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Authors: Michael Coleman

Tags: #Infantil, #Policíaco

Los bandidos de Internet

En la pantall del ordenador de Tamsyn aparece un mensaje de forma repentina. Es un muchacho misterioso que se hace llamar ZMASTER. ¿Se trata de una broma os que está metido en algún lio? Tamsyn y Josh están convencidos de que ocurre algo grave.

Los mensajes electrónicos recorren el mundo mientras unos muchachos, que se encuentran a miles de kilómetros de distancia, intentan encontrar a un amigo que corre un peligro tremendo... Pero ¿llegará Internet a revelar sus secretos a tiempo?

Michael Coleman

Los bandidos de Internet

Detectives Internet

ePUB v1.0

Garland
07.02.12

Para Brian Bloor, a quien estoy

profundamente agradecido

1

Portsmouth, Inglaterra

Jueves, 16 de octubre, 8.30 horas

Rob Zanelli se inclinó hacia delante y apretó el botón de la parte delantera de su ordenador. El disco duro se puso en marcha de forma instantánea, emitiendo su ronroneo habituall Poco después, en la pantalla se sucedían las líneas de información de la secuencia inicial que Rob había definido para el ordenador.

No se tomó la molestia de observarla sino que se puso a mirar por la ventana de su habitación, hacia el jardín que se extendía delante de la gran casa de los Zanelli. Vivían en Portsmouth, en Manor House, en una zona privilegiada situada en lo alto de la colina de Portsdown.

Desde allí, la ciudad parecía extenderse como una alfombra. Los bloques de cristal encumbrados sobresalían de las hileras de tejados rojos de las casas que se sucedían en la distancia. Hacia la derecha, Robert divisaba las aguas resplandecientes del puerto de Portsmouth. Lo observó un momento mientras un destructor gris de la Marina Real se introducía lentamente en el astillero.

Entonces, cuando apareció el menú de entrada, Rob dirigió la mirada hacia él.

Alargó la mano hacia la izquierda y desplazó el ratón del ordenador hacia uno de los lados. El puntero en forma de flecha se desplazó por la pantalla hasta el icono de Internet: un globo terráqueo en miniatura. Rob hizo doble clic con el botón izquierdo del ratón al tiempo que elevaba la mirada hacia una de las estanterías situadas sobre la mesa del ordenador.

Junto a unos cuantos manuales, había una pequeña caja negra con unas lucecitas rojas alineadas en la parte delantera que emitían destellos intermitentes. De la caja salían dos cables: uno conectado a la parte posterior del ordenador y el otro a la roseta telefónica situada en un rincón del dormitorio.

Se trataba de un módem, un aparato que permitía que su ordenador se conectara a otros ordenadores como si hablaran entre sí por teléfono.

Cuando las luces rojas dejaron de centellear y se quedaron fijas, la pantalla se tornó negra. Durante aquel corto intervalo de tiempo en el monitor se reflejó el rostro de Rob: un muchacho de trece años con unos ojos vivos y brillantes y el cabello castaño y ondulado.

Su reflejo tardó poco en desaparecer. Cuando volvió a encenderse la pantalla, Rob se acercó más al ordenador. Aunque había repetido aquel proceso cientos de veces, no dejaba de asombrarle. Ahí estaba, como por arte de magia.

Estaba conectado a Internet, una red informática de alcance mundial. Desde su teclado podía enviar un mensaje a cualquier sitio: América, Australia, Cana­dá, Papua Nueva Guinea... a cualquier lugar en el que hubiera un ordenador conectado a la Red.

Se sentó un momento a pensar por dónde empe­zar. ¿Adonde podía ir? Entonces tomó una decisión y sonrió para sus adentros.

A pesar de tener acceso al mundo entero, decidió echar un vistazo a lo que ocurría en... Portsmouth, la ciudad en la que siempre había vivido.

Dirigió el puntero hacia la barra de menús e hizo clic en la palabra Favoritos. Apareció un menú desplegable con los sitios de la Red que más visitaba:

Hizo clic en «Nuevos usuarios». El ordenador tardó muy pocos segundos en responder. Rob recorrió aparecía en pantalla, estaba acostumbrado a hacerlo. Sonrió al ver uno que le resultaba familiar.

—Vaya —dijo—. Un instituto cibernovato.

Un cibernovato era cualquier recién llegado al mundo de Internet, y la opción que Rob había elegido era una lista de todos los usuarios de la localidad que se habían conectado a la Red durante el último mes. Y ahí, en la mitad de la lista, un nombre le había llamado la atención.

«Instituto Abbey», decía una línea. Rob colocó el puntero encima del nombre y volvió a hacer clic. En la pantalla apareció otra página de forma inmediata.

Rob iba probando todas las opciones y asintiendo despacio a la vez. Solamente había encontrado a un usuario y se trataba de un profesor. No valía la pena mandar un mensaje. Aun así, las cosas podían cambiar. Rob decidió conectarse regularmente a la página inicial del instituto Abbey para ver si aparecían nuevos usuarios. Confiaba en que, antes o después, pondrían Internet a la disposición de los alumnos. «Entonces sí que me divertiré», se dijo.

Instituto Abbey, Portsmouth

Jueves, 16 de octubre, 8.45 horas

Con un solo movimiento, Tamsyn Smith se pasó la mano por su pelo corto y oscuro, empujó las dobles puertas que conducían al edificio de Tecnología del instituto Abbey y pasó rápidamente la página del libro que estaba leyendo.

—Uriah, eres una bola de sebo —murmuró. Tamsyn estaba enfrascada en la lectura de David Copperfield de Charles Dickens.

Siguió leyendo mientras recorría el pasillo y sólo levantaba la vista para mirar a toda velocidad por las ventanas de cada aula.

«El instituto Abbey tiene más ordenadores por alumno que cualquier otro del condado» era la frase preferida del señor Findlay, el director de diseño y tecnología del instituto, y a Tamsyn no le quedaba más remedio que reconocer que tenía toda la razón. Todas las aulas del edificio estaban repletas de ordenadores.

Y eso no era todo. Un buen número de ellos estaba en marcha y tenía enfrente a un alumno ataviado con una de las inconfundibles sudaderas marrones del instituto, incluso a aquellas horas de la mañana, ¡antes del comienzo de las clases!

«¿Qué tendrán los ordenadores?», pensó Tamsyn. A ella le gustaba utilizarlos, ¡pero no a todas horas! ¿Por qué había algunos chicos que nunca parecían tener suficiente? Incluso muchachos como Josh, a quien conocía desde primaria y el cual, en todo lo demás, era absolutamente normal, bueno, todo lo normal que podía ser un chico.

Tamsyn reservó su mesa, introdujo el libro en su mochila y se dirigió al aula que había al final del pasillo «De todas formas —pensó—, por lo menos no tengo que perder el tiempo buscando a Josh porque siempre sé dónde encontrarlo.»

En la puerta había un letrero de colores psicodélicos que rezaba «Club de Informática». En realidad se trataba del típico laboratorio de instituto pero, a ciertas horas del día, estaba destinado a los miembros del Club de Informática. A través de la ventana, Tamsyn vio a Josh sentado dentro, observando ensimismado una pantalla. Ella entró rápidamente.

—Espera, espera —dijo Josh antes de que llegara a pronunciar una sola palabra—. Estoy en el nivel siete y lo estoy haciendo superbién.

Tamsyn se desplomó en una silla y le hizo una señal con la mano.

—Bueno. Como si no estuviera, Josh. Tengo todo el día.

A Josh no pareció importarle. Ni siquiera le dirigió una segunda mirada. Recorrió el teclado con los dedos a toda velocidad y la pantalla se llenó de una caótica serie de personajillos rojos.

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