿Te duele el tobillo?

—Sí. No puedo apoyar el pie.

—Pues vamos a ver cómo te subimos a mi lomo —dijo el formidable animal de pelo gris que resultó ser la señorita Lupescu.

Habló con el ángel descarnado de la noche en su lengua, y la criatura se acercó y ayudó a Nad a subirse al lomo de la señorita Lupescu.

—Agárrate a mi pellejo. Agárrate fuerte. Eso es, y ahora di lo mismo que yo… —Y la señorita Lupescu profirió un agudo chillido.

—¿Y qué significa eso?

—Gracias o adiós. Depende.

Nad imitó el sonido lo mejor que pudo, y el ángel descarnado de la noche se rió. A continuación la criatura emitió un sonido similar, desplegó sus enormes alas coriáceas, echó a correr en dirección al viento, aleteando con fuerza hasta que la corriente lo arrastró, y ascendió, igual que una cometa.

—Y ahora, haz lo que ya te he dicho: agárrate muy fuerte ordenó el animal, que era en realidad la señorita Lupescu, y salió como una flecha.

—¿Vamos hacia la muralla de tumbas?

—¿A las puertas de los
ghouls
? No, no. Ésas son sólo para los
ghouls
. Yo soy un sabueso de Dios y viajo por un camino especial que pasa por el infierno.

Y a Nad le pareció que ahora el perro corría aún más deprisa.

La luna grande se elevó en el cielo, seguida de la más pequeña y, poco después, se les unió una tercera luna de color rubí; el lobo gris siguió corriendo a través del desierto sembrado de huesos.

Por fin se detuvo frente a un edificio de arcilla medio en ruinas, como una gigantesca colmena, situado junto a un pequeño manantial de agua que brotaba de la roca y caía en una minúscula charca para, finalmente, desaparecer. Una vez allí el animal inclinó la cabeza y bebió, y Nad cogió un poco de agua con las manos y se la bebió a pequeños sorbos.

—Ésta es la frontera —dijo la fiera, que era en realidad la señorita Lupescu.

Nad contempló el cielo: las tres lunas habían desaparecido. Pero ahí estaba la Vía Láctea, más nítida y resplandeciente que nunca. Todo el firmamento estaba plagado de estrellas.

—¡Qué bonitas! —exclamó Nad.

—Cuando lleguemos a casa —dijo la señorita Lupescu—, te enseñaré los nombres de las estrellas y de sus constelaciones.

—Me encantaría aprenderlos —admitió Nad.

El niño trepó de nuevo al inmenso lomo gris de su profesora, enterró la cara en el pelo, y se agarró con fuerza, y en tan sólo unos segundos o eso le pareció se plantaron en el cementerio, caminando entre las tumbas en dirección a la que habitaban los Owens.

—Se ha torcido el tobillo —dijo la señorita Lupescu.

—Ángel mío, pobrecito —replicó la señora Owens al tiempo que cogía en brazos a Nad y lo mecía entre sus fuertes, aunque incorpóreos, brazos—. No diré que no me has tenido preocupada, porque sería mentira. Pero ahora ya estás aquí, y eso es lo único que importa.

Al cabo de unos minutos Nad se encontraba perfectamente cómodo y seguro bajo tierra, en su casa, con la cabeza apoyada en su almohada. Estaba rendido y, nada más cerrar los ojos, quedó sumido en un profundo y dulce sueño.

El tobillo izquierdo de Nad se había hinchado mucho y estaba amoratado. El doctor Trefusis (1870-1936. «Dios lo tenga en su gloria.») lo examinó y dictaminó que no era más que un esguince. La señorita Lupescu se acercó a la farmacia y le trajo una tobillera elástica, y Josiah Worthington, baronet, a quien enterraron con su elegante bastón de ébano, insistió en prestárselo a Nad, que se lo pasó como un enano caminando con el bastón y fingiendo que era un anciano centenario.

Nad subió la colina renqueando y, de debajo de una piedra, sacó un papel doblado que rezaba: «LOS SABUESOS DE DlOS» —Estaba impreso en tinta de color morado y era el primer elemento de una lista—. Las criaturas a las que los mortales llaman
hombres lobo
o
licántropos
se autodenominan
sabuesos de Dios
, pues sostienen que su transformación es un don del Creador, y ellos le corresponden con su tenacidad, ya que son capaces de perseguir a un ser malvado hasta las mismísimas puertas del infierno.

Nad asintió y pensó: «Y no sólo a un ser malvado».

Leyó la lista hasta el final, esforzándose en memorizarlo todo, y después bajó hasta la vieja capilla, donde la señorita Lupescu lo esperaba con una empanada de carne y una gigantesca bolsa de patatas fritas que había comprado en una tienda que había al pie de la colina.

También llevaba un montón de listas nuevas impresas, como de costumbre, en tinta de color morado.

Compartieron la bolsa de patatas y, en una o dos ocasiones, ella incluso sonrió.

Silas regresó hacia finales de mes. Sujetaba su maletín negro con la mano izquierda, y el brazo derecho lo tenía completamente rígido. Pero era Silas, y Nad se alegraba de volver a verlo, y se alegró mucho más al descubrir que le había traído un regalo: una reproducción en miniatura del Golden Gate de San Francisco.

Cuando llegó casi la medianoche, aunque la oscuridad no era completa todavía, los tres se sentaron en lo alto de la colina, con las luces de la ciudad a sus pies.

—Espero que haya ido todo bien mientras he estado ausente —dijo Silas.

—¡He aprendido un montón de cosas! —exclamó Nad, sin soltar su regalo, y señaló el firmamento—. Eso de ahí es Orion, el Cazador, y su cinturón de tres estrellas. Y esa otra es Tauro, el Toro.

—Muy bien, muy bien —aprobó Silas.

—¿Y tú? —preguntó Nad—. ¿Has aprendido algo nuevo mientras has estado fuera?

—¡Oh, claro que sí! —replicó su tutor sin entrar en detalles.

—Pues yo, también —intervino la señorita Lupescu—.Yo también he aprendido algunas cosas que no sabía.

—Magnífico —repuso Silas. Y acto seguido se oyó el ulular de un buho que estaba posado en la rama de un roble—. El caso es que me han llegado algunos rumores de que hace unas semanas los dos estuvisteis en cierto lugar al que yo no habría podido seguiros. En otras circunstancias, os aconsejaría que anduvierais con cuidado, pero, a diferencia de otras criaturas, los
ghouls
olvidan enseguida.

—No ha pasado nada. La señorita Lupescu cuidó de mí todo el tiempo, y no corrí peligro en ningún momento —lo tranquilizó Nad.

La señorita Lupescu lo miró y se le iluminó la cara; luego desvió la vista hacia Silas y le dijo:

—Hay tantas cosas que podría enseñarle aún. Es posible que vuelva el verano que viene a darle algunas clases.

Observando a la señorita Lupescu, Silas alzó una ceja y, a continuación, observó a Nad.

—Me encantaría —dijo el niño.

Capítulo4

La lápida de la bruja

Era de dominio público que había una bruja enterrada en el límite sur del cementerio. La señora Owens siempre le advertía a Nad que no debía acercarse por allí bajo ningún concepto.

—¿Por qué? —le preguntó un día Nad.

—No es lugar seguro para quien posea un alma mortal —respondió la señora Owens—. En los confines del mundo hay mucha humedad. Aquello es casi una marisma, y no encontrarás otra cosa que la muerte.

El señor Owens, por su parte, tenía mucha menos imaginación que su esposa y solía responderle de forma más evasiva.

—No es un sitio muy recomendable fue todo cuanto —le dijo.

El cementerio propiamente dicho terminaba justo al pie de la colina, bajo el viejo manzano, y estaba cercado por una herrumbrosa verja, cuyas rejas acababan en punta; pero más allá se extendía un erial plagado de malas hierbas, ortigas, zarzas y hojas secas, y Nad, que era en esencia un niño bueno y obediente, nunca intentó colarse allí por entre las rejas, aunque solía situarse detrás de éstas para contemplarlo. Sabía que en aquel lugar había una historia, cuyos detalles le habían ocultado siempre, y eso lo irritaba.

Nad subió hasta la iglesia abandonada, situada en el centro del cementerio, y esperó a que oscureciera. Cuando unas luces de color púrpura en el cielo anunciaban la caída de la noche, oyó un ruido en lo alto de la torre, algo como el rumor de una capa de grueso terciopelo, y vio que Silas había dado por concluido su descanso en el campanario y descendía hasta el suelo.

—¿Qué hay allá al fondo —le preguntó Nad—, más allá de Harrison Westwood, panadero de este concejo, y sus esposas, Marión y Joan?

—¿Por qué lo preguntas? —inquirió su tutor, mientras se sacudía con las marfileñas manos el polvo que se le había adherido a su traje negro.

Nad se encogió de hombros y replicó:

—Simple curiosidad.

—Ese suelo está sin consagrar. ¿Sabes lo que significa eso?

—Creo que no.

Silas avanzaba por el sendero sin perturbar en modo alguno las hojas secas que encontraba a su paso y, finalmente, ambos se sentaron en el banco de piedra.

—Hay quien piensa —comenzó a explicarle, con esa suavidad suya tan característica—, que toda tierra es sagrada; que ya lo era antes de llegar nosotros y seguirá siéndolo cuando nos hayamos ido. Pero aquí, en esta tierra en la que vives ahora, es costumbre bendecir las iglesias y, en torno a ellas, el terreno destinado a enterrar a los muertos. Sin embargo, en la parte más alejada, dejan siempre una zona sin consagrar para enterrar a los criminales, a los suicidas y a cualquiera que no profese su misma fe.

—¿Quieres decir que todos los que están enterrados en esa parte eran malos?

—¡Oh, no, ni mucho menos! Veamos, hace tiempo que no me doy una vuelta por ahí, pero tampoco recuerdo que hubiera nadie especialmente malvado. Ten en cuenta que antiguamente colgaban a la gente por robar un simple chelín. Por otra parte, siempre ha habido personas que, creyendo que su vida se ha vuelto más difícil y dolorosa de lo que son capaces de soportar, llegan a la conclusión de que lo único que pueden hacer es adelantar su partida de este mundo.

—Quieres decir que se suicidan, ¿no? —preguntó Nad.

Por aquel entonces el niño contaba unos ocho años, miraba con perspicacia y no tenía un pelo de tonto.

—Eso es.

—¿Y da resultado? Quiero decir: después de muertos, ¿son más felices?

Silas reaccionó ante la ingenuidad del niño con una sonrisa tan espontánea y tan amplia, que dejó asomar los colmillos por las comisuras de los labios.

—Algunas veces. Pero por lo general, no. Les sucede lo mismo a aquellos que creen que marchándose a otro lugar serán más felices; tarde o temprano acaban descubriendo que no es así como funcionan las cosas. Por muy lejos que te vayas, nunca conseguirás huir de ti mismo. No sé si entiendes lo que quiero decir.

—Más o menos.

Silas se inclinó y le revolvió el cabello con la mano.

—¿Y qué me dices de la bruja? —preguntó el niño.

—¡Ah, claro, eso es —replicó Silas—: suicidas, criminales y brujas! Todos los que murieron sin confesar sus pecados.

Silas se puso en pie de nuevo; semejaba una sombra de medianoche en mitad del crepúsculo.

—Con tanta charla casi me olvido de que todavía no he desayunado —comentó—. Y tú llegas tarde a tus clases.

Entre las crecientes sombras del cementerio, tuvo lugar una implosión silenciosa, un susurro de oscuridad envuelta en terciopelo; Silas se había esfumado.

La luna empezaba a ascender en el cielo cuando Nad llegó al mausoleo del señor Pennyworth. Thomas Pennyworth («Aquí yace en la certeza de la más gloriosa resurrección.») lo estaba esperando ya, y no parecía de muy buen humor.

—Llegas tarde —lo reprendió.

—Lo siento, señor Pennyworth.

El aludido chasqueó la lengua. La semana anterior, las lecciones del señor Pennyworth habían girado en torno a los elementos y los humores, pero Nad seguía confundiendo los unos con los otros. Creía que aquella noche tocaba examen pero, en lugar de eso, su maestro le anunció:

—Creo que ha llegado el momento de dejar las clases teóricas a un lado por unos días y centrarnos en cuestiones más prácticas. A fin de cuentas el tiempo vuela.

—¿En serio?

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