El libro del cementerio (22 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

Había llegado a las gigantescas puertas de hierro, que estaban abiertas. Se asomó para echar un vistazo y…

—¡Qué raro! —dijo en voz alta.

Hay una expresión,
déjá vu
, que se emplea para describir esa percepción que uno tiene a veces de haber estado anteriormente en un lugar cuando en realidad es la primera vez que lo ve, como si lo hubiera contemplado en sueños o algo así. Scarlett había experimentado esa sensación muchas veces, por ejemplo, cuando un profesor le contaba que había ido de vacaciones a Inverness, y ella tenía la impresión de que ya lo sabía, o cuando a alguien se le caía una cuchara al suelo y ella creía que no era la primera vez que sucedía. Pero esto era diferente. No es que tuviera la sensación de haber estado antes en ese lugar, sino que sabía a ciencia cierta que había estado allí.

Así que cruzó las puertas y entró en el cementerio Una urraca levantó el vuelo, exhibiendo en todo su esplendor del plumaje negro, blanco y verde iridiscente fue a posarse en las ramas de un tejo, y desde allí observó a la chica.

«A la vuelta de esa esquina, pensó Scarlett, hay una iglesia y un banco delante de ésta.» Y al llegar a dicha esquina vio una iglesia (mucho más pequeña que la que ella recordaba), un pequeño templo de estilo gótico y aspecto algo siniestro, y su correspondiente campanario delante mismo había un viejo banco de madera. Scarlet se sentó en él, balanceando los pies en el aire como si todavía fuera una niña pequeña.

—Hola. Ejem… ¿Hola? —dijo una voz a sus espaldas—. Ya sé que es casi un abuso por mi parte, pero ¿podrías ayudarme a sujetar…? En fin, que me vendría muy bien otro par de manos si no es mucha molestia.

Scarlett se volvió y vio a un hombre, que vestía una gabardina de color beige, agachado frente a una lápida; sostenía en la mano un papel de gran tamaño. Ella se levantó y se le aproximó corriendo.

—Sujétalo así —le indicó el hombre—. Una mano aquí, y la otra, aquí, eso es. Un abuso por mi parte, lo sé. No sabes cómo te lo agradezco.

Cerca del hombre, había también una caja de galletas, de la que sacó un carboncillo del tamaño de una vela pequeña, y lo frotó sobre el papel con movimientos precisos. Al parecer, tenía mucha práctica.

—Ya está —dijo con jovialidad—. Aquí la tenemos…

—¡Uuupa! Y este adorno de aquí me parece que es una hoja de hiedra; en la época victoriana eran muy aficionados a ponerla en todas partes, por su contenido simbólico, ya sabes… Pues esto ya está. Ya puedes soltarlo si quieres.

El hombre se puso en pie y se pasó la mano por sus canosos cabellos.

—¡Ay! Necesitaba estirar las piernas; se me estaban durmiendo —explicó—. Bien. ¿Qué te parece?

Líquenes verdes y amarillos recubrían la lápida, pero estaba tan desgastada que apenas se podía leer la inscripción; en cambio, ésta había quedado limpiamente reflejada en el calco.

—Majella Godspeed, soltera de esta parroquia, 1791- 1870. «Su vida se extinguió, mas continúa viva en el recuerdo.» —leyó Scarlett en voz alta.

—Y, a estas alturas, ni eso —dijo el hombre sonriendo tímidamente y parpadeando tras los pequeños y redondos cristales de sus gafas, que en cierto modo le conferían el aspecto de un amigable buho.

Una gruesa gota de lluvia cayó sobre el papel, y el hombre lo enrolló a toda prisa y recogió la caja en la que guardaba los carboncillos. Como continuaba chispeando, señaló una carpeta que estaba apoyada contra una lápida; Scarlett la recogió y lo siguió hasta el diminuto porche de la iglesia.

—Muchísimas gracias —dijo el desconocido—. Seguramente no será más que un chaparrón. Según el hombre del tiempo, hoy disfrutaríamos de una tarde bastante soleada.

Una ráfaga de viento muy frío parecía querer contradecir las previsiones de los meteorólogos y, de pronto, se puso a llover a cántaros.

—Sé lo que estás pensando —dijo el hombre.

—¿Ah, sí? —replicó ella. En realidad lo que estaba pensando era: «Mi madre me va a matar».

—Estás pensando: ¿es esto una iglesia o una capilla funeraria? Y la respuesta, según lo que he averiguado, es que en este lugar hubo una iglesia con su correspondiente cementerio. Estoy hablando del siglo VIII o IX de nuestra era.

Fue reconstruida y ampliada en diversas ocasiones, pero hacia 1820 hubo un incendio, y por aquel entonces resultaba ya demasiado pequeña. Hacía tiempo que la parroquia había sido trasladada a Saint Dunstan, en el centro de la ciudad, así que cuando la reconstruyeron, pasó a ser simplemente una capilla funeraria. Se conservaron muchos elementos de la primera edificación, como las vidrieras del muro del fondo que, al parecer, son las originales…

—La verdad —lo interrumpió Scarlett— es que estaba pensando que mi madre me va a matar. Me equivoqué de autobús, y hace ya mucho rato que debería estar en casa…

—Santo cielo, pobrecita. Mira, yo vivo un poco más abajo. Espérame aquí…

El hombre cogió la carpeta, los carboncillos y el papel enrollado, y echó a correr hacia la puerta del cementerio, con la cabeza agachada para que la lluvia no le empapase la cara. Apenas dos minutos más tarde, Scarlett vio las luces de un coche y oyó el claxon.

Scarlett corrió hacia las puertas y vio un viejo Mini verde detenido delante de ellas. Al volante, reconoció al hombre con el que había estado charlando, que bajó la ventanilla y le dijo:

—Sube. ¿Adonde te llevo?

Scarlett se quedó quieta, con el agua chorreándole por la nuca.

—Nunca subo al coche de un extraño.

—Y haces muy bien. Pero, como se suele decir, favor con favor se paga. Venga, deja tus cosas en el asiento de atrás antes de que se empapen del todo.

El hombre abrió la puerta del copiloto, y Scarlett las puso en el asiento de atrás lo mejor que pudo.

—Tengo una idea —dijo el hombre—. ¿Por qué no llamas a tu madre (puedes usar mi móvil) y le das el número de la matrícula? Pero mejor hazlo aquí dentro, porque te estás quedando hecha una sopa.

Scarlett titubeó un momento. En efecto, el cabello le chorreaba, y hacía frío.

El hombre alargó el brazo y le ofreció su móvil. Ella se quedó mirándolo. Entonces se dio cuenta de que le daba más miedo llamar a su madre que meterse en el coche.

—También podría llamar a la policía, ¿verdad?

—Claro, desde luego. O puedes volver andando a tu casa. O, incluso, puedes llamar a tu madre y pedirle que venga a buscarte.

La joven se subió al coche y cerró la puerta, pero sin separarse del móvil.

—¿Dónde vives?

—No es necesario que se moleste, de verdad. Quiero decir que sería suficiente con que me acercara a la parada del autobús…

—Te llevaré a casa, y no se hable más. ¿Dónde vives?

—Acacia Avenue, número 102a. Hay que salir de la carretera principal en una desviación que hay pasado el polideportivo…

—Caramba, pues sí que te has apartado de tu camino. Muy bien, vamos allá.

El hombre soltó el freno de mano, maniobró y se fueron colina abajo.

—¿Y hace mucho que vives aquí?

—No, no mucho. Nos trasladamos después de Navidad. Pero ya habíamos vivido aquí antes cuando yo tenía cinco años.

—Tu acento es del norte, ¿verdad?

—Estuvimos diez años viviendo en Escocia. Allí todo el mundo hablaba como yo, pero aquí voy dando el cante con mi acento.

Su intención era que pareciera una broma, pero era cierto, y se percató en cuanto las palabras salieron de su boca. No tenía ninguna gracia; era muy triste.

El hombre la llevó hasta Acacia Avenue, estacionó el coche frente a su casa, e insistió en acompañarla hasta la puerta. Cuando la madre de Scarlett salió a abrir la puerta, dijo:

—Le ruego me disculpe, señora. Me he tomado la libertad de traerle a su hija. La ha educado usted muy bien y sabe que no debe subir nunca al coche de un extraño, pero, en fin, se puso a llover, ella se equivocó de autobús y acabó en la otra punta de la ciudad. Bueno, es un poco complicado de explicar. Pero seguro que es usted dueña de un corazón generoso y sabrá perdonarla… a ella, y… hum, a mí también, claro.

Scarlett creía que su madre se iba a liar a gritos con los dos, así que se llevó una sorpresa muy agradable cuando le oyó decir que con los tiempos que corren toda precaución es poca, y que si el señor Hum era uno de sus profesores y, por cierto, ¿podía ofrecerle una taza de té? El señor Hum le explicó que en realidad era el señor Frost, pero prefería que lo llamara Jay, y la señora Perkins sonrió y le pidió que la llamara Noona, y puso agua a hervir.

Mientras tomaban el té, Scarlett le contó su odisea con los autobuses, cómo había llegado hasta el cementerio y encontrado al señor Frost junto a la vieja iglesia…

A la señora Perkins se le cayó la taza de las manos.

Estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, así que la taza no llegó muy lejos y ni siquiera se rompió, aunque se derramó el té. La señora Perkins se disculpó y fue a coger una bayeta para limpiarlo.

—¿Te refieres al cementerio de la colina, el que está en la parte antigua de la ciudad? ¿Te refieres a ése?

—Yo vivo cerca de allí intervino el señor Frost. Me gusta sacar calcos de las lápidas. ¿Y sabíais que en realidad es una reserva natural?

—Sí, lo sé respondió secamente la señora Perkins. Le agradezco mucho que haya traído a Scarlett a casa, señor Frost. Pero no quisiera entretenerlo más.

Cada palabra era como un cubito de hielo.

—Caramba, qué carácter —replicó Frost, desenfadado—. No pretendía herir sus sentimientos. ¿He dicho algo que la haya molestado? Los calcos son para un trabajo sobre la historia de la ciudad, no vaya usted a creer que me dedico a desenterrar huesos o algo por el estilo.

Por una décima de segundo, Scarlett creyó que su madre iba a pegarle un puñetazo al señor Frost, que parecía bastante preocupado. Pero la señora Perkins se limitó a negar con la cabeza y dijo escuetamente:

—Perdóneme, son cosas de familia. Usted no tiene la culpa de nada. Y haciendo un esfuerzo por parecer jovial, añadió—: Verá, lo cierto es que Scarlett solía jugar en ese cementerio cuando era pequeña, hace… ¡diez años ya, caray! Por aquella época tenía un amigo imaginario, un niño llamado Nadie.

El señor Frost esbozó una sonrisa involuntaria.

—Ah, vaya, ¿un fantasmita?

—No, no lo creo. Scarlett decía que vivía allí, en el cementerio. Incluso llegó a señalarnos la tumba en la que vivía. En ese sentido, supongo que sí debía de ser un fantasma. ¿Te acuerdas, cariño?

Scarlett meneó la cabeza para indicar que no, y afirmó:

—Debí de ser una niña bastante rarita.

—No creo que fueras… hum —terció el señor Frost—. Está criando a una jovencita realmente encantadora, muy mona. Bueno, el té estaba delicioso. Siempre es una alegría hacer nuevos amigos, pero ha llegado el momento de que cada mochuelo se vaya a su olivo. Voy a ver si me preparo algo para cenar, porque luego tengo una reunión en la Sociedad Histórica local.

—¿Se prepara la cena usted mismo? —le preguntó la señora Perkins.

—Sí, así es. Bueno, en realidad, me limito a descongelarla. También soy un artista del «hervir y listo». Comida para uno. Vivo solo, ¿sabe? Soy un viejo solterón cascarrabias. Aunque, ahora que lo pienso, ¿no suele eso interpretarse como un eufemismo para decir «gay»? Pero no soy gay, simplemente no he encontrado a la mujer adecuada.

Y, por un momento, su rostro adoptó una expresión melancólica.

La señora Perkins, que detestaba cocinar, dijo que los fines de semana siempre guisaba como si tuviera que dar de comer a un ejército y, mientras acompañaba al señor Frost hasta la puerta, Scarlett oyó cómo él aceptaba la invitación de su madre para cenar con ellas el sábado por la noche.

Cuando la señora Perkins volvió a la cocina, no le dijo a Scarlett más que: «Espero que hayas hecho tus deberes».

Tumbada en la cama, mientras escuchaba el ruido del tráfico a lo lejos, Scarlett pensaba en todo lo que había sucedido aquella tarde. De pequeña, ella había estado allí, en aquel cementerio; por eso todo le resultaba tan familiar.

Se abandonó a sus fantasías y a sus recuerdos y, en algún momento, se quedó dormida; en sus sueños seguía paseando por los senderos que había entre las tumbas. Era de noche, pero lo veía todo con la misma claridad que si fuera de día: se hallaba en la ladera de una colina en compañía de un niño de su misma edad, pero él estaba de espaldas, contemplando las luces de la ciudad.

—Hola, ¿qué estás haciendo? —le preguntó.

El niño se dio la vuelta, aunque parecía tener problemas para verla.

—¿Quién ha dicho eso? —Y, tras unos instantes, añadió—: ¡Ah, ya te veo! Bueno, más o menos. ¿Me estás haciendo una Visita Onírica?

—Creo que estoy soñando, sí —respondió Scarlett.

—No me refería a eso exactamente —replicó el niño—. Bueno, hola. Me llamo Nad.

—Y yo, Scarlett.

Él volvió a mirarla como si la viera por primera vez.

—¡Claro, Scarlett! Ya decía yo que me sonaba tu cara. Has estado esta tarde en el cementerio, con ese hombre, el de los calcos.

—El señor Frost, sí; es un tipo encantador. Me llevó a casa en su coche —hizo una pausa, y preguntó—: ¿Nos has visto?

—Sí, bueno… Suelo estar al tanto de todo lo que ocurre por aquí.

—¿Y qué clase de nombre es Nad?

—Es el diminutivo de Nadie.

—¡Pues claro! Ahora lo entiendo todo. Tú eres mi amigo imaginario, el que me inventé cuando era pequeña, pero has crecido.

Nad asintió. Era más alto que ella; iba vestido de gris (aunque Scarlett no habría sabido describir su ropa), y llevaba el cabello demasiado largo; ella pensó que debía de haber pasado mucho tiempo desde su último corte de pelo.

—Te portaste como una valiente. Bajamos hasta el centro de la colina, vimos al Hombre índigo y nos encontramos con el Sanguinario.

Entonces algo ocurrió en la mente de Scarlett: fue como si, de repente, todo se acelerara y diera vueltas, y se vio envuelta en una especie de remolino negro y un montón de imágenes se le sucedieron a toda velocidad…

—¡Ahora lo recuerdo todo! —exclamó la chica. Pero lo dijo en la soledad de su habitación, y ninguna voz le respondió; sólo se oía el ruido lejano de un camión que pasaba por la carretera.

Nad guardaba un montón de comida almacenada en la cripta, así como en las tumbas y mausoleos más gélidos del cementerio. Silas se quiso asegurar de que no le faltara alimento, así que tenía suficiente para un par de meses. Porque, a menos que su tutor o la señorita Lupescu lo acompañaran, no debía salir de aquel lugar.

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