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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (23 page)

Echaba de menos el mundo que había más allá de la verja del cementerio, pero sabía que no era un sitio seguro para él; todavía no. En el cementerio, sin embargo, era dueño y señor de todo, y él se sentía orgulloso de ello y lo amaba como sólo un chico de catorce años es capaz de amar.

Y aun así…

En el camposanto, la gente no cambiaba nunca, de modo que los niños con los que Nad jugaba cuando era pequeño continuaban siendo niños: Fortinbras Bartleby, que fue su mejor amigo durante la infancia, era ahora cuatro o cinco años menor que él, y cada vez tenían menos en común; Thackeray Porringer tenía la misma edad y estatura que Nad, y parecía entenderse bastante mejor con él (por las noches salían los dos juntos a pasear, y Thackeray le contaba las desventuras que sufrieron sus amigos). Normalmente, al final de estas historias, los amigos de Porringer acababan siendo ahorcados por algún delito que no cometieron, aunque a veces simplemente los deportaban a las colonias americanas y así, mientras no regresaran a Inglaterra, lograban evitar la horca.

En cambio, Liza Hempstock, que había sido su amiga durante los últimos seis años, sí había cambiado en cierto modo: ahora ya no salía a su encuentro cuando iba a la fosa común a visitarla, y en las raras ocasiones en las que lo hacía, estaba de mal humor, con ganas de pelea o directamente grosera.

Nad se lo comentó al señor Owens, quien, tras unos instantes de reflexión, le dijo:

—Las mujeres son así. Te apreciaba cuando eras un niño, pero has crecido, y ahora no sabe muy bien qué clase de persona eres. Cuando yo era pequeño, iba todos los días al estanque de los patos a jugar con una niña, hasta que un día, cuando tenía más o menos tu edad, ella me tiró una manzana a la cabeza y ya no volvió a dirigirme la palabra hasta que cumplí los diecisiete.

La señora Owens, muy digna, lo corrigió:

—No fue una manzana, sino una pera. Y volví a hablarte mucho antes, porque recuerdo que bailamos juntos una pieza en la boda de tu primo Ned, que se celebró dos o tres días después de que cumplieras los dieciséis.

—Es cierto, querida, qué mala memoria la mía replicó el señor Owens y, guiñándole un ojo a Nad, articuló sólo con los labios—: «Diecisiete».

Nad no se permitía tener amigos entre los vivos. De ese modo, según aprendió después de su breve experiencia como escolar, se ahorraba un montón de problemas.

Sin embargo, nunca se olvidó de Scarlett y la echó de menos durante años, pero a esas alturas ya se había hecho a la idea de que no volvería a verla nunca más. Y ahora había regresado y visitado el cementerio, aunque no la había reconocido…

El chico estaba explorando a fondo la tupida selva de hiedra y árboles que convertían el cuadrante noroeste del cementerio en una zona muy peligrosa; incluso había carteles que advertían del peligro a los visitantes, pero en realidad no hacían ninguna falta. Lo que había al final del Paseo Egipcio era un lugar inhóspito y tétrico; en los últimos cien años, la naturaleza se había ido adueñando de esa zona, y las lápidas estaban caídas en el suelo; nadie visitaba ya aquellas tumbas, que en su mayor parte habían quedado enterradas bajo la hiedra y las hojas que habían ido cayendo de los árboles a lo largo de los últimos cincuenta años. Todos los senderos habían desaparecido y el lugar era intransitable.

Nad caminaba con cautela, pues conocía bien el terreno y sabía lo peligroso que podía ser.

Cuando tenía nueve años, explorando por allí, dio un paso en falso y cayó en una fosa que tenía unos seis metros de profundidad. Era una tumba que, seguramente, estaba pensada para albergar varios ataúdes, pero no tenía lápida y sólo había un ataúd; éste contenía los restos mortales de un médico bastante irascible llamado Carstairs, quien se alegró mucho al ver a Nad por allí e insistió en examinarle la muñeca (pues se la torció al caer, intentando agarrarse a una raíz), antes de que el chico lograra convencerlo para que fuera a buscar ayuda.

Pero ahora Nad no había ido allí para explorar, sino porque necesitaba hablar con el poeta.

El poeta se llamaba Nehemiah Trot, y en su tumba, cubierta de maleza, se leía la siguiente inscripción: Aquí yacen los restos mortales de Nehemiah Trot poeta 1741-1774
Los cisnes cantan antes de morir
.

—¿Maese Trot? Necesito consultarle algo.

Nehemiah Trot sonrió lánguidamente y respondió:

—Estoy a tu entera disposición, mi arriscado amigo. ¡El consejo es a un poeta lo que la cordialidad es a un rey! ¿Qué ungüento, no, ungüento no, qué bálsamo puedo yo ofrecerte para aliviar tu dolor?

—Pues, dolor no tengo ninguno, pero es que… Bueno, verá, es que hace tiempo conocí a una chica, y la verdad es que no sé si debería ir a hablar con ella o simplemente olvidarla.

Nehemiah Trot se enderezó (aun así seguía siendo más bajo que Nad), y se llevó ambas manos al pecho con emoción.

—¡Oh! Debes ir en su busca e implorarle. Debes decirle que es tu Terpsícore, tu Eco, tu Clitemnestra. Debes cantar sus virtudes en un poema, dedicarle una oda sublime (no te preocupes, muchacho, yo te ayudaré), y entonces, sólo entonces, conquistarás el corazón de tu gran amor.

—En realidad no pretendo conquistar su corazón, ni es mi gran amor. Simplemente, me gusta hablar con ella.

—De todos los órganos que componen el ser humano —replicó Nehemiah Trot—, la lengua es el más extraordinario. Pues nos es necesaria tanto para paladear el néctar más delicioso como el más acerbo de los venenos, y con una misma lengua pronunciamos también las palabras más dulces y las más ultrajantes. ¡Ve en su busca y hablale sin más demora!

—Pero es que no debería.

—¡Deberías, claro que deberías! Y yo daré fe de tu victoria en un poema, una vez concluida y ganada la batalla.

—Pero si me hago visible para hablar con ella, otros podrían verme también…

—¡Ah, escúchame bien, joven Leandro, joven Héroe, joven Alejandro! Si nada arriesgas, llegarás al fin de tus días y nada habrás ganado.

—Interesante planteamiento.

Nad se alegraba de haber ido a pedirle consejo al poeta. «De hecho pensó, ¿quién podría ofrecerme mejores consejos que un poeta?». Y eso le recordó que…

—Señor Trot —dijo Nad—, hábleme de la venganza.

—La venganza es un plato que se sirve frío —sentenció Nehemiah Trot—. Jamás la lleves a cabo en caliente; espera el momento propicio. Recuerdo a un poetastro de aquellos que malvivían en Grub Street (se llamaba O'Leary y era irlandés, por más señas), que tuvo el valor y la desfachatez de escribir una reseña de mi primer poemario, «Florilegio lírico para caballeros con clase», afirmando que se trataba de un vulgar compendio de ripios sin interés alguno, y que el papel en el que había sido escrito habría estado mejor empleado en… No, no puedo repetirlo. Digamos sencillamente que terminaba la frase de manera harto vulgar.

—Pero ¿se vengó usted de él? —quiso saber Nad.

—¡Oh, claro que me vengué, de él y de todos los de su misma ralea! ¡Oh, sí, joven Owens, y fue una venganza terrible! Escribí una epístola que clavé en las puertas de todos los pubs de Londres que solían frecuentar aquellos ganapanes. En ella explicaba que, dada la fragilidad del genio poético, había decidido no volver a publicar un solo verso mientras viviera. Y dejé instrucciones de que, a mi muerte, me enterraran con todos mis poemas inéditos, para que únicamente cuando la posteridad reconociera mi genio y la irreparable pérdida que esto suponía, sólo entonces, fueran rescatados de entre mis gélidas manos y publicados para el deleite de todos. Es algo atroz adelantarse a los tiempos que a uno le ha tocado vivir.

—¿Y, después de muerto, lo desenterraron y publicaron sus poemas?

—Todavía no. Pero aún hay tiempo de sobra. La posteridad es vasta.

—Entonces… ¿ésa fue toda su venganza?

—Nada menos. ¡Una venganza sublime, refinada y aplastante!

—Sí… Sí, claro —replicó Nad sin mucha convicción.

—Mejor. Servirla. Fría —sentenció Nehemiah Trot—, muy hueco.

Nad abandonó el selvático paraje y regresó a la parte más civilizada del cementerio. Empezaba a caer latarde, y se dirigió hacia la vieja capilla, no porque esperara que Silas hubiera regresado de su largo viaje, sino porque llevaba toda la vida visitándola al anochecer, y le reconfortaba seguir su rutina de siempre. Además, tenía hambre.

Atravesó con sigilo la puerta y bajó a la cripta. Apartó una caja de cartón llena de húmedos y abarquillados registros parroquiales, y sacó un cartón de zumo de naranja, una manzana, una bolsa de colines y una cuña de queso, y se puso a comer mientras se planteaba si debía ir a buscar a Scarlett y cómo se las arreglaría para encontrarla.

Quizá lo más adecuado sería hacerle una Visita Onírica, ya que ella había elegido ese medio para ir a su encuentro…

Al terminar, salió de la iglesia y, según se dirigía hacia el banco para sentarse un rato, vio algo que le hizo dudar: el banco ya estaba ocupado por una chica que leía una revista. Nad puso en marcha la Desapación total y se fundió con el entorno, como si fuera una sombra más. Pero la chica alzó la vista, lo miró directamente y preguntó:

—¿Eres tú, Nad?

Él tardó unos segundos en decidirse a responder.

—¿Cómo es posible que me hayas visto?

—En realidad no estaba segura. Al principio pensé que eras solamente una sombra o algo así. Pero tienes el mismo aspecto que en mi sueño y, de alguna manera, empecé a verte con un poco más de nitidez.

Nad se le acercó e inquirió:

—¿De verdad estás leyendo? ¿Tienes luz suficiente?

—Es muy raro, sí —repuso Scarlett cerrando la revista—. Casi se ha hecho de noche, pero veo a la perfección. Vamos, que puedo leer sin dificultad.

—¿Has venido…? —Nad vaciló un momento, sin saber muy bien qué era exactamente lo que quería preguntarle—. ¿Has venido sola?

Scarlett asintió.

—Sí. Verás, al salir del colegio, he venido a ayudar al señor Frost a sacar algunos calcos. Pero cuando hemos acabado, le he dicho que me apetecía sentarme aquí a pensar un rato. Le he prometido que después pasaría a tomar una taza de té con él, y se ha ofrecido a acercarme en coche a mi casa; ni siquiera me ha preguntado por qué quería quedarme. Dice que a él también le encanta pasear por los cementerios, porque no hay sitios más tranquilos en el mundo que éstos. Se calló un momento y, a continuación, le preguntó—: ¿Puedo abrazarte?

—¿Quieres abrazarme?

—Sí.

—Bueno, en ese caso —se lo pensó un momento antes de terminar la frase—, no me importa que lo hagas.

—Mis brazos no te atravesarán ni nada parecido, ¿verdad?

—No, no, soy de carne y hueso; no te preocupes.

Y ella lo abrazó con tal fuerza que casi no le dejaba respirar.

—Me estás haciendo daño —se quejó Nad.

—¡Ay, perdona! —Y lo soltó.

—No, si me ha gustado. Pero es que has apretado más de lo que esperaba.

—Sólo quería asegurarme de que eres real. Todos estos años no has existido más que en mi mente, aunque luego me olvidé de ti. Pero no eras un producto de mi imaginación, y ahora has vuelto, y estás en el mundo también.

—Solías llevar una especie de abrigo, de color naranja, y siempre que veía algo de ese color, pensaba en ti. Imagino que ya no lo tendrás —dijo Nad sonriendo.

—No, claro, hace ya tiempo que no. A estas alturas no creo que cupiera en él.

—Sí, ya me lo imagino.

—Debería regresar a casa ya. Pero creo que podré volver aquí este fin de semana —dijo Scarlett y, viendo la expresión de Nad, añadió—: Hoy es miércoles.

—Vale, me encantaría volver a verte.

Scarlett se dio la vuelta para marcharse, pero titubeó un momento y se giró de nuevo hacia Nad.

—¿Qué he de hacer para encontrarte la próxima vez?

—No te preocupes; yo te encontraré. Tú ven sola y saldré a buscarte.

Scarlett asintió y se marchó.

Nad dio media vuelta y se fue colina arriba, en dirección al mausoleo de Frobisher. Sin embargo, no entró en el edificio, sino que trepó por uno de los laterales, apoyando los pies en las gruesas raíces de hiedra, y se subió al tejado de piedra. Se sentó allí y contempló el mundo que había más allá del cementerio, recordando el modo en que Scarlett lo había abrazado y lo seguro que se había sentido él entre sus brazos, aunque sólo fuera por un instante. Pensó también en lo agradable que debía de ser poder circular libremente y sin temor por el mundo que había tras las rejas del cementerio, y en lo estupendo que era ser dueño y señor de su propio mundo en miniatura.

Scarlett dijo que no quería una taza de té, gracias, ni una galleta de chocolate. El señor Frost se quedó preocupado y le dijo:

—En serio, parece como si hubieras visto un fantasma. Aunque, bien pensado, no sería raro, teniendo en cuenta que vienes de un cementerio, hum… Hace años, tuve una tía que decía que su loro estaba hechizado. En realidad era un guacamayo rojo; el loro, claro. Mi tía era arquitecta. Pero nunca logré que me diera más detalles.

—Estoy bien —lo tranquilizó Scarlett—. Lo que ocurre es que ha sido un día muy largo.

—En ese caso, te llevaré a casa. Pero antes, dime, ¿tú entiendes lo que pone aquí? Llevo media hora rompiéndome la cabeza, pero no hay manera. Le señaló un calco que tenía extendido encima de la mesa, sujeto con un bote de mermelada en cada punta. El nombre podría ser Gladstone, ¿a ti qué te parece? Quizá fuera pariente de William Gladstone, el primer ministro. Pero el resto no lo entiendo.

—Me temo que yo tampoco lo entiendo. Ya le echaré un vistazo con más calma el sábado.

—¿Tu madre vendrá también?

—Dijo que me traería aquí por la mañana y luego se iría a hacer la compra. Quiere hacer carne asada para cenar.

—¿Con patatas asadas de guarnición? —preguntó el señor Frost.

—Pues creo que sí.

El señor Frost parecía muy complacido, aunque dijo:

—Tampoco querría causarle demasiadas molestias.

—No se preocupe, ella está encantada —aseguró Scarlett, y no mentía—. Le agradezco mucho que se tome la molestia de acercarme a casa en su coche.

—Es un verdadero placer.

Bajaron juntos por la escalera de la alta y estrecha casa del señor Frost, y salieron a la calle.

—En Cracovia, en la colina de Wawel, hay unas cuevas que se conocen por el nombre de La Caverna del Dragón. Es un lugar de sobra conocido por los turistas que visitan la zona. Pero, debajo de ellas, hay otras cuevas que los turistas no conocen y nunca visitan. Son muy profundas y están habitadas.

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