El libro del cementerio (15 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

La señora Owens lo empujó fuera de la pequeña tumba familiar, diciéndole:

—Busca algo en qué entretenerte. Tengo muchas cosas que hacer.

—Pero, señora Owens, hace mucho frío ahí fuera —protestó Nad.

—Eso espero. En invierno, es lo suyo —replicó su madre, y hablando consigo misma, masculló—: A ver, los zapatos. Y mira este vestido; todo el dobladillo descosido. Que desastre. Y las telarañas… ¡si está todo lleno de telarañas, por el amor de Dios! —Y dirigiéndose otra vez a Nad, le espetó—: Vamos, sal por ahí a dar una vuelta. Tengo mucha faena aquí y no quiero que estés por en medio. —Y, a continuación, se puso a cantar una cancioncilla que el niño no había oído nunca: «Hombre rico, hombre pobre, despierta y ven a bailar con nosotros el Macabré.»

—¿Qué es eso que cantas? —preguntó Nad, pero habría hecho mejor en no preguntar porque, de repente, la señora Owens se convirtió en un volcán a punto de entrar en erupción, y Nad salió de la tumba como una flecha, no fuera que las cosas se pusieran aún peor.

Hacía mucho frío y todo estaba oscuro, aunque en el cielo brillaban las estrellas. Nad se cruzó con Mamá Slaughter en el Paseo Egipcio, completamente invadido por la hiedra; parecía estar buscando algo entre la hierba.

—Tú que eres joven y tienes mejor vista que yo —le dijo—, ¿ves alguna flor por aquí?

—¿Flores en pleno invierno?

—No me mires con esa cara, jovencito —lo reprendió.

—Cada cosa florece a su debido tiempo. Primero se ven los capullos, luego se abren las flores y, por último, se marchitan. Cada cosa a su tiempo sentenció, y acto seguido, se arrebujó en su capa y canturreó: Un rato para trabajar, un rato para disfrutar, y un rato para bailar el Macabré. —¿Verdad que sí, jovencito?

—Pues no sé. ¿Qué es el Macabré?

Pero Mamá Slaughter se había perdido ya entre la hiedra.

—Qué raro —dijo Nad en voz alta.

Fue en busca de calor y compañía al bullicioso mausoleo de los Bartleby donde convivían hasta siete generaciones de esta familia, pero los Bartleby no tenían tiempo para él aquella noche. Todos ellos, desde el más viejo (1831) hasta el más joven (1690), estaban muy ocupados limpiando y ordenando su casa.

Fortinbras Bartleby, que cumplió diez años poco antes de morir (de consunción, según le había explicado a Nad, quien durante años creyó que Fortinbras había sido devorado por los leones, o los osos, y se llevó un buen chasco cuando se enteró de que ése era el nombre de una enfermedad), salió a ofrecerle sus disculpas.

—No podemos jugar contigo ahora, Nad. Queda poco para que llegue mañana por la noche, y eso no es algo que suceda muy a menudo, ¿verdad?

—Pues sí, todas las noches —replicó Nad—. Mañana por la noche siempre llega.

—Ésta no —insistió Fortinbras—. Ni siquiera muy de vez en cuando, o una vez cada cien años.

—Pero si no es la
Noche de Guy Fawkes
[7]
—observó Nad—, ni Halloween, ni tampoco es Nochebuena, ni Nochevieja.

Fortinbras sonrió de oreja a oreja, y su pecosa cara de pan se iluminó como un sol.

—No, no es nada de eso —aseguró—. Ésta es mucho más especial.

—¿Y cómo se llama? —preguntó Nad—. ¿Qué es lo que pasa mañana?

—Es el mejor día de todos —sentenció Fortinbras, y Nad estaba seguro de que habría seguido explicándoselo de no ser porque su abuela, Louisa Bartleby (que sólo tenía veinte años), salió a llamarlo y, muy enfadada, le susurró algo al oído.

—Nada, nada —respondió Fortinbras. Luego se volvió hacia Nad y le dijo—: Tengo que seguir con mi tarea.

Fortinbras cogió un trapo y se puso a frotar su polvoriento ataúd.

—La, la, la, hop —cantaba—. La, la, la, hop.

Y con cada «hop», hacía una sofisticada reverencia con el trapo en la mano.

—¿No vas a cantar esa canción?

—¿Qué canción?

—Pues esa que canta todo el mundo hoy.

—No tengo tiempo para eso —dijo Fortinbras—. Es mañana, ¿te das cuenta? Mañana.

—No tiene tiempo —dijo Louisa, que había muerto al dar a luz a sus gemelos—. Vete con la música a otra parte.

Y con su voz suave y clara empezó a cantar: «Todo el mundo lo oirá y nadie se marchará y todos juntos bailaremos el Macabré.»

Nad echó a andar hacia la destartalada iglesia. Se deslizó entre las piedras y fue hasta la cripta, y allí se sentó a esperar a Silas. Tenía frío, sí, pero a él no le importaba pasar frío: el cementerio lo abrigaba, y los muertos no sienten el frío.

Su tutor no regresó hasta las tantas de la madrugada; llevaba una bolsa de plástico grande.

—¿Qué traes ahí?

—Ropa para ti. Pruébatela.

Silas sacó un jersey gris del mismo tono que la túnica de Nad, unos vaqueros, algo de ropa interior y unos zapatos (unas playeras de color verde pálido).

—¿Y para qué quiero yo ropa?

—¿Aparte de ponértela, quieres decir? Pues, en primer lugar, me parece que ya eres lo suficientemente mayor, (¿qué edad tienes, diez años?), para usarla. Y la ropa que viste la gente normal, los vivos, es un buen invento. De un modo u otro, algún día tendrás que utilizarla, así que, ¿por qué no empezar a acostumbrarte desde ahora mismo? Además, te servirá para camuflarte.

—¿Qué es camuflarse?

—Cuando algo tiene un aspecto similar a lo que otras personas están mirando, les resulta difícil distinguir entre una cosa y otra.

—¡Ah, ya lo entiendo! Bueno, creo.

Nad se vistió con la ropa que le había entregado Silas.

Sin embargo, no sabía muy bien cómo atarse los cordones de las zapatillas deportivas, y su tutor tuvo que enseñarle cómo se hacía. Pero esta operación le acarreó serias dificultades, así que tuvo que repetirla una y otra vez hasta que Silas consideró que era capaz de realizarla sin dificultades. Entonces fue cuando Nad se atrevió a formular la pregunta:

—Silas, ¿qué es el Macabré?

—¿Dónde has oído esa palabra? —inquirió Silas con expresión de extrañeza.

—En el cementerio; todo el mundo habla de eso. Creo que es algo que sucederá mañana por la noche. ¿Qué es el Macabré?

—Es un baile respondió Silas. Todos juntos bailaremos el Macabré —dijo Nad recordando uno de los versos—. ¿Tú lo has bailado alguna vez? ¿Cómo se baila?

Su tutor lo miró con aquellos ojos de negro azabache, y le dijo:

—No sé cómo se baila. Verás, Nad, yo sé muchas cosas, porque llevo mucho tiempo y una infinidad de noches vagando por este mundo, pero no tengo ni idea de cómo se baila el Macabré. Hay que estar vivo o muerto para bailarlo… y yo no estoy ni vivo ni muerto.

Nad se estremeció. Quería abrazar a Silas, decirle que jamás lo abandonaría, pero eso era algo inconcebible; pretenderlo era como intentar ceñir un rayo de luna, y no porque su tutor fuera incorpóreo, sino porque no estaría bien. Había personas a las que uno podía abrazar, pero a él…

Con aire pensativo, Silas evaluó detenidamente el aspecto de Nad con sus ropas nuevas.

—No está mal —dijo—. Casi parece que hayas vivido toda la vida fuera del cementerio.

Nad sonrió con orgullo, aunque enseguida volvió a adoptar una expresión seria.

—Pero tú te quedarás aquí para siempre, ¿verdad? —le preguntó a Silas—. Y yo no tendré que marcharme si no quiero, ¿no?

—Cada cosa a su tiempo —respondió Silas, y ya no dijo nada más en toda la noche.

Al día siguiente Nad se despertó temprano, cuando el sol no era más que una moneda de plata en lo alto del invernal cielo gris.

Resultaba demasiado fácil pasarse durmiendo las escasas horas de luz solar, convertir su invierno en una larga noche y no ver nunca la luz del sol, así que todas las noches, cuando se iba a dormir, se prometía solemnemente levantarse por la mañana y salir de la confortable tumba de los Owens.

Aquella mañana, sin embargo, flotaba en el aire un extraño aroma, un perfume floral muy intenso. Nad lo fue siguiendo colina arriba hasta que llegó al Paseo Egipcio, donde la hiedra crecía formando salvajes cascadas, como marañas siempre verdes que ocultaban muros, estatuas y jeroglíficos de imitación egipcia.

El perfume era más intenso en ese punto, y por un momento el niño pensó que quizá había nevado la noche anterior, porque se veían montoncitos blancos desperdigados por entre la hierba. Se acercó a uno de esos montoncitos para examinarlo con detenimiento; era un ramillete de florecillas de cinco pétalos y, mientras se agachaba para oler su perfume, oyó que alguien se acercaba por el sendero.

Nad practicó la Desaparición entre la nieve, y observó: tres hombres y una mujer, todos ellos vivos, se dirigían derechos hacia el Paseo Egipcio. La mujer llevaba una cadena con muchos adornos alrededor del cuello.

—¿Es esto? —preguntó ella.

—Sí, señora Caraway —respondió uno de los hombres (gordinflón, canoso y sin resuello). Al igual que los otros dos, llevaba una enorme cesta de mimbre completamente vacía. La mujer parecía despistada y algo perpleja.

—Bueno, si tú lo dices. Pero la verdad es que no lo entiendo. Poco después, mirando las flores, preguntó—: ¿Y qué se supone que debo hacer ahora?

El hombre de menor estatura metió la mano en su cesta de mimbre y sacó unas relucientes tijeras de plata.

—Las tijeras, señora alcaldesa —dijo.

La mujer las cogió, y todos empezaron a llenar de flores sus cestas.

—Esto es —dijo la señora Caraway, la alcaldesa, al cabo de un rato absolutamente ridículo.

—Es una tradición —replicó el gordo.

—Una tradición absolutamente ridicula —repitió la señora Caraway, pero siguió cortando flores y echándolas en las cestas. Una vez que hubieron llenado la primera de éstas, cuestionó—: ¿Y no tenemos suficientes ya?

—Tenemos que llenar las cuatro cestas —le respondió el más bajito—, para luego regalar una flor a todo el que viva en el casco viejo de la ciudad.

—¿Y qué clase de tradición es ésa? —quiso saber la señora Caraway—. Le pregunté a mi predecesor en la alcaldía y me dijo que jamás había oído hablar de ella. Y añadió—: ¿No tienen ustedes la sensación de que alguien nos observa?

—¿Cómo? —se extrañó el tercer hombre, que no había abierto la boca hasta ese momento; llevaba barba y un turbante—. ¿Quiere decir algún fantasma? Yo no creo en los fantasmas.

—Yo no he hablado de ningún fantasma —replicó la mujer—. Simplemente opino que tengo la sensación de que alguien nos está observando.

Nad reprimió el impulso de retroceder y ocultarse entre la hiedra.

—No tiene nada de particular que su predecesor no conociera esta tradición —dijo el gordinflón, cuya cesta estaba ya prácticamente llena—. Es la primera vez en ochenta años que florecen los brotes de invierno.

El hombre de la barba y el turbante, el que no creía en los fantasmas, miraba alrededor con inquietud.

—Hay que regalar una flor a cada hombre, mujer o niño que viva en el casco antiguo —insistió el más bajito. A continuación recitó un verso, muy despacio, como si estuviera haciendo memoria para recordar algo que había aprendido mucho tiempo atrás—: Uno partirá y otro se quedará, y todos bailarán el Macabré.

La señora Caraway hizo un gesto despectivo.

—¡Bah! Cuentos de viejas —afirmó, y continuó cortando flores.

A primera hora de la tarde empezó a anochecer, y a las cuatro y media ya era noche cerrada. Buscando a alguien con quien hablar, Nad deambulaba por los senderos del cementerio, pero no había nadie por allí; bajó hasta la fosa común para ver si Liza Hempstock andaba por ahí, pero tampoco la encontró; por lo tanto, regresó a la tumba de los Owens, pero del mismo modo no hubo suerte; ni su padre ni su madre estaban en casa. Fue entonces cuando se asustó. En sus diez años de vida, era la primera vez que se sentía abandonado en el lugar que siempre había considerado su hogar, así que echó a correr hacia la vieja iglesia y se quedó allí esperando a que llegara Silas.

Pero Silas tampoco llegaba.

«Igual es que no lo he visto», pensó Nad, aunque sin la menor convicción. Abandonó su posición y, subiendo hasta la cumbre de la colina, contempló el paisaje. Las estrellas brillaban en el gélido firmamento y, a sus pies, las luces de la ciudad: las farolas, los faros de los coches y otras cosas en movimiento.

Entonces decidió bajar caminando muy despacio hasta la puerta principal del cementerio, y al llegar, se detuvo.

Se oía una especie de música.

Nad estaba familiarizado con todo tipo de música: el suave tintineo de la furgoneta de los helados, las canciones que se emitían en la radio para los obreros, las melodías que tocaba Claretty Jake con su polvoriento violín, pero jamás había escuchado algo semejante: una serie de acordes largos, como los que se tocan al principio de una melodía, un preludio, quizá, o una obertura.

Se deslizó por entre los barrotes de la puerta, bajó por la colina, y se plantó en el casco antiguo de la ciudad.

Pasó junto a la alcaldesa, que estaba de pie en una esquina, y vio cómo prendía una flor en la solapa de un ejecutivo que pasaba por aquel lugar.

—Tengo por norma no hacer donativos personales —dijo el hombre—. De eso ya se ocupa mi empresa.

—No se trata de una cuestación —replicó la señora Caraway—. Es una tradición local.

—¡Ah, ya! —exclamó el ejecutivo y, sacando pecho, se fue muy farruco exhibiendo su blanca florecilla en el ojal.

A continuación pasó una mujer joven que paseaba a su bebé en un cochecito.

—¿Para qué es esto? —preguntó, suspicaz, cuando la alcaldesa se le acercó.

—Una para usted y otra para el pequeñín —le dijo la alcaldesa.

Prendió una flor en el abrigo de la mujer, y al bebé se la pegó en el abrigo con un trocito de celo.

—Pero ¿para qué es esto? —insistió la mujer.

—Es simplemente un detalle para los vecinos del casco antiguo respondió la alcaldesa—. Una especie de tradición.

Nad siguió caminando. Todo el mundo lucía una florecilla blanca en la solapa. Cada vez que doblaba una esquina, se encontraba con alguno de los hombres que habían subido al cementerio con la alcaldesa repartiendo flores blancas entre los vecinos. La mayoría de éstos la aceptaban, aunque no todos.

Seguía oyendo aquella música; sonaba en algún lugar, casi imperceptible, solemne y extraña. Nad ladeó la cabeza, intentando averiguar de dónde provenía, pero no hubo manera. Flotaba en el aire, por todas partes; estaba presente en el flamear de las banderas y los toldos, en el rumor del tráfico a lo lejos, en el sonido de los neumáticos sobre los adoquines…

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