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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (19 page)

—Nick, tengo miedo.

El miedo es muy contagioso. Y a veces basta con que alguien diga que tiene miedo para que éste se vuelva real. Mo estaba aterrorizada y Nick, también. El chico no dijo nada. Simplemente, echó a correr, y Mo salió disparada tras él. Las farolas se iban encendiendo a medida que corrían con desesperación para regresar al mundo real, mientras la noche se cernía sobre ellos, transformando las sombras en áreas de oscuridad total en las que cualquier cosa podía suceder.

Siguieron corriendo sin parar hasta llegar a casa de Nick, entraron y encendieron todas las luces; Mo llamó a su madre por teléfono y, entre sollozos, le pidió que fuera a recogerla en coche porque esa noche no quería volver andando a casa, aunque en realidad vivía muy cerca de allí.

Nad se había quedado contemplándolos muy satisfecho mientras corrían.

—Eso ha estado muy bien, cielo —dijo una voz a sus espaldas; era una mujer alta y vestida de blanco—. Para empezar, una bonita Desaparición. Y después, el Miedo.

—Gracias —dijo Nad—. Aún no había probado el Miedo con un vivo. Quiero decir que me sabía muy bien la teoría, pero… Bueno, en fin…

—Pues lo has bordado —afirmó ella, divertida—. Soy Amabella Persson.

—Nad. Nadie Owens.

—¡Ah! ¿El niño vivo del cementerio grande de la colina? ¿En serio? ¡Hum!

Nad no imaginaba que alguien que no residiera en su mismo cementerio supiera quién era. Amabella golpeó la lápida con los nudillos.

—¿Roddy? ¿Portunia? ¡Mirad a quién tenemos aquí!

Ahora había tres fantasmas, y Amabella les presentó a Nad, que les estrechó la mano diciendo: «Es un placer. Encantado». Pues a esas alturas dominaba las distintas fórmulas de cortesía que habían estado en uso en los últimos novecientos años.

—Aquí donde lo veis, el joven Owens estaba asustando a unos niños que, sin duda alguna, se lo merecían —explicó Amabella.

—Formidable representación —dijo Roderick Persson.

—Unos truhanes, reos de conducta reprensible, ¿eh?

—Matones de colegio —especificó Nad—. Se dedican a aterrorizar a los pequeños para que les entreguen el dinero de la merienda y cosas por el estilo.

—El Miedo es un buen comienzo —opinó Portunia Persson, que era una mujer robusta y bastante mayor que Amabella—. ¿Y qué piensas hacer si no da resultado?

—Pues la verdad es que no lo he pensado —comentó Nad, pero Amabella lo interrumpió.

—Yo te sugeriría que probaras con la Visita Onírica; creo que resultaría muy eficaz en este caso. Sabes cómo realizarla, ¿no?

—No estoy muy seguro —respondió Nad—. El señor Pennyworth me enseñó cómo se hacía, pero en realidad… Bueno, de ciertas cosas sólo conozco la teoría, y…

—La Visita Onírica está muy bien, pero ¿qué tal una buena Visitación? Es el único lenguaje que entiende esa clase de gente —aseguró Portunia.

—¡Oh, una Visitación! —exclamó Amabella—. Portunia, querida, de ningún modo pienso…

—No, claro que no. Por fortuna, una de las dos sí piensa.

—Tengo que marcharme ya —se apresuró a decir Nad—. Estarán preocupados por mi tardanza.

«Naturalmente», dijeron los Persson, y «Ha sido un placer conocerte», y «Que tengas muy buenas noches, joven». Amabella Persson y Portunia Persson se fulminaron mutuamente con la mirada.

—Discúlpame si me tomo la libertad de hacerte una última pregunta: ¿Qué tal está tu tutor? —inquirió Roderick Persson.

—¿Silas? Muy bien, gracias.

—Dale recuerdos de nuestra parte. Me temo que en un cementerio tan modesto como es éste… En fin, nunca llegaremos a conocer en persona a un miembro de la Guardia de Honor. Empero, es reconfortante saber que están ahí.

—Buenas noches —se despidió Nad, que no sabía de qué demonios le estaba hablando el buen señor, pero mentalmente tomó nota para averiguarlo más adelante—. Se los daré de su parte.

Recogió la mochila, donde llevaba los libros de la escuela, y se dirigió hacia su casa, sintiéndose aliviado al caminar en penumbra.

Asistir al colegio de los vivos no eximía a Nad de continuar con las clases de los muertos. Las noches eran largas, y a veces el niño no tenía más remedio que disculparse y arrastrarse hasta la cama antes de medianoche, derrengado. Pero, en general, iba tirando.

El señor Pennyworth no tenía de qué quejarse últimamente. Nad estudiaba de firme y hacía muchas preguntas. Aquella noche le preguntó acerca de los Sortilegios, y sus preguntas eran cada vez más específicas, lo que exasperaba al señor Pennyworth, que nunca se había planteado todas esas cosas.

«¿Qué hay que hacer exactamente para crear un punto frío en el aire?», le preguntó, y «Creo que ya domino bastante bien el Miedo, pero ¿cómo lo hago para llegar al Terror?», y el señor Pennyworth suspiró, carraspeó e intentó explicárselo lo mejor que pudo; y cuando acabaron la clase, eran más de las cuatro de la madrugada.

Al día siguiente Nad llegó a la escuela muy cansado. A primera hora tenía clase de historia (una asignatura con la que, en líneas generales, disfrutaba mucho, aunque a veces tenía que controlarse para no decir que determinado acontecimiento no sucedió así en realidad, al menos según las personas que lo habían vivido), pero aquella mañana apenas era capaz de mantener los ojos abiertos.

Hacía todo lo posible por concentrarse en la clase, de modo que no prestaba atención a lo que sucedía alrededor.

Mientras escuchaba las explicaciones sobre el rey Carlos I y al mismo tiempo pensaba en sus padres los señores Owens y su otra familia, a la que no recordaba, alguien llamó a la puerta del aula. Tanto el señor Kirby como sus compañeros miraron hacia allí para ver de quién se trataba (era un niño de séptimo, que venía a buscar un libro de texto para su profesor). Y cuando todos dejaron de mirar hacia la puerta, Nad notó algo clavándosele en el dorso de la mano. No gritó. Únicamente, alzó la vista.

Nick Farthing le sonreía; en una mano sostenía un lápiz de punta muy afilada.

—No te tengo miedo —susurró Nick.

Nad se miró la mano. Una gota de sangre brotaba del punto en el que le había clavado el lápiz.

Esa misma tarde Mo Quilling pasó junto a él por un pasillo del colegio, y Nad le vio a la perfección el blanco de los ojos porque los había abierto desmesuradamente.

—Eres muy raro —dijo ella—. No tienes amigos.

—No vengo aquí a hacer amigos —replicó Nad con toda franqueza—. Vengo a aprender.

—¿Tienes idea de lo raro que es eso? —comentó la niña haciendo una mueca—. Nadie viene al colegio para aprender; vienes porque hay que venir.

Nad se encogió de hombros.

—No te tengo miedo —añadió Mo—. Ese truquito que hiciste ayer no me impresionó lo más mínimo.

—Vale —dijo Nad, y se fue andando por el pasillo.

El niño se preguntaba si no habría sido una equivocación involucrarse en los asuntos del colegio. Desde luego, había cometido un error de juicio. Mo y Nick habían empezado a hablar de él y, seguramente, los niños de séptimo también. Ahora algunos alumnos lo miraban y lo señalaban con el dedo, así que había dejado de ser una ausencia para convertirse en una presencia, y eso le hacía sentirse incómodo. Silas le insistió en que debía pasar desapercibido, le dijo que tenía que hacerse prácticamente invisible para sus compañeros y profesores, pero ahora todo era distinto.

Aquella misma noche habló de ello con su tutor, y le contó lo que había sucedido. Pero no esperaba que Silas reaccionara de aquel modo.

—No puedo creer —dijo Silas— que hayas sido tan… tan estúpido. Te dije que debías hacerte invisible, que tenías que pasar por completo desapercibido. ¿Y resulta que en el colegio todos hablan de ti?

—Bueno, ¿y qué querías que hiciera?

—Lo que has hecho, no, desde luego. Esto lo cambia todo. Ahora pueden seguirte la pista, Nad, pueden localizarte.

Daba la impresión de que Silas luchaba consigo mismo para controlar la ira. Su impasible rostro era como una capa de roca sobre un mar de lava hirviente. Si Nad sabía que su tutor estaba enfadado era únicamente porque lo conocía bien.

El chico tragó saliva y preguntó, escueto:

—¿Qué debo hacer?

—No vuelvas por allí. Lo de ir al colegio no era más que un experimento, y tendremos que asumir que no ha salido bien.

Nad guardó silencio un momento, pero enseguida dijo:

—No es sólo cuestión de lo que puedo aprender allí, sino que hay otras cosas. ¿Tú sabes lo agradable que es estar en un sitio rodeado de gente que también respira?

Es algo que personalmente nunca me ha proporcionado el menor placer. Lo dicho: no volverás al colegio mañana.

—No pienso salir huyendo. Ni de Mo, ni de Nick, ni del colegio. Antes prefiero largarme de aquí.

—Harás lo que se te diga, ¿me oyes? —sentenció Silas, confundido y disgustado en medio de la oscuridad.

—¿Y si no, qué? —replicó Nad con las mejillas encendidas—. ¿Cómo piensas obligarme a permanecer aquí? ¿Acaso me matarás? —Y dicho esto, dio media vuelta y echó andar hacia las puertas del cementerio.

Silas lo llamó y le pidió que volviera, luego se puso en pie y se quedó solo en plena noche.

En el mejor de los casos, su expresión era del todo inescrutable. En aquel momento su rostro parecía un libro escrito en una lengua ignota, cuyo alfabeto resultaba indescifrable. Silas se envolvió en las sombras como si fueran una capa, y continuó mirando en la dirección que había seguido el niño, pero no fue tras él.

Nick Farthing dormía plácidamente en su cama soñando con piratas que navegaban por un soleado mar azul, cuando, de repente, todo se fue al traste. Al comienzo del sueño, Nick era el capitán de su propio barco pirata, un lugar feliz, tripulado por obedientes niños de once años, excepto las niñas, que eran todas un año o dos mayores que él y estaban especialmente bonitas con su atuendo pirata; pero, en un visto y no visto, se halló solo en cubierta, al mismo tiempo que, surcando las tempestuosas aguas, se le acercaba cada vez más un barco oscuro y gigantesco del tamaño de un petrolero, de andrajosas velas negras y un mascarón de proa en forma de calavera.

Y entonces, sin solución de continuidad, tal como suceden las cosas en los sueños, se encontró de pie en la negra cubierta del otro barco, y frente a alguien más alto que él.

—Así que no me tienes miedo, ¿eh? —dijo el hombre.

Nick alzó la vista. En el sueño, sí estaba asustado, asustado de ese hombre con cara de muerto vestido de pirata, que apoyaba la mano en la empuñadura de un alfanje.

—¿Crees que eres un pirata, Nick? —preguntó su captor, y el crío creyó detectar algo en él que le resultaba vagamente familiar.

—Eres el chico ése —dijo—: Ned Owens.

—Yo —replicó el hombre— soy Nadie. Y tú tienes que cambiar: pasa página, refórmate. Ya sabes a qué me refiero. O las cosas se van a poner muy feas para ti.

—¿Muy feas?

—Sí, mucho —afirmó el rey de los piratas, que ahora tenía el aspecto de su compañero de clase. Además, ya no estaban en la cubierta del buque pirata, sino en el colegio, aunque la tormenta no había amainado y el suelo se inclinaba arriba y abajo como si siguieran a bordo de un barco.

—Esto no es más que un sueño —dijo Nick.

—Pues claro que es un sueño —replicó el otro niño—. Tendría que ser un monstruo para hacer algo así en la vida real.

Sonriendo, Nick le preguntó:

—¿Y qué daño puedes hacerme si esto es un sueño? No te tengo ningún miedo. Todavía tienes mi lápiz marcado en la mano. Y señaló el punto negro en la mano de su interlocutor.

—Confiaba en no tener que recurrir a esto —se disculpó el otro niño, e inclinando la cabeza hacia un lado, como si estuviera escuchando algo, dijo—: Parecen hambrientos.

—¿Quiénes? ¿Qué son? —preguntó Nick.

—Esas cosas que viven en los sótanos, o en la sentina.

—Eso depende de si estamos en una escuela o a bordo de un barco, ¿no? —Nick era consciente de que estaba empezando a sentir verdadero pánico. No serán… arañas… ¿verdad? Podrían ser.

—Tú mismo lo descubrirás enseguida, no te preocupes.

—No —suplicó Nick—. Por favor, no.

—En realidad, eso depende de ti. Sólo tienes que elegir: o cambias de actitud, o bajas a los sótanos.

El ruido se oía más fuerte ahora, algo así como de tumulto y revuelo. Nick Farthing no tenía la menor idea de qué se trataba, pero estaba total y absolutamente convencido de que, sin duda, sería lo más pavoroso y terrible que iba a ver en toda su vida…

Y se despertó gritando.

Nad oyó el alarido, un grito de terror, y sintió la satisfacción del trabajo bien hecho.

De pie en la acera, delante de la casa de Nick Farthing, notaba la humedad en el rostro a causa de la espesa niebla nocturna, y se sentía entusiasmado pero exhausto, puesto que todavía no controlaba demasiado la técnica de la Visita Onírica. En todo momento había sido consciente de que en aquel sueño únicamente participaban Nick y él, y que Nick se había asustado tan sólo de un ruido.

Pero Nad estaba satisfecho. El otro chico se lo pensaría dos veces antes de volver a atormentar a los pequeños.

¿Y ahora, qué? Se metió las manos en los bolsillos y echó a andar, sin saber muy bien hacia dónde. Abandonaría el colegio, pensó, igual que había abandonado el cementerio; se iría a algún lugar donde nadie lo conociera y se pasaría el día metido en una biblioteca, leyendo libros y escuchando respirar a la gente. Se preguntó si aún quedarían islas desiertas en el mundo, como aquella en la que había naufragado Robinson Crusoe. Podría irse a vivir a una de ellas… Caminaba cabizbajo. Si hubiera alzado la vista, habría visto un par de ojos azules que lo vigilaban con atención desde la ventana de un dormitorio.

Como se sentía más cómodo entre las sombras, se metió en un callejón.

—Así que te vas, ¿eh? —dijo una voz de niña, pero Nad no contestó—. Ésa es la diferencia entre los vivos y los muertos, ¿no? —continuó la voz. Era Liza Hempstock la que le hablaba, y él lo sabía, aunque no se la veía por ninguna parte—. Los muertos no te decepcionan. Ellos ya vivieron su vida, y lo que hicieron, hecho está; nosotros no cambiamos. Pero los vivos siempre te decepcionan, ¿verdad? Conoces a un niño lleno de nobleza y valentía, y cuando crece, va y sale huyendo…

—¡Eso no es justo! —protestó Nad.

—El Nadie Owens que yo conocí no se habría escapado del cementerio sin siquiera despedirse de la gente que lo aprecia y que siempre cuidó de él. A la señora Owen le vas a romper el corazón.

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